Humildad y grandeza del arrepentimiento

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Juan Pablo II pidió perdón por las culpas de los hijos de la Iglesia
Roma. A pesar de la falta de antecedentes históricos y bíblicos para un acto de ese tipo, el Papa ha pedido perdón a Dios, delante de los hombres, por los pecados cometidos a lo largo de estos siglos por los hijos de la Iglesia. También por los del presente. Sin importarle el riesgo de manipulación o simplificación, y desoyendo, posiblemente, los consejos de algunos, Juan Pablo II ha cumplido así su proyecto de «purificación de la memoria» con motivo del Gran Jubileo.

La Jornada del Perdón, una de las más significativas del Año Santo, tuvo lugar el 12 de marzo, primer domingo de cuaresma, en la basílica de San Pedro. El Papa, acompañado por numerosos cardenales y obispos, ofició una misa solemne en la que los elementos penitenciales tuvieron un particular protagonismo. Con un acto de primacía que solo él podía cumplir, presentó ante el crucifijo los pecados cometidos en la historia por los cristianos, especialmente durante el segundo milenio. Minutos antes, delante de la Pietà, el Papa había invocado la asistencia de María, «que se hace cargo de los pecados de sus hijos».

Atrás quedaban años de debates y, en algunos casos, polémicas. Y es que era objetivamente difícil hacer entender el significado de un gesto que carecía de puntos de precedentes. Había que explicar la realidad de que la Iglesia es santa pero que camina con los pies de los hombres, de que no se trataba de juzgar las conductas del pasado, algo que solo compete a Dios, sino de fomentar la conversión personal y la reconciliación. Tal vez viendo y escuchando al Papa en esta Jornada del Perdón, inclinado ante el crucifijo colocado junto al altar de la Confesión, todo resultó más sencillo de comprender.

Siete invocaciones

Algunos elementos litúrgicos contribuyeron a dar a la ceremonia un sentido particular. Así, la oración de los fieles se transformó en una «Confesión de las culpas y petición de perdón»: siete oraciones leídas por siete cardenales y obispos, colaboradores del Santo Padre en la Curia Romana, y subrayadas cada una por otras tantas invocaciones del Papa. Al final de cada una de la plegarias, el concelebrante que las había leído encendía una lámpara ante el crucifijo del siglo XIV que tradicionalmente se venera en San Pedro durante los Años Santos.

La oraciones empezaban por el reconocimiento de los pecados en general y se referían luego a grandes áreas en las que, a lo largo de la historia y hoy, los cristianos han fallado en la fidelidad al Evangelio: recurso a métodos no evangélicos en el servicio a la verdad; pecados que han dañado la unidad de los cristianos y las relaciones con los judíos; los cometidos contra el amor, la paz, los derechos de los pueblos, el respeto de las culturas y las religiones; los pecados que han herido la dignidad de la mujer y la unidad del género humano; los pecados contra los derechos fundamentales de la persona.

La ceremonia concluyó con una bellísima oración en la que el Papa invocó la misericordia de Dios para que «suscite en toda la Iglesia y en cada uno de nosotros un empeño de fidelidad al mensaje perenne del Evangelio». Y proclamó siete implorantes «nunca más» en correspondencia con las siete faltas antes enumeradas: «Nunca más negaciones de la caridad al servicio de la verdad; nunca más gestos contra la comunión de la Iglesia; nunca más ofensas hacia ningún pueblo; nunca más el recurso a la lógica de la violencia; nunca más discriminaciones, exclusiones, opresiones, desprecio de los pobres y de los últimos».

Un amplio debate

Es muy probable que la idea de la «purificación de la memoria» aleteara en la mente del Papa desde el comienzo de su pontificado. Un indicio es que en sus discursos y alocuciones llegan al centenar las referencias a la petición de perdón hacia pueblos o confesiones religiosas. De todas formas, la propuesta de un acto específico no fue presentada públicamente hasta el consistorio de cardenales de junio de 1994, dedicado a la preparación del Gran Jubileo; a continuación, fue recogida en la carta apostólica Tertio millennio adveniente y más adelante en la bula de convocación del Gran Jubileo, Incarnationis Mysterium.

El mensaje era claro: «La Iglesia no puede cruzar el umbral del nuevo milenio sin empujar a sus hijos a purificarse, con el arrepentimiento, de los errores, infidelidades, incoherencias y retardos». «Los cristianos, perdonados y dispuestos a perdonar, entran en el tercer milenio como testigos más creíbles de la esperanza».

Lo delicado era el modo de llevar a cabo esta iniciativa. No faltaron cardenales y obispos, teólogos e historiadores que se mostraron contrarios a un acto público de petición de perdón por las culpas del pasado, advirtiendo la complejidad de la cuestión: riesgo de juzgar el pasado con ojos de presente, dar credibilidad a la propaganda anticatólica, crear confusión entre los fieles, etc.

En un nuevo clima cultural

El mejor diagnóstico de la situación de fondo quizás lo ofreció el cardenal Joseph Ratzinger durante la presentación del documento de la Comisión Teológica Internacional. Desde la época de la Reforma, dijo el cardenal, estamos acostumbrados a vivir en un clima que presenta a la Iglesia como corrompida, como si fuera instrumento del Anticristo o el gran mal de la humanidad. Ese clima cultural negativo se acentuó con la Ilustración, que agigantó los verdaderos pecados de la Iglesia y los convirtió en mitologías. Ante esos ataques, se desarrolló una historiografía católica destinada a mostrar que, a pesar de los errores, la Iglesia católica es la Iglesia de Cristo, la Iglesia de los santos.

Gracias a Dios, añadió Ratzinger, las circunstacias actuales han cambiado: «Hoy hemos visto las grandes destrucciones producidas por los ateísmos, que han creado una nueva situación de aniquilación de lo humano. En este momento en el que surge de nuevo la pregunta ‘¿dónde estamos? ¿qué nos salva?’ pienso que podemos confesar los pecados con nueva humildad y franqueza, y al mismo tiempo reconocer los grandes dones del Señor. Estamos en una situación nueva en la que la Iglesia puede volver a la confesión de los pecados con mayor libertad e invitar a los demás a la propia confesión, y de este modo llegar a una profunda reconciliación».

La intención del Papa

Precisamente, ese documento de la Comisión Teológica Internacional ha ayudado a esclarecer algunos puntos sobre qué se entiende por pedir perdón por las culpas del pasado (ver el resumen). En todo caso, se puede afirmar también que el animado debate que siguió a la propuesta del Papa de «purificación de la memoria» ha sido una demostración de que, dentro de la Iglesia, los márgenes de diálogo sobre cuestiones no estrictamente de fe son muy amplios.

Naturalmente, junto a esas versiones más o menos autorizadas, la mejor interpretación sobre cuáles han sido las intenciones del Papa la constituyen sus propias palabras. Además de lo que explica en la encíclica y en la bula mencionadas anteriormente, la homilía de la misa de la Jornada del Perdón ofrece una nítida clave de interpretación. Se trata de pedir perdón, de perdonar por el pasado, y también de examinar la propia conciencia para ver cuál es la responsabilidad de cada uno en los males del presente.

En general, este gesto unilateral y gratuito querido por el Papa ha sido acogido con respeto y admiración. Desde luego, no han faltado los juicios contrarios de quienes hacen de la anti-romanidad una profesión. O de los que trivializan todo en su propia mediocridad. A este propósito, el cardenal Etchegaray citó unas palabras de San Agustín que, al parecer, mantienen plena actualidad: quienes prestan menos atención a sus propios pecados son los que están más atentos luego a los pecados de los demás.

Juan Pablo II: «¡Perdonamos y pedimos perdón!»En la homilía de la misa de la Jornada del Perdón, Juan Pablo II volvió a explicar el significado de la «purificación de la memoria». Ofrecemos algunos párrafos:

«Los lazos del Cuerpo Místico nos unen a todos y, aun sin tener responsabilidad personal y sin sustituir al juicio de Dios, llevamos el peso de los errores y las culpas de quienes nos han precedido. Reconocer las desviaciones del pasado sirve para despertar nuestra conciencia ante los compromisos del presente, abriendo para todos el camino de la conversión (…).

«¡Perdonamos y pedimos perdón! Mientras alabamos a Dios que, en su amor misericordioso, ha suscitado en la Iglesia una mies extraordinaria de santidad, de ardor misionero, de total entrega a Cristo y al prójimo, no podemos dejar de reconocer las infidelidades al Evangelio en las que han caído algunos de nuestros hermanos, especialmente durante el segundo milenio. Pedimos perdón por las divisiones que se han producido entre los cristianos, por el uso de la violencia que algunos de ellos han hecho en servicio de la verdad y por las actitudes de desconfianza y de hostilidad adoptados a veces en relación con los seguidores de otras religiones. (…) Confesamos, con mayor razón, nuestras responsabilidades de cristianos por los males de hoy. Ante el ateísmo, la indiferencia religiosa, el secularismo, el relativismo ético, las violaciones del derecho a la vida, el desinterés hacia la pobreza de muchos países, tenemos que preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades.

«Al mismo tiempo, mientras confesamos nuestras culpas, perdonamos las culpas cometidas por los demás contra nosotros. A lo largo de la historia, en innumerables ocasiones los cristianos han sufrido abusos, prepotencias, persecuciones con motivo de su fe. Igual que perdonaron las víctimas de esos desmanes, perdonamos también nosotros. La Iglesia de hoy y de siempre se siente comprometida en purificar la memoria de aquellos tristes episodios de todo sentimiento de rencor o de revancha. El Jubileo se convierte así para todos en ocasión propicia para una profunda conversión al Evangelio. De la acogida del perdón divino brota el empeño de perdonar a los hermanos y a la reconciliación recíproca».

La Iglesia y las culpas del pasadoEn dos mil años de historia, los cristianos estaban acostumbrados a pedir perdón por los propios pecados, no por los de los demás. Menos aún por los de épocas anteriores. ¿Es posible pedir perdón por culpas del pasado cometidas por otras personas? El documento Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado, elaborado por la Comisión Teológica Internacional, pretende responder a esta cuestión.

El documento, de setenta páginas en la versión oficial italiana, no toma en consideración ningún caso histórico concreto, aunque sí se refiere a algunas grandes áreas: desunión entre los cristianos, relaciones con los judíos, Inquisición, uso de la violencia al servicio de la verdad, etc. Menciona solo de refilón esos episodios porque su objetivo es más general: «Clarificar los presupuestos en los que se funda el arrepentimiento de las culpas pasadas». Por esta razón, se trata de un documento de cierto nivel teológico, no muy fácil de resumir, como se ha visto en las informaciones periodísticas que daban cuenta de la presentación. Por lo que se refiere a su nivel doctrinal, el hecho de que haya sido elaborado por una institución prestigiosa le otorga autoridad moral, aunque no forma parte del Magisterio de la Iglesia.

Iniciativa sin precedentes

En el capítulo primero se constata que en ninguno de los jubileos precedentes, ni en la historia de la Iglesia, ha habido una toma de conciencia de la necesidad de pedir perdón a Dios por comportamientos del pasado próximo o remoto. Incluso cuando el Papa Adriano VI denuncia, en 1522, los abusos de la curia romana de su tiempo, ese reconocimiento no va unido a una petición de perdón. Una novedad viene con Pablo VI, quien en la apertura de la segunda sesión del concilio Vaticano II dirigió una petición de perdón a Dios y a «los hermanos separados» por el pecado de la división entre los cristianos (un perdón que exigía reciprocidad).

En las enseñanzas del propio concilio se incluyen algunos otros episodios negativos en los que los cristianos han tenido una responsabilidad, pero no se habla de petición de perdón por esos hechos. Ha sido Juan Pablo II quien ha extendido la petición de perdón a una serie de hechos históricos que suponen un testimonio contrario al Evangelio. Con este fin, ha estimulado la reflexión teológica para que se profundice en cómo se podría llevar a cabo ese «hacerse cargo» de las culpas del pasado.

Esa iniciativa de Juan Pablo II ha sido vista en muchos ambientes como una manifestación de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia. Pero no han faltado personas que se han sentido desconcertadas. Y es que las dificultades que se presentan al proyecto del Papa son numerosas: por ejemplo, ¿cómo distinguir las culpas atribuibles a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes de las que habría que referir a las causadas por las estructuras de poder en las que lo temporal y lo espiritual estaban estrechamente entretejidos?

En el segundo capítulo se estudian las bases que la Sagrada Escritura ofrece para sostener esa invitación del Papa. Del análisis resulta que ese llamamiento «no encuentra un indicio unívoco en el testimonio bíblico», aunque se basa en algunos aspectos de la Sagrada Escritura. Por ejemplo, la «solidaridad intergeneracional en el pecado»: en el Antiguo Testamento se mencionan los «pecados de los padres», aunque se trata de pecados cometidos directamente contra Dios, y no los cometidos también contra otros seres humanos.

El capítulo tercero aborda el aspecto teológico: cómo se puede conjugar la afirmación de fe en la santidad de la Iglesia y su necesidad de penitencia y purificación. El documento dice que es menester distinguir entre «la santidad de la Iglesia y la santidad en la Iglesia». Recuerda también que la Iglesia es un misterio: una realidad absolutamente única que es capaz de hacerse cargo «de los dones, de los méritos y de las culpas de sus hijos, tanto los de hoy como los de ayer».

Para enmendar las culpas del pasado es preciso, ante todo, individuarlas. El cuarto capítulo se refiere precisamente al juicio histórico que debe estar en la base del juicio teológico. Es necesario evitar tanto «una apologética que lo quiera justificar todo, como una culpabilización indebida, fundada en la atribución de responsabilidades insostenibles históricamente». Un acto de naturaleza ética, como el de pedir perdón, no puede apoyarse, en palabras de Juan Pablo II, en «las imágenes del pasado ofrecidas por la opinión pública, ya que están con frecuencia sobrecargadas por una emotividad pasional que impide un diagnóstico sereno y objetivo».

Dificultades del juicio histórico

El capítulo quinto trata del discernimiento ético necesario para identificar las formas de «contratestimonio y de escándalo» que se han presentado en el milenio que termina. «Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia personal y colectiva todas las formas de resentimiento o de violencia que hubiera dejado la herencia del pasado, sobre la base de un nuevo y riguroso juicio histórico-teológico, que funda un consiguiente y renovado comportamiento moral». Se enumeran algunos episodios históricos, se añade también un punto sobre la responsabilidad de los cristianos en los males de hoy (ateísmo, relativismo ético, defensa de la vida, etc.) y se subraya que los cristianos no creen solo en la existencia del pecado sino, sobre todo, en «el perdón de los pecados».

El capítulo sexto presenta las perspectivas pastorales en vista de las cuales «la Iglesia se hace cargo de las culpas cometidas en su nombre por sus hijos en el pasado y hace enmienda». Algunas de las finalidades son: la purificación de la memoria, la perenne reforma del pueblo de Dios, el testimonio que de este modo se rinde al Dios de la misericordia.

A lo largo del texto se subraya que la petición de perdón va dirigida a Dios. Se afirma también el deseo de que estas reflexiones y este gesto ayuden a todos (religiones, políticos, pueblos) a avanzar en un camino de verdad, de diálogo fraterno y de reconciliación.

Diego Contreras

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