Europa ya no identifica servicio público con monopolio estatal

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Los servicios públicos, en crisis de adaptación
Los servicios públicos atraviesan una crisis de adaptación. La ola privatizadora, las críticas de los usuarios, los cambios tecnológicos y los nuevos aires de apertura a la libre competencia en el mercado único europeo, les obligan a revisar su misión y el modo de cumplirla. Esta sacudida en un sector acostumbrado al cómodo monopolio está favoreciendo la aparición de nuevas fórmulas de explotación, en las que conviven lo público y lo privado.

Los procesos de liberalización del transporte aéreo y de renovación del correo postal que viven estos meses algunos países de la Unión Europea son los más recientes ejemplos de la necesaria puesta al día del servicio público. Entre defensas encendidas y no menos apasionadas críticas, desde hace diez años se desarrolla un debate sobre la necesidad de estos servicios y sus posibles fórmulas de explotación.

El servicio público, tal como se ha concebido históricamente, identificaba a empresas que, a menudo en situación de monopolio, suministraban bienes y servicios esenciales, sujetas a regulación estatal con el fin de que operasen en el interés público. Pero esta concepción ya no se mantiene, dicen los expertos. Sin duda, sigue siendo necesario garantizar el acceso de todos los ciudadanos a los servicios básicos -como el correo, el transporte, la energía, el agua y las comunicaciones-, así como asegurar que estas prestaciones se ofrezcan a un precio asequible, y que contribuyan a la ordenación del territorio. Pero no resulta tan claro que estos servicios deban ser forzosamente gestionados por una empresa de titularidad estatal, dotada de ventajas monopolísticas y con estatuto especial para sus trabajadores, tal como era la regla hasta hace poco tiempo.

La evolución de los servicios públicos hacia nuevas fórmulas, sin descartar incluso la total desaparición de su carácter oficial o protegido, no es un mero resultado del enfrentamiento entre liberales e intervencionistas. El fin de las ventajas de explotación y la desaparición de estos monopolios vienen impulsados más bien por criterios de rentabilidad. El proceso de internacionalización de la economía parece imparable y el mismo avance tecnológico hace obsoletos algunos monopolios. Por ejemplo, ante el desarrollo del cable, del teléfono móvil y de los satélites, ¿qué sentido puede tener un monopolio de las telecomunicaciones?

Se requieren, pues, nuevas fórmulas para satisfacer estas nuevas demandas. También porque los usuarios tienen la impresión de que, a falta de competencia, el servicio público no les sirve muy bien. De modo que los protegidos usuarios se están convirtiendo, en poco tiempo, en preciados clientes, asegura Jean Pierre Jouyet, inspector de Finanzas y jefe de gabinete del anterior presidente de la Comisión Europea.

¿Monopolios? No, gracias

El camino seguido por estos servicios en la Unión Europea puede aportar algunas pistas. El Tratado de Roma admite la necesidad de proteger los servicios de interés general e incluso acepta la fórmula del monopolio si esta garantía no puede ofrecerse de otra manera. Pero el respeto a la libre competencia -otro de los pilares de la UE- ha acabado inclinando la balanza a favor del mercado en muchos países comunitarios. Alemania, Gran Bretaña, Holanda, España… están llevando a cabo un proceso liberalizador, que acaba en la privatización de empresas o abre paso a nuevas fórmulas de explotación.

Aunque hay un amplio consenso para que el acceso a un conjunto de servicios, incluida la sanidad y la educación, siga garantizándose desde los poderes públicos, el comisario europeo de la Competencia, Karel Van Miert, asegura que no tiene por qué haber relación entre servicio público y monopolio. «Cuando no existía el Mercado Único, podíamos cerrar los ojos ante los monopolios. Pero ahora, con el gran mercado en marcha y con unas fronteras cada vez más borrosas en el sector de las telecomunicaciones y en otros muchos, puede decirse que el monopolio está superado» (1).

Van Miert apuesta por la concurrencia pero dentro de lo que llama un «servicio universal», que comporta dos elementos: la empresa competidora debe cubrir el mismo territorio que la que pretende sustituir; y deben mantenerse precios razonables, a través de una compensación de tarifas. «No se trata, -dice- de que el sector privado se reserve las actividades jugosas y deje al sector público todo lo que es necesarariamente deficitario». De hecho, la búsqueda de la rentabilidad no puede hacer olvidar que se trata de asegurar un servicio básico. Por ejemplo, el correo o el teléfono tienen que llegar también a pueblos remotos, donde no son rentables.

El comisario, que -fiel a la letra del Tratado de Roma- está dispuesto a admitir algunos monopolios, defiende que a estas excepciones hay que llegar después de un estudio detallado y profundo sobre las condiciones del sector. De hecho, los argumentos de la empresa Electricidad de Francia sobre la existencia de costosos planes de inversión a largo plazo se han tenido en cuenta y sus prerrogativas se mantienen.

La tendencia de la Comisión Europea también es respetuosa con lo que los economistas denominan «monopolios naturales», es decir, donde resulta antieconómico que exista más de una empresa dedicada a prestar el mismo servicio en esa área. Bajo este paraguas se engloban también las infraestructuras que permiten asegurar un servicio, como son las vías férreas, las autopistas o el trazado eléctrico. Además de que exigen grandes inversiones en la mayoría de los casos, la explotación de estas redes tiene efectos sobre el medio ambiente, que conviene tener controlados.

En todo caso, la permanencia de ciertas prácticas monopolísticas en la UE para los servicios poco rentables, exigirá como contrapartida la transparencia en las cuentas. «La componente social de los servicios permite a los gobiernos autorizar compensaciones cuando se establezcan precios sociales, por ejemplo, en el caso del tren; pero siempre deberá hacerse con transparencia, ya que no se trata de autorizarlo todo con el pretexto de estar llevando a cabo una política social», afirma Van Miert.

Liberalizar sin desregular

La revolución de los servicios públicos llevada a cabo en Gran Bretaña desde la llegada de Margaret Thatcher ha facilitado abundantes experiencias a todos los países. No es lo mismo privatizar una empresa de cualquier sector industrial que un monopolio al que corresponde garantizar unas prestaciones con carácter social y universal. Como se defiende desde Bruselas, «liberalizar no significa desregular», es decir, la explotación privada de los servicios públicos requiere también unas reglas del juego, con el fin de evitar que se produzcan abusos. Así, los británicos han determinado dos sistemas para el control de la explotación de los monopolios privatizados, según se ponga el acento sobre los beneficios o sobre los precios.

La limitación de los precios se establece mediante la fijación de un precio tope o de referencia, para un período de cinco años, con revisiones anuales inferiores al índice de precios al consumo. Como no hay limitación de beneficios, este método es un buen aliciente para reducir costes. Este sistema que se aplica, por ejemplo, en el sector eléctrico, exige una reconocida independencia en el responsable de la regulación, para asegurar que no cede a la tentación de modificar los precios antes de tiempo, bajo las presiones de consumidores o empresarios. En marzo de 1995, Stephen Littlechild, sobre quien recae esta tarea en Gran Bretaña, decidió revisar a la baja el límite de las tarifas cuando sólo habían transcurrido unos meses desde su fijación. Los consumidores se apuntaron un tanto, pero esta aparente falta de independencia ha provocado malestar en la empresa eléctrica, que ya no sabe a qué atenerse y ha tenido que remodelar su política de inversiones a largo plazo.

Nuevos modos de explotación

Otra fórmula para tener bajo control a las empresas de servicios públicos surgidas tras la privatización es la de limitar los beneficios. Este es el sistema que sigue la mayoría de los países, si bien establecer un beneficio máximo desincentiva en cierta manera las innovaciones destinadas a reducir costes. Cuanto más barato se produce, más se gana, pero no todas esas ganancias podrán asumirse. El conflicto se salva con un plan equilibrado. Se reducirán los costes sólo en la medida en que los beneficios lo admitan. Esta fórmula abre algunas puertas a la trampa y sobre todo plantea una cuestión polémica: la persecución del beneficio a toda costa, ¿no podría dar lugar a situaciones injustas?

Mientras se buscan las respuestas, el número de empresas de servicios públicos bajo control administrativo sigue reduciéndose y esta apertura trae consigo, por lo general, un efecto claro: los precios acaban bajando, tal como ha ocurrido en Estados Unidos y Gran Bretaña, y la situación financiera de las empresas privatizadas mejora.

En este proceso, los modos de gestionar los servicios públicos se diversifican. Los británicos, por ejemplo, han dividido la explotación de las infraestructuras de los ferrocarriles en dos grandes bloques -vías y estaciones-, y acaban de cerrar la venta de una flota de más de once mil trenes de pasajeros. Lo privado y lo público coexisten, aunque el gobierno se ha asegurado la intervención sobre los horarios y los precios de los billetes. Los alemanes, en cambio, han distribuido entre tres grandes sociedades anónimas los trenes de largo recorrido, los de cercanías y las vías férreas.

En Holanda, el 52% del capital del servicio de Correos se ha vendido a accionistas privados, en gran parte extranjeros; pero el Estado se reserva el derecho de veto sobre cambios fundamentales en la estructura del servicio. A su vez, el gobierno conservador británico tuvo que abandonar el plan de privatizar el correo, al encontrar fuerte oposición aun en su propio partido. En pocos años no será tan difícil extender estas novedosas fórmulas de propiedad y explotación a servicios públicos y gratuitos tan universales como la educación y la sanidad, donde también se persigue la eficiencia.

En España, la Ley de Ordenación Sanitaria de Cataluña ha dado luz verde a la entrada de entidades privadas en la gestión de ambulatorios públicos. Si bien se exigen unos ciertos requisitos -la mayoría del personal debe ser estatutario o funcionario y con experiencia en atención primaria-, el concierto de estas empresas privadas con el Servicio Catalán de Salud abrirá en breve un camino para la reducción de costes en las partidas que más pesan en los gastos públicos.

La otra cara de la privatización

Pero no todo es un camino de rosas, en el que aumentan los beneficios y el usuario recibe mayor calidad. La privatización ha multiplicado el personal dirigido al control administrativo, en el caso de Gran Bretaña. Así, mientras en Francia -el país más reticente a la liberalización de los servicios públicos- bastan unas decenas de personas en el Ministerio de Industria para controlar el funcionamiento de la empresa eléctrica única, en Gran Bretaña se requieren cerca de seis mil para la regulación de las empresas privadas que trabajan en el sector eléctrico.

La privatización de los servicios públicos también repercute directamente sobre el empleo. En Francia, las reformas anunciadas por el gobierno conservador de Chirac tuvieron una fuerte respuesta de los 5,5 millones de funcionarios que se amparan bajo los distintos ministerios y empresas públicas, con contratos de por vida. El coste, no sólo económico sino también social, de la liberalización de los servicios públicos sigue siendo un fuerte freno.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) advierte en un reciente informe (2) del impacto humano de los procesos de privatización. Según los datos recogidos, si se establecen negociaciones con los sindicatos, puede reducirse con más facilidad el número de despidos, como sucedió, por ejemplo, en Telmex, la compañía mexicana de telecomunicaciones, donde los sindicatos aceptaron mayor flexibilidad en las condiciones de trabajo a cambio de un menor número de despidos.

La OIT también señala el papel que pueden desempeñar los gobiernos para paliar las consecuencias negativas de las privatizaciones, sobre todo en los casos en que las empresas no son rentables. Incentivar la jubilación anticipada, asumir el pago a los despedidos por las compañías privadas o conceder ayudas para buscar un nuevo empleo son algunas de las fórmulas puestas en marcha en Guinea, Ghana o Nepal. En Japón, por ejemplo, los 92.000 trabajadores de la empresa nacional de ferrocarriles fueron transferidos a la compañía liquidadora, con el compromiso de buscarles otro empleo por un período de tres años.

Un servicio a la carta

La diversidad de posturas sobre los servicios públicos ocupará una buena parte de las discusiones que se enmarcan en la reforma de las instituciones de la Unión Europea durante 1996. La pasión por este debate no es una novedad. Desde 1993, los poderes públicos tomaron conciencia de la necesidad de reforzar la noción de este tipo de servicios y los ministros de Transportes propusieron a la Comisión Europea elaborar un proyecto de carta europea de servicios públicos. Desde ese momento, las reuniones se multiplicaron, pero aún no hay acuerdo.

De momento, la Comisión cuenta con el informe elaborado por el Centro Europeo de Empresas con Participación Pública (CEEP), en el que han intervenido 22 miembros de ocho nacionalidades. Una de las conclusiones del CEEP propone modificar el artículo 90 del Tratado de Roma -que reconoce la existencia de servicios de interés económico general, pero sólo como excepción-, para reforzar su valor y precisar su contenido. En la nueva definición se atribuye a los Estados miembros la puesta en marcha de este tipo de servicios en los campos en los que «por razón de eficacia económica, de protección de los consumidores, de cohesión social o de preparación de un desarrollo durable se justifiquen». El CEEP también propone armonizar los sectores en los que se admiten las excepciones a la competencia e involucrar en esta decisión a varias instancias comunitarias.

La carta europea de los servicios de interés económico general preparada por el CEEP enumera los principios básicos y las obligaciones que deben respetar los diversos operadores. También plantea la necesidad de establecer una distinción clara entre los reguladores -a los que corresponde elegir los explotadores del servicio, controlar las tarifas y las subvenciones públicas- y los propios operadores, que pueden ser administraciones públicas o empresas públicas, privadas y mixtas.

M. Ángeles Burguera_________________________(1) Declaraciones a Le Monde (20-XII-94).(2) El trabajo en el mundo. 1995. OIT. Ginebra (1995). 145 págs.

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