Fútbol en el estadio global

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Contrapunto

¿Es posible que hombres de distintas culturas y etnias acepten las mismas reglas, acaten la misma autoridad, luchen por el mismo objetivo y vibren con las mismas acciones? Sí. Está ocurriendo estos días en Francia y se llama Campeonato Mundial de Fútbol. En esta época de particularismos étnicos, de retorno a los orígenes, de reivindicación de la propia cultura, pueblos de todo el mundo descubren que hunden sus raíces en el césped del estadio y gritan ¡gol! en una sola lengua sin que nadie se lo imponga.

De entrada, puede parecer que una competición que pone el prestigio de los países en las botas de sus jugadores contribuye a exaltar los nacionalismos. Pero más significativo es el universalismo que supone el apasionamiento común de gentes tan diversas por el mismo deporte.

Una vez más, algo inventado en el Viejo Continente extiende sus dominios a todo el mundo. Quizá nuestros descendientes tendrán que darse golpes de pecho y pedir perdón por este avasallamiento de los juegos autóctonos de otros pueblos, que pone en riesgo la biodiversidad deportiva. Tal vez Greenpeace debería dar la voz de alarma y plantear si la proliferación de campos de fútbol es compatible con un desarrollo sostenible. Pero, hoy por hoy, la Tierra gira alrededor de un balón.

El Mundial de fútbol, con sus 32 equipos, acoge más que nunca a representantes de África y Europa, de Asia y América, en un elocuente universalismo. No es fácil encontrar un fenómeno tan global. En este año, 50 aniversario de la Declaración de los derechos humanos, todavía se discute si estos derechos son valores universales o si hay que adaptarlos a las peculiaridades de cada cultura. En cambio, el fútbol se ha convertido en un punto de referencia universal, por encima de las barreras culturales. Y aunque la Declaración de 1948 no lo preveía, más de un país ha legislado que entre los derechos humanos de los telespectadores se encuentra el ver los grandes eventos futbolísticos en abierto, sin que las televisiones impongan odiosas discriminaciones en función del pago.

Se dice que el fútbol se ha convertido en una religión secularizada, en la que los hombres buscan comunión y consuelo (nuevo opio del pueblo, dirían los aguafiestas). Pero si es así, tropieza con menos sospechas que otros fenómenos religiosos. Si se trata de misiones, nos planteamos si es posible y conveniente llevar la fe cristiana a pueblos de otras crencias religiosas; en cambio, un juego inventado en Europa parece llenar las expectativas lúdicas de hombres de muy distintas mentalidades. Algunos pueden identificar el cristianismo con la religión del colonizador, pero aceptan sin rechistar su deporte.

En materia de moral, se discute la existencia de una moral natural válida para hombres y mujeres de todas las culturas, pero el fútbol se practica en todos los sitios conforme a las mismas reglas y ritos. La FIFA, Roma del balón, no tolera particularismos y excepciones.

El fútbol se revela incluso más abierto que algunas Iglesias a la hora de elegir a sus líderes. Hoy casi parece insólito que se designe a un obispo que no sea del país o incluso de la región. Sin embargo, en el fútbol no hay reparo en confiar la dirección del equipo a un entrenador extranjero, aunque necesite intérprete.

Futbolistas sin fronteras

El balón está atravesando incluso la barrera más resistente: la del género. Hasta hace poco las mujeres contemplaban el apasionamiento masculino por el fútbol con la displicencia irónica propia de su sexo frente a las manías de esos niños grandes que son los hombres. Incluso cabía esperar que una nueva Lisístrata encabezara un movimiento que pusiera a los hombres contra las cuerdas para apartarlos de la guerra del fútbol, que consume sus mejores energías en las gradas o frente al televisor. Pero han dado por perdida la partida, quizá temiendo descubrir que antes de la abstinencia de balón sus hombres pasarían por cualquier otra, y han decidido subirse a las gradas a gritar con ellos. Y ahora que tantas Carmen, Paola o Alice ocupan sus puestos en el estadio, sin necesidad de cuotas ni discriminación positiva, la suerte está echada. Sólo cabe esperar que cada pareja sea del mismo equipo para que no aumente la inestabilidad familiar.

En este espectáculo convertido en mito salvador confluyen extrañamente la globalización y el nacionalismo exacerbado. La lealtad visceral de los seguidores a su equipo lo convierte en el símbolo de su identidad social, y del antagonismo entre su ciudad y la rival: Madrid contra Barcelona, Milán contra Roma. Pero, en esta Europa de futbolistas sin fronteras, el genio propio del equipo está cada vez más encarnado en jugadores venidos de fuera, de Sudamérica a los Balcanes, «hijos adoptivos» del club que más paga. El Real Madrid vencedor de la Copa de Europa no tuvo sobre el campo en la final más de cuatro españoles; y en el Barcelona, símbolo del catalanismo deportivo, los catalanes son una pequeña minoría en el equipo. Y, en los dos casos, a cargo de entrenadores extranjeros. Pero da igual, la camiseta hace «de casa» al jugador, hasta que otro pague su cláusula de rescisión.

Quizá sea éste uno de los beneficios de la globalización futbolística: perder el miedo al extranjero. Si la Unión Europea intenta blindar sus fronteras ante la inmigración africana, tiene las puertas abiertas para reforzar sus equipos de fútbol con nigerianos, cameruneses o argelinos. Pues los prejuicios ancestrales desaparecen cuando vemos que jugadores de otro color de piel o peinado «afro» hacen maravillas con el balón y se apasionan por lo mismo que nosotros.

En este «estadio global» en que se ha convertido el mundo, millones de espectadores ponen sus grandes esperanzas y sus grandes miedos en los pies de los jugadores elegidos para la gloria. Nunca tan pocos hicieron triunfar (o llorar) a tantos. ¿Hay algo más democrático?

Ignacio Aréchaga

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