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¿Guerra o no guerra? Esa no es la cuestión

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Ante el clamor popular contra el ataque a Irak, algunos comentaristas han señalado que la cuestión no se reduce a una simple disyuntiva entre guerra y paz.

El filósofo norteamericano Michael Walzer, autor de Guerras justas e injustas (ver servicio 76/02), dice que hay dos maneras de oponerse a la posible guerra: una simple y mala; otra buena, pero complicada (Le Monde, 30-I-2003). «La tiranía y la brutalidad del régimen iraquí son bien conocidas, y no se puede dejarlas pasar en silencio». Por eso, «nadie debería quedarse tranquilo ante la perspectiva de que Irak tenga armas nucleares», pues no es evidente que se pueda evitar que las use mediante la disuasión.

Así, «la manera justa de oponerse a la guerra es afirmar la eficacia del actual sistema de control y verificación, así como la posibilidad de mejorarlo. Lo cual significa que se reconozcan la atrocidad del régimen iraquí y la amenaza que representa, y que haya un esfuerzo para anular la amenaza por medio de medidas coercitivas que rocen la guerra sin llegar a ella».

Las medidas coercitivas son tres, dice Walzer. Primera, debe continuar el embargo, aunque probablemente suavizado, para limitar los sufrimientos de la población iraquí. El embargo es necesario para evitar que Sadam disponga de recursos para armarse. Segunda medida: las zonas de exclusión aérea, para proteger de Sadam a kurdos y chiítas, y tener controlada la actividad militar iraquí.

La tercera medida consiste en las inspecciones de la ONU, que «deberán mantenerse indefinidamente». Con independencia de que los inspectores encuentren armamento prohibido o no, de que lo destruyan o no, «su sola presencia constituye un obstáculo al despliegue de tales armas. Mientras los inspectores circulen libremente y sin contemplaciones por todo el país, según su propio calendario, Irak estará desarmado de hecho. Pero el régimen de inspecciones acabará por venirse abajo, como se vino abajo en los años noventa, si no hay determinación patente de recurrir a la fuerza para imponerlo». Esto implica, sostiene Walzer, mantener tropas en las proximidades de Irak: de otro modo, la amenaza no será creíble.

«Defender el embargo, los vuelos de aviones norteamericanos para controlar el espacio aéreo, y las inspecciones dispuestas por la ONU: tal es la manera justa de oponerse al estallido de la guerra, y de evitarlo». Ahora bien, esta tesis, añade Walzer, admite una réplica: se acabaría antes con un ataque que desalojara a Sadam. «Una guerra corta, un nuevo régimen, Irak desmilitarizado, alimentos y medicinas suministrados en abundancia a los iraquíes: ¿no sería esto mejor que un dispositivo permanente de coerción y control? Quizás. Pero ¿quién puede garantizar que la guerra sería corta?». Por eso, hay que usar las otras posibilidades que aún quedan, y «este es el mejor argumento contra la guerra».

Pero ese argumento no aparece en las pancartas. Si de verdad se quiere evitar la intervención militar, las manifestaciones no deberían quedarse en «una campaña anti-guerra». «Debería haber una manifestación en favor de un dispositivo internacional fuerte, organizado y previsto para vencer las agresiones, detener las matanzas y la limpieza étnica, controlar las armas de destrucción masiva, y garantizar la seguridad física a todos los pueblos de la Tierra. Pero un dispositivo internacional debe ser obra de muchos Estados distintos, no de uno solo, (…) que estén dispuestos a asumir responsabilidades para el éxito del dispositivo». En el caso de Irak, la ironía es que «el régimen de inspecciones de la ONU no está en funcionamiento sino a causa de lo que muchos americanos de izquierda y muchos europeos han calificado de belicismo americano».

Escoger el mal menor

También el escritor británico Ian McEwan cree que la oposición a la guerra no puede ser simplista (The Daily Telegraph, 10-II-2003). Por una parte, dice, el régimen iraquí es una amenaza, y los testimonios de las víctimas han «atenuado, o complicado, mis recelos a la acción militar». Por otra, ve que el ataque probablemente tendría consecuencias graves en la región y aun en todo el mundo islámico: así, «es razonable suponer (…) que no es el mejor momento para hacer la guerra a una nación árabe». En fin, McEwan define su postura como «ambivalente»: algo hay que hacer, pero resulta muy difícil decidir qué.

En todo caso, añade, «no puedo decir que me hayan impresionado mucho los argumentos del movimiento antibelicista en el Reino Unido. Los movimientos pacifistas son por naturaleza incapaces de escoger un mal menor, y es al menos imaginable que invadir Irak ahora salvaría más vidas y evitaría más sufrimiento que no hacer nada. Es necesario enfrentarse a esta posibilidad, y considerarla detenidamente».

«Otro argumento sin sentido que sigo oyendo es que resulta incoherente atacar a Irak porque no vamos a atacar también a Corea del Norte, Arabia Saudí y China. A lo que respondo: mejor tener tres dictadores que cuatro. (…) Que Estados Unidos ha mantenido antes buenas relaciones con dictadores, que apoyó cínicamente a Sadam Husein en la guerra contra Irán y que hay enormes reservas de petróleo en la región no nos ayuda a decidir qué debemos hacer concretamente con el presidente iraquí ahora. El movimiento pacifista tiene que presentar propuestas concretas para contenerlo si no se le desarma por la fuerza».

«Tampoco hace avanzar la causa de la paz olvidar que, incluso en este último momento, Sadam tiene la oportunidad y la responsabilidad de evitar la guerra. Los integrantes del campo pacifista que piden la retirada de todas las fuerzas militares de la región olvidan que los kurdos serían víctimas de otro genocidio de no contar con la protección que les brinda la zona de exclusión aérea. El movimiento pacifista no tiene el monopolio de los argumentos humanitarios».

Pero, si el problema es escoger el mal menor, también los partidarios del ataque han de afrontar una cuestión ineludible: «¿Cuántos civiles iraquíes debemos estar dispuestos a matar para librarnos de Sadam?». Finalmente, tienen que convencer de que el ataque es legítimo. «El mejor argumento para justificar una invasión preventiva sería una prueba de la existencia de un programa nuclear reciente. De momento, no se ha descubierto nada. Optar por la guerra significa elegir un futuro aterrador y desconocido. La contención mediante inspecciones indefinidas tal vez sea la opción más gris, pero es la más segura».

Contención antes que guerra

Jean-Marie Colombani, director de Le Monde, concede menos crédito a los argumentos norteamericanos. A la vez, cree que el campo contrario no ofrece salidas convincentes (Le Monde, 6-II-2003).

El derrocamiento de los talibán por dar refugio a Al-Qaeda, responsable de los ataques terroristas del 11 de septiembre, contó con la aprobación general, recuerda Colombani. Pero ahora, el presidente Bush, «al querer hacer la guerra en Irak, la emprende con un régimen que, por detestable y condenable que sea, no está implicado -salvo que se pruebe lo contrario- en el terrorismo internacional». Estados Unidos aduce que «la sola virtualidad del peligro iraquí impone actuar preventivamente»: tal es la lección del 11 de septiembre.

Sin embargo, «la opinión pública pide ‘pruebas’. Exige que se demuestre la peligrosidad ‘masiva’ de las armas de Irak; reclama la intervención experta de la ONU; quiere que antes de hacer la guerra se establezca el casus belli. A falta de todo eso, tendrá fundamento para preguntarse por las verdaderas razones de la guerra de George Bush».

«Está en juego la manera en que la ‘nueva América’ pretende dirigir el mundo. Con una consigna: procurar que los Estados Unidos no puedan ser amenazados, ni siquiera desafiados. (…) Esta política rompe con la tradicional busca de la contención y la práctica de la disuasión que ha dominado, victoriosamente sin embargo, el pasado medio siglo; rompe también con la doctrina Clinton, que era mucho más del gusto de los europeos en cuanto que, para el presidente demócrata, la condición de ‘hiperpotencia’ imponía obligaciones a Estados Unidos, mientras que a los ojos del republicano Bush, le confiere derechos».

Colombani menciona algunas consecuencias graves que tendría aplicar la nueva doctrina norteamericana y concluye: «En estas condiciones, sería mejor dar más tiempo y dar todas las oportunidades a los inspectores de la ONU». Pero esto «no significa que se tenga o se deba excluir la guerra a priori». El régimen de Bagdad es una amenaza, y la situación actual deja a los iraquíes a merced de la arbitrariedad y la opresión. «En otros términos, no podemos quedarnos encerrados en el dilema ‘guerra/no guerra’. Y, para eso, hace falta ser capaz de ir más allá de una simple reacción negativa a la actitud americana. (…) ¿Qué doctrina estratégica propondrían los europeos frente a la de la guerra preventiva deseada por Estados Unidos? ¿Cuándo se han reunido nuestros jefes de Estado y de gobierno para examinar la cuestión?».

¿Justicia o estrategia geopolítica?

La doctrina del mal menor no decide por sí sola si la guerra contra Irak sería justa, cuestión que aborda William Pfaff (International Herald Tribune, 9-II-2003). Después de recordar los principios sobre la guerra justa (grave causa, último recurso, lograr mayores bienes que males, recta intención en quien emprende la guerra), Pfaff señala que «la gente se estremece instintivamente ante la perspectiva de que los Estados Unidos de América, con sus 280 millones de habitantes y el mayor poder económico y militar del planeta, emprenda una guerra de alta tecnología contra una nación de 23 millones de personas, debilitada por doce años de sanciones impuestas por la ONU. La gente siente esto, a la vez que reconoce como repugnantemente despótico el régimen iraquí, que desafía a la comunidad internacional».

Según el columnista, el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, en su comparecencia ante el Consejo de Seguridad (5 de febrero), «contribuyó mucho a reforzar la tesis de que el régimen de Bagdad es malvado y artero… cosa que casi nadie negaba. Lo que no logró fue aportar pruebas concluyentes de que Irak sea una activa amenaza para la comunidad internacional, o que al menos lo sea para Estados Unidos».

«El verdadero problema norteamericano deriva de la cuestión moral de la proporcionalidad. ¿Es un ataque a Irak un acto de justicia, esto es, un acto desinteresado encaminado a proteger la seguridad regional e internacional? En la medida en que personas cercanas a la administración Bush enmarcan el cambio de régimen en Irak en una estrategia geopolítica que mira primero a los intereses nacionales de Estados Unidos e Israel en la zona, los otros miembros del Consejo de Seguridad, al igual que la opinión internacional, se resisten a ver el asunto como Washington quisiera».

La posición del Papa

Juan Pablo II ha hecho reiterados llamamientos a evitar la guerra; pero esto no significa que esté a favor de evitarla a cualquier precio, explica el catedrático de la Universidad Complutense (Madrid) Rafael Navarro-Valls (El Mundo, 28-II-2003). «El Papa está en contra de la guerra, desde luego. Pero la postura del Pontífice no es una posición radicalmente pacifista (…), es decir, la de quien considera que el valor supremo es la paz y, por tanto, para alcanzarla estaría abierto a hacer concesiones ilegítimas o injustas. Para Juan Pablo II, ‘la guerra nunca es una simple fatalidad’, y no lo es ‘cuando el Derecho internacional, el diálogo real, la solidaridad entre los Estados’ enmarcan el hábitat natural de solución de las contiendas».

«En esta referencia al Derecho internacional subyace el hecho de que no hay que esperar hasta el voto de Naciones Unidas o a una nueva resolución que marque los límites del conflicto para que Sadam Husein actúe en la dirección que le está pidiendo la comunidad internacional». El mismo Derecho internacional obliga a Bagdad a eliminar las armas de destrucción masiva y cumplir con las demás resoluciones adoptadas por la ONU desde 1991.

«Pero, en la visión de Juan Pablo II, si el Derecho internacional marca los cauces de actuación jurídica, la responsabilidad marca los linderos morales del problema. No son Estados Unidos, la OTAN o Irak los únicos responsables de la guerra. Es responsabilidad de todos evitarla. Lo que quiere decir que Estados Unidos será, obviamente, responsable de la guerra si la inicia sin el respaldo internacional. Pero Sadam Husein deberá cargar con gran parte de la culpa». Por eso, añade el catedrático, el Card. Roger Etchegaray en su visita a Bagdad y el propio Pontífice en su entrevista con el vicepresidente iraquí subrayaron que Irak debía cooperar con la ONU.

Para que se comprenda mejor la visión del Papa, Navarro-Valls aporta una observación. «Cuando hace unos años se debatía sobre la pena de muerte, el Pontífice la excluyó de la reserva de penas expiatorias, sin entrar demasiado en la cuestión de ‘legítima defensa’, como base movible de su justificación. También ahora -aunque sin eludir el problema-, Juan Pablo II no argumenta en los términos tradicionales de ‘guerra justa’. Más bien se fija en las masas iraquíes extenuadas por más de doce años de embargo. De ahí su insistencia en que ‘la guerra nunca es un medio como cualquier otro, al que se puede recurrir para solventar disputas entre naciones’». También el Derecho internacional y la Carta de la ONU, concluye el comentarista, afirman que la guerra es un recurso extremo.

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