Homófobo el que disienta

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James Nuechterlein comenta el uso del neologismo «homofobia» para descalificar a quienes discrepan del movimiento gay (First Things, Nueva York, agosto-septiembre 1996).

(…) [Ciertos] comentarios [que tildan de racistas a quienes se oponen a la discriminación positiva] entran en la categoría del argumento mediante el insulto. Están pensados no para promover el debate público, sino para darlo por concluido. Son métodos para detener el diálogo, una forma de extorsión moral. Los que discrepan de las opiniones del establishment de los derechos civiles no están simplemente equivocados, sino que son unos inmorales. (…) Sólo los políticamente ortodoxos están cualificados para entrar en la conversación. ¿Para qué hablar con fanáticos?

Es tentador este uso político del argumento mediante el insulto, y hoy se extiende mucho más allá de la cuestión de la raza. Pensemos en el curioso caso del término «homofobia», que hoy se suele aplicar a quienes, de una u otra manera o por una u otra razón, consideran criticable o incluso problemática la conducta homosexual.

Según se entiende comúnmente, una fobia es un trastorno. El diccionario define así ese término: «Temor exagerado, generalmente inexplicable e ilógico, a un determinado objeto o clase de objetos». Tener una fobia es estar enfermo, necesitado de tratamiento. En este sentido, la homofobia es peor que el racismo: combina la inmoralidad con la patología.

El único problema es que tal término es un epíteto en busca de una condición. Fuera de su uso ideológico, no existe en realidad. Es inútil buscarlo en el léxico clínico. Hay, sí, gente con temor o aversión exagerada a los homosexuales, pero no son tales personas aquellas a las que principalmente se aplica el término. Según el uso corriente, homófobo es cualquiera que ponga reparos a los objetivos del movimiento gay. Son homófobos quienes votan contra la promulgación de leyes sobre derechos de los gays y quienes se oponen al reconocimiento -legal o moral- de los matrimonios homosexuales.

Lo cual es realmente llamativo. Hasta hace muy poco, la oposición a la homosexualidad ha sido la norma social prácticamente universal. En el curso de una sola generación, la norma se ha vuelto del revés. Lo necesitado de defensa o explicación no es la conducta homosexual, sino las objeciones a ella. La oposición a la homosexualidad se ha convertido en una categoría moral sospechosa: de ahí la ahora automática inclusión de «homofobia» en el mismo grupo que el racismo y el sexismo (término, este último, de tan elástico uso que ya no significa nada).

Desde ese punto de vista, no hay ninguna diferencia relevante entre la postura, por una parte, de los filósofos, psicólogos y teólogos que consideran la conducta homosexual como un desorden objetivo, y, por otra, la actitud de las bandas de skinheads a la busca de gays a quienes injuriar. Una y otra cosa son fanatismo y prejuicios -aunque en distintos grados de sofisticación-, de donde se sigue que una persona decente no tendrá nada que ver con una ni con otra.

(…) Los homosexuales tienen derecho a que los demás los tratemos con respeto, como a seres humanos y ciudadanos que son. No tienen derecho a pedir que renunciemos a nuestras convicciones éticas fundamentales a fin de que ellos se sientan a gusto con su conducta sexual.

El diálogo moral (…) se ha corrompido hasta quedar irreconocible. Las personas enseñadas a considerar el término «racista» como un punzante calificativo moral -y para quienes «homófobo» no significaba nada en absoluto (según el diccionario, se empezó a usar en 1969)- se ven metidas en un mundo de galimatías éticos donde las palabras significan lo que deciden que signifiquen quienes las arrojan contra los adversarios ideológicos. (…)

Cuando las palabras ya no tienen sentido coherente, también pierden el poder de ofender. Así ha ocurrido con «racismo», «sexismo» y «homofobia». Calificativos que tendrían que causar horror se desprecian con un simple encogimiento de hombros: si soy racista sólo por pensar que la discriminación positiva no es buena idea, pues muy bien.

Puedes estar seguro de encontrarte metido en una guerra cultural cuando la distancia moral que te separa del otro bando es tan grande, que tu adversario ha perdido la capacidad de insultarte.

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