¿Es arte todo lo que reluce?

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La confusión en el arte contemporáneo
El feísmo se ha apropiado de algunas manifestaciones del arte actual, que expresan iconoclastia o provocación. Si el mundo solo se ve feo, el arte es feo. O se expresa como dinamita intelectual que pone en evidencia la disgregación, el caos, la ruptura crítica y a veces doliente de la realidad. No todo el arte contemporáneo bebe de la misma fuente, a Dios gracias. Pero es necesario preguntarse si este tipo de manifestaciones no revelan un déficit de sensibilidad, de pobreza de recursos para conmover.

Leo en un túnel de tren de cercanías: «La ausencia de autocrítica genera cretinismo». Una máxima cargada de verdad, a modo de graffiti de la conciencia, válido también para los profesionales del mundo de las artes plásticas. Quizá resuma esta necesaria actitud la afirmación de una de las más grandes coleccionistas del siglo XX, Peggy Guggenheim, quien siempre dijo que era su deber «proteger al arte de su propio tiempo». ¿Por qué esta mujer de sutil instinto para descubrir nuevos virtuosismos en la creación plástica decía «proteger»? ¿Por qué precisamente «de su propio tiempo»?

Una exposición controvertida

La exposición «Sensation: Young British Artists From the Saatchi Collection», inaugurada el pasado 2 de octubre en el Brooklyn Museum de Nueva York, ha vuelto a poner sobre el tapete la polémica agria del arte versus ética, arte versus belleza, arte versus sociedad, arte malo versus convención artística; o, lo que es peor, el debate controvertido sobre los límites del arte y aquello que sea la emoción estética. Lamentablemente se plantean cuestiones como esta de la mano de una muestra de «arte», que genera posiciones extremas.

La exposición contiene piezas como la de Damien Hirst, una vaca seccionada flotando en formol; o el retrato de Mira, de Marcus Harvey, que representa a una institutriz británica que asesinó a varios niños: se realizó con su imagen policial y las manos de niños embardunadas de pintura; o la Madonna negra del británico de origen nigeriano Chris Ofili, pintada con uno de sus recursos expresivos habituales, excrementos de elefante; a lo que le añadió recortes de revistas pornográficas.

Rudolph Giuliani, alcalde de Nueva York, estuvo a punto de prohibir su instalación en un centro que recibe de los fondos municipales más de mil millones de pesetas al año, «porque no hay derecho a contar con ayudas gubernamentales para escarnecer la religión de nadie» (Wall Street Journal, 27-IX-99). Asimismo, Giuliani amenazó con recortar la financiación pública al Museo de Brooklyn y despedir a su consejo directivo, ante lo que se opusieron más de 30 instituciones culturales de la ciudad.

Estas medidas, por otra parte, no afrontan la cuestión estética de gran calado que se plantea. Philippe de Montebello, director del Metropolitan Museum de Nueva York, comenta al respecto que la mayor parte de la polémica ha girado en torno a la política, las finanzas públicas y el derecho constitucional a la libertad de expresión; pero la cuestión crucial es «¿qué pasa con el arte y sus méritos relativos? (…) El arte bueno o malo tiene que ver con los valores y su pertinencia, o con la falta de los mismos. El buen arte eleva el discurso de lo que Sartre llamó ‘el monótono desorden de la vida cotidiana’ y puede plantear, y a menudo lo hace, temas más oportunos». Por contra, comenta: «Escandalizar sólo por escandalizar no hace que un obra de arte sea buena» (El Cultural, 17-23/X/99). Convertir el arte malo en una causa solo por la intimidación de los poderes establecidos del arte -véase críticos, marchantes, artistas- y el temor a ser tildada de farisea se llama, sencillamente, manipulación.

Por su parte, Glen D. Lowry, director del MOMA de Nueva York (Modern Museum of Art), advierte la enconada hostilidad hacia el arte contemporáneo que se ha puesto de manifiesto en torno a esta polémica. No todo el arte contemporáneo es ofensivo, ni repugnante ni indigno de nuestra atención: «¿Qué es lo que nos hace tan intolerantes hacia el arte contemporáneo en nuestra sociedad? ¿Por qué nos apresuramos a condenar aquello que no comprendemos, a descartar lo que nos obliga a enfrentarnos con temas molestos? (…) Muchos de los artistas cuya obra ha sido atacada recientemente merecen nuestro respeto. Su trabajo es serio, meditado y osado, y el tiempo dirá si también duradero. (…) La innovación en las artes tiene lugar al forzar las fronteras de las normas estéticas y sociales, al reconfigurar lo que vemos y sabemos. Manet y Cézanne lo hicieron, al igual que Picasso y Pollock» (El Cultural, 24-30/X/99). Lo peor de este tipo de polémicas es la alineación beligerante de los extremos y la ceguera para el sentido común.

La meta del arte

La emoción estética es gozo, atracción, entusiasmo. En cambio, la mera provocación trae consigo repugnancia: «shock, vómito, confusión, pánico, euforia y ansiedad», como se advierte al posible espectador de la exposición del Museo de Brooklyn.

Oscar Wilde, en el prefacio de El retrato de Dorian Gray, hacía un elogio de la belleza en términos de sublimidad independiente de las modas y convenciones, cautivadora: «El artista es creador de belleza. Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte. El crítico es quien puede traducir de manera diferente o con nuevos materiales su impresión de la belleza. (…) Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza». De lo que deducimos que cuando la «creación» se limita a provocar al espectador, el artista se coloca en primer plano y oculta al arte.

La pregunta sobre si la contemplación del arte -prehistórico o cretense, gótico o contemporáneo- provoca una emoción estética de la misma naturaleza que la lectura de un buen poema, la audición de una rapsodia, o el disfrute de una interpretación conmovedora del Hamlet de Shakespeare se pone sobre el tapete ante el fenómeno de la provocación en algún arte actual.

¿Buscamos belleza o provocación?

En primer lugar, la provocación (iconoclastia, intimidación, activación, pronunciamiento) a la que nos referimos tiene un efecto intelectual más que emocional. Es decir, pone en marcha un mecanismo conceptual, transmite una idea más que generar una experiencia íntima, un placer estético. Según Marc Fumaroli, de la Académie Française, «la iconoclastia que monopoliza abusivamente el arte contemporáneo es un fenómeno cerebral», una «enfermedad» del arte contemporáneo que conduce a manipular todo concepto o dogma existente (Le Figaro, 7-X-99). Es decir, que la belleza a la que se refiere el arte contemporáneo es una «belleza rancia», según Fumaroli, parafraseando a Proust (Écrits sur l’art, Ed. Jerôme Picon, París, 1999). Una suerte de «belleza» de la razón experimentada, crítica, decepcionada, ideológica, negativa, de vuelta.

En segundo lugar, otra de las incógnitas que se plantean es la de si el arte está exento de crítica moral; hasta qué punto la libertad de expresión de un artista no acaba donde empieza la libertad de emoción, o de intelección del espectador. ¿No se estará confundiendo innovación con provocación? ¿Hasta qué punto la libre expresión significa transgresión necesariamente? ¿No es este un camino «facilón» para el arte?

Déficit de sensibilidad

A la puerta del Brooklyn Museum te recibe un pequeño anuncio que dice así: «HEALTH WARNING: el contenido de esta exposición puede provocar shock, vómito, confusión, pánico, euforia y ansiedad. Si padece alta presión sanguínea, algún desajuste nervioso o palpitaciones, debe consultar a su médico antes de ver esta exposición». Reacciones todas ellas que poco o nada tienen que ver con la contemplación o fascinación de la emoción estética. Arnold L. Lehman, director del Museo de Brooklyn, se defiende afirmando que «parte del trabajo del museo consiste en apoyar el derecho de los artistas a expresarse libremente» (Wall Street Journal, 27-IX-99).

Otro ejemplo: en octubre pasado, el Museo de Arte Moderno de París ha expuesto obras de jóvenes artistas que «inventan zonas de activación colectiva» como formas de favorecer un cambio ideológico e incluso la ruptura con el público y las instituciones habituales que alojan obras de arte (Le Monde, 14-X-99).

Pero ¿la emoción estética se activa o es el arte bello el que «activa» por sí solo la seducción en el espectador? ¿No es de la misma belleza de la que se trata? El historiador del arte Gombrich vio en ciertas obras del arte medieval una «estética de lo feo» al servicio de los contenidos religiosos. El feísmo o la provocación de algún arte de hoy ¿tiene contenidos o se agota en el escarnio, en la provocación o en la iconoclastia?

Pero la belleza no es un concepto, ni la obra de arte una idea. Si las obras de arte provocan emoción es porque no son para el sujeto un objeto banal, percuten en el interior, le dominan. Una reciente obra de un artista parisino, La masacre de la sensibilidad, pone el acento en esta cuestión y ha suscitado una importante polémica en Francia. Quizá el dedo se meta en la llaga y esté removiendo la herida de un déficit creciente de sensibilidad -en algún arte de ahora mismo-, de pobreza de recursos para fascinar, para conmover, para emocionar con gozo estético.

Algunos contemplan la pretensión de los ready-made (objetos ya hechos que se firman y se desvinculan de su espacio cotidiano para vincularlos a espacios artísticos) de hacer realidad el anhelo de las vanguardias: llevar el arte a la vida, como la causa que ha descontextualizado y des-significado gran cantidad de obras plásticas. Esto quizá explique algunas extravagantes supremacías de valores intelectuales sobre valores sensibles, que se erigen como tiranías después de 1960, con el advenimiento del «arte conceptual». El pintor Georges Mathieu comenta que «se vive actualmente una vuelta a la estética hegeliana, donde el aspecto formal y subjetivo del arte deviene en una significación que es no-significación; es decir: provocación, barbarie, subversión o desaire. (…) Lo sensible se cambia por el logos que genera una Weltanschauung de pseudoarte, de muerte» (Le Figaro, 7-X-99).

Existe otra razón en el discurso en torno al arte actual que anima a plantear un debate abierto, no solo cuando sobreviene una crisis, sino con regularidad y sobre cimientos fuertes y sólidos. Frente a la calificación de «arte insultante», Glen D. Lowry defiende: «El arte es un lenguaje, un medio de comunicar ideas y creencias profundamente arraigadas; y despreciar lo que no nos gusta porque no lo comprendemos tiene tan poco sentido como ignorar la literatura alemana o japonesa porque no sabemos hablar alemán ni japonés» (El Cultural, 24-30/X/99). Las ideas nuevas también requieren grandes dosis de paciencia y apertura de miras.

Philippe de Montebello define el buen arte como el fruto de una sensibilidad superior a la nuestra, capaz de representar lo concreto o lo universal, de mostrar una cuestión moral como conmovedora, de sorprender al público llevándolo más allá de los límites de las normas convencionales. Y todo ello, con un nivel formal y estético alto; como una llamada universal que trasciende el espacio y el tiempo.

Pero ¿por dónde debería pasar la navaja ockhamiana que separaría arte y no-arte, arte y anti-arte? ¿Es que debe existir un vademécum o un pretencioso «Manual de creación»? La idea de un juicio estético predeterminado, un «arte oficial», es incompatible con una saludable actitud autocrítica con respecto al arte de ahora mismo. Aunque se atribuye a Picasso la frase «arte es lo que el artista dice que es arte», me cuesta creer que Picasso no fuera exigente, despiadado consigo mismo: crecía porque investigaba, creaba porque buscaba la excelencia y cercenaba otros caminos que no le llevaban a ella.

Rehabilitar el placer estético

«El arte ha muerto, ¡que alguien lo resucite!», fue la máxima enarbolada por los dadaístas durante la primera Guerra Mundial; no sería justo exclamar lo mismo ahora. Rompo una lanza en favor del arte vivo de hoy, que busca la belleza; que emociona y aspira a alimentar nuestro gozo estético con mayor o menor contenido intelectual unido al sensible; que se aventura por distintos caminos y lenguajes sin miedo.

Parafraseando a Tomás de Aquino, la belleza del arte siempre nos llegará por los sentidos más cognoscitivos, es decir, la vista y el oído (STh 1-2, q.27, a.1, ad 3). Esto no significa que el arte que habría que resucitar fuese el realismo como algo comprensible por la vista; el gusto estético de alguien concreto nunca está autorizado a pedir a voces «café para todos», y menos en terreno de emociones libres. No parece que la belleza se detenga en categorías cerradas como abstracción, surrealismo, figuración o minimalismo. No parece que le interese demasiado.

La cuestión -en mi opinión- se sitúa más bien en los procesos de creación del objeto artístico: en el hecho de que se rehabilite el placer estético y la búsqueda de la belleza como fin del artista y de sus espectadores, en vez de buscar la provocación, la intimidación o la activación de un mundo que solo se ve feo. La cuestión, de nuevo, es la búsqueda de la belleza. La cuestión es si existen artistas castrados para la belleza, o si puede seguir siendo su meta y su musa. Ese arte bello existe: solo hay que descubrirlo.

María Molina León_________________________María Molina León es presidenta de Arte XXI Mecenazgo Interartístico y comisaria del Programa Arte Emergente de la Sociedad España Nuevo Milenio.

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