África: la deriva de un continente

publicado
DURACIÓN LECTURA: 13min.

Cuando multipartidismo no equivale a democracia
Desde el final de la guerra fría, África dejó de ser el teatro de la confrontación Este-Oeste. Pero esto no ha bastado para que el continente progrese en la senda del desarrollo político y económico. En la mayoría de los 47 Estados del África subsahariana se han celebrado elecciones multipartidistas. Esto no deja de ser un avance, si tenemos en cuenta que en 1989 solamente cuatro de esos Estados no estaban gobernados por sistemas de partido único. Pero hay focos de conflictividad endémica como Ruanda, Burundi, Somalia, Liberia, Sudán, Angola… Hoy más que nunca se habla en África de democracia, pero se suele olvidar que la libertad y el pluralismo en las sociedades es algo más que una diversidad de opciones electorales.

Atrás queda la época de los padres de las independencias africanas y su retórica del Estado- nación, por lo general basada en el modelo centralista hijo de la Revolución Francesa. Asimismo han entrado en crisis los modelos socialistas que en su día alimentaron Moscú, Pekín y La Habana.

El ocaso del socialismo africano

Allá por los años sesenta, buena parte de los jefes de Estado del continente -Nkrumah en Ghana, Nyerere en Tanzania, Kaunda en Zambia o Seku Turé en Guinea…- eran presentados como originales impulsores de un socialismo africano, especie de tercera vía entre el Este y el Oeste. Y otro tanto se podría decir de dirigentes revolucionarios de los años setenta como Mengistu de Etiopía, Neto de Angola, Machel de Mozambique o Siad Barre de Somalia. Todos tenían en común su imagen de «progresistas», a diferencia de gobernantes «reaccionarios», es decir, aliados de los occidentales, como Mobutu de Zaire o Houphouët-Boigny de Costa de Marfil.

Así, y durante treinta años, África fue otro de los escenarios del conflicto Este-Oeste, y en él los peones del bando cubano-soviético avanzaban en gran parte del tablero. Sin embargo, los históricos acontecimientos de 1989 en Europa dieron un vuelco a la situación sacando a la luz las verdaderas raíces de los problemas africanos.

Privados de la ayuda soviética, algunos regímenes africanos -como el de Etiopía- fueron derribados por la fuerza de las armas, y otros -Angola, Mozambique- tuvieron que reconvertirse haciendo al cabo del tiempo la paz con sus adversarios e invitándoles a entrar en el proceso político. Se había hablado hasta la saciedad de un neocolonialismo cultural opresor de las peculiaridades africanas, pero lo cierto es que el punto de referencia para no pocos líderes del África independiente era el marxismo, una ideología importada.

De ahí que los gobernantes de países como Etiopía, Angola o Mozambique, presos en la rigidez de los dogmas marxista-leninistas, no supieran acomodar sus revoluciones socialistas a las realidades étnicas y culturales de sus respectivos países. Así, por ejemplo, el presidente etíope Mengistu combatió con mayor rigor que el propio Negus Haile Selassie la rebelión de Eritrea y de las diversas etnias del antiguo imperio etíope. Hoy, tras la caída del régimen de Mengistu en 1991, Eritrea es un Estado independiente gobernado por Isais Afawerki, un ex guerrillero que abandonó la retórica marxista para propugnar la privatización y la afluencia del capital extranjero.

Militares en crisis

La historia del África independiente ha sido la expresión de una legitimidad del poder basada en los fusiles. Era frecuente que los militares impusieran como jefe de Estado a un militar, y si éste perdía su confianza terminaba por ser sustituido por otro, como ha podido verse en Nigeria o Sudán. Pero del mismo modo que los militares de la ex Unión Soviética vieron caer estrepitosamente su prestigio social y sus privilegios tras la guerra fría, a los africanos les ha sucedido otro tanto en la década de los noventa.

El fin del enfrentamiento entre las superpotencias puso aún más de relieve las carencias de unos países africanos cada vez más alejados del desarrollo y que no tuvieron otro remedio que reducir sus gastos, en particular los de defensa. De ahí que a partir de 1993 se sucedieran los brotes de protestas militares en países como Zaire, la República Centroafricana y Guinea-Conakry. El motivo de estas revueltas -a las que se sumaron a menudo funcionarios- no era tomar el poder, sino simplemente protestar por la reducción o la falta de pago de los salarios. Las revueltas desembocaron en actos de pillaje como en el Zaire, y en otras ocasiones, como en la República Centroafricana, tuvieron que intervenir una vez más las tropas francesas para apuntalar un poder extremadamente frágil. Pese a todo, no se han extinguido en África los golpes militares, aunque éstos sean ahora condenados unánimemente por la Organización para la Unidad africana, como lo fue el de Burundi en julio de 1996.

Multipartidismo y democracia

La palabra de moda en África es democracia. Sólo en 1996 se han celebrado elecciones multipartidistas en 18 países del África subsahariana. Sin embargo, se advierte cada vez más claramente que el multipartidismo no es la panacea. De hecho, los liberales europeos del siglo XIX no podrían afirmar en el África de nuestros días que el sufragio universal es la democracia misma. No puede serlo si el poder intimida a la oposición y la neutraliza tras elaborar leyes electorales a su medida. Así pues, aunque exista una oposición legalizada, todavía un partido gobernante puede llegar a obtener el 99% de los votos, como ocurrió en las recientes elecciones en Guinea Ecuatorial.

Es cierto que en África ya no abundan los presidentes vitalicios ni los plebiscitos. Pero los gobernantes no han desaprovechado la oportunidad de la ola democratizadora para tratar de perpetuarse en el poder. De este modo han conseguido «legitimar» su poder Omar Bongo en Gabón, Jerry Rawlings en Ghana, Blaise Campaoré en Burkina Faso, Omar Bashir en Sudán o Idriss Deby en Chad, integrantes de una lista necesariamente incompleta. Sin embargo, otros presidentes que se vieron forzados a celebrar elecciones como Didier Ratsiraka de Madagascar, Kenneth Kaunda de Zambia o Hastings Banda de Malawi, fueron derrotados en las urnas.

No obstante, hay líderes como Daniel Arap Moi, presidente de Kenia, que insisten en que el multipartidismo no es lo más adecuado para África porque exacerba los conflictos tribales. Mucho más pragmático, en cambio, es el presidente ugandés Yoweri Musseveni, que no ha prohibido los partidos pero que en las elecciones sólo ha autorizado candidatos a título individual.

Tribalismo y violencia

Así pues, a África le queda mucho camino por delante para conocer una auténtica democracia. Esta es mucho más que elecciones libres, y la tragedia de las incipientes democracias africanas es que en ellas apenas hay sitio para quien pierde en las urnas. Todo el poder -y con él, los empleos públicos- es para el ganador. Resulta por tanto arriesgado ejercer la oposición cuando están amordazados los contrapoderes del parlamento, la justicia y la prensa. Y tampoco la multiplicidad de partidos es garantía de nada, desde el momento en que el voto africano está más condicionado por lazos familiares, tribales o lingüísticos que por afinidades ideológicas.

Siempre se ha reprochado a las potencias colonizadoras haber trazado un mapa de África sin tener en cuenta las peculiaridades étnicas de las poblaciones. Pero también cabe hacer un reproche semejante a muchos gobernantes africanos partidarios de un nacionalismo centralista que siempre se tradujo en exclusiones sociales, religiosas, étnicas y económicas. De ahí que en cuarenta años de independencia, África haya conocido 35 conflictos armados con un balance de 10 millones de muertos y 20 millones de refugiados y desplazados. Algunos sistemas de partido único como el de Houphouët-Boigny en Costa de Marfil tuvieron la habilidad de asegurar la representatividad étnica en las instituciones. Pero esto no ha evitado el choque frontal entre hutus y tutsis en Ruanda y Burundi, con el exterminio de 800.000 miembros de la minoría tutsi en Ruanda en 1994.

Habría que preguntarse por qué en algunos países del África actual (Liberia, Sudán, Ruanda, Somalia…) se ha vivido y se vive en un clima de violencia que no han podido frenar creencias e ideologías.

Hasta tal punto, que la comunidad internacional parece resignarse a la situación de África. De bochornosa puede calificarse la retirada de Somalia de los cascos azules en marzo de 1995, tras el fracaso de la intervención norteamericana de 1992. De Ruanda salieron también 12.000 cascos azules. Y tampoco ha sido muy afortunado el papel de Estados Unidos en Liberia, país vinculado históricamente a Washington tras su fundación por antiguos esclavos en 1847, pues se ha limitado a evacuar a sus nacionales.

Por su parte, Francia sigue incluyendo a sus ex colonias africanas entre sus preferencias estratégicas, y en estos momentos tiene 8.700 hombres estacionados en ocho países del continente. Sin embargo, París ha apostado por un ejército profesional y la moneda única europea. De ahí que a medio plazo habrá que preguntarse por el futuro del franco de la Comunidad Financiera Africana (CFA) o por la viabilidad de una fuerza armada interafricana, financiada y entrenada por Francia, y en la que podrían participar países como la República Centroafricana, Costa de Marfil, Gabón y Senegal.

¿En vías de desarrollo?

Los indicadores económicos revelan otros aspectos de la crisis africana. En el panorama mundial, África es una isla preindustrial en medio de un mundo de rasgos postindustriales cada vez más acusados. Se ha quedado prácticamente estancada en el sector primario, en la agricultura y la minería, en un momento en que los mercados de estos productos se reducen a escala planetaria. Así, el conjunto de las actuales exportaciones africanas se ha reducido en más de la mitad de su valor respecto al de 1980. Además, en estos momentos África recibe tan sólo un 3% de la inversión directa extranjera en países en vías de desarrollo, en abierto contraste con el 59% que va al Asia Oriental y el Pacífico.

Las innovaciones tecnológicas contribuyen a agrandar este foso, como lo demuestra el que la caída del precio del cobre esté relacionada con su sustitución por la fibra óptica en los sistemas de comunicación. En no pocas ocasiones los gobiernos han tenido que recurrir a la solución coyuntural del endeudamiento. Pero ahora -y coincidiendo con los procesos de democratización-, esta política ha entrado en crisis, pues el FMI impone condiciones drásticas para conceder sus préstamos: estabilidad monetaria, devaluación de monedas sobrevaloradas, reducción de la burocracia, privatizaciones… En una palabra, todo está en función de la reducción de los presupuestos estatales. Se crea así un terreno abonado para las tensiones sociales y las revueltas callejeras.

Tras la fachada

La democracia no puede tener una base estable sin ir acompañada del desarrollo. En el Asia del Pacífico se ha visto cómo el desarrollo económico ha contribuido a traer la democracia. Pero la respuesta a los problemas africanos no consiste tan sólo en regímenes multipartidistas y sistemas de libre mercado. Eso es quedarse en la fachada de un edificio ruinoso por dentro.

La respuesta habría de venir, como en el caso de los citados países asiáticos, en primer lugar de la educación, pero también de la sanidad y las infraestructuras. Concretamente, los gastos en educación siempre se han descuidado cuando el poder de un Estado sólo se mide en fuerza militar, pero también se resienten en tiempos de restricciones presupuestarias. Asimismo, los 5 millones de refugiados procedentes de las guerras civiles que ensangrientan África pesan de cara al futuro. Y no es menos preocupante que un tercio de los graduados universitarios africanos hayan abandonado sus países.

Una vez más se hace patente la certeza de aquella afirmación de Pablo VI en los años sesenta: «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz». La década de los noventa se abrió en África con grandes expectativas -y ahí sigue estando, por ejemplo, la esperanza aún viva de la nueva Sudáfrica-. Pero la ausencia de opresión política no lleva automáticamente a la libertad.

Antonio R. RubioPara que la ayuda fomente el desarrolloJeffrey Sachs, director del Harvard Institute for International Development, defendía en un artículo publicado en The Economist (29-VI-96) que África no está condenada al subdesarrollo. Para crecer necesita aplicar los remedios que ya han tenido éxito en otras regiones, particularmente en Asia del Este. Dentro de esta estrategia de crecimiento, la ayuda exterior tiene un papel, aunque debe basarse en nuevos principios.

La ayuda exterior no ha sido muy determinante en África. A veces ha sido irrelevante y otras ha servido para aplazar las reformas. La ayuda sirve sólo cuando es por un tiempo limitado (así no se transforma en una droga) y cuando es parte de una estrategia global de crecimiento basada en una economía de mercado. Ambas condiciones han faltado: la ayuda exterior se ha convertido en un medio de vida para muchos países, y los planes del FMI y del Banco Mundial apenas han constituido una estrategia de crecimiento.

Antes de que el cinismo y el cansancio minen el apoyo público a la ayuda al desarrollo, es preciso replantearla con principios que puedan funcionar. En primer lugar, la ayuda debe ser mucho más selectiva. Debería ir sólo a aquellos países que adoptaran medidas enérgicas para promover un crecimiento basado en la economía de mercado y dirigido hacia la exportación. En segundo lugar, la ayuda debería tener una duración limitada. Puede ser un apoyo para que los gobiernos reformistas cubran sus necesidades durante el periodo inicial de la reforma; pero no puede convertirse en un sustitutivo de las exportaciones o del crecimiento a largo plazo. No se ve por qué el apoyo para solventar problemas de balanza de pagos debería extenderse más allá de un decenio, y muchos programas de ayuda deberían durar menos. Fijar de antemano una escala descendente en la cuantía de la ayuda -generosa al comienzo, para declinar después- contribuiría mucho a que los dirigentes africanos pensaran en lo que hacen. Parte de la ayuda debería ser en forma de anulación de la deuda. Un nuevo comienzo requiere borrón y cuenta nueva. Al igual que otras formas de ayuda, la condonación de la deuda debería ser progresiva y condicionada a reformas fundamentales.

Los países más ricos harían bien en reorientar una parte significativa de la ayuda hacia proyectos regionales de asistencia, para financiar bienes públicos que no dependan de un solo país. Por ejemplo, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio deberían prestar particular atención a los países sin salida al mar para ayudarles a tener un acceso a los puertos de forma segura y eficiente. Los países donantes deberían alentar ese bien público tan decisivo como es la paz, prestando un mayor apoyo financiero a las operaciones de mantenimiento de la paz. Finalmente, podría apoyarse a escala regional la ciencia y la tecnología (especialmente en la sanidad y en la investigación agrícola).

El apoyo más importante de los países ricos sería también el más barato. América, Europa y Japón deberían garantizar el libre acceso a sus mercados de las exportaciones africanas y comprometerse a volver a integrar a África en la economía mundial. Este compromiso haría que ambas partes fueran conscientes de que ha terminado el largo periodo de marginación económica, e impulsaría a las naciones africanas y a Occidente a superar los obstáculos para llegar a nueva era de crecimiento rápido en África.

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.