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Enfermos ricos y pobres

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El 70% de los enfermos de SIDA viven en África subsahariana, donde los medicamentos contra el virus son inasequibles. Se han anunciado iniciativas internacionales para facilitar sustanciales descuentos a esos países; pero los planes están paralizados hasta hoy. En un serial de tres artículos, The Washington Post (27, 28 y 29 diciembre 2000) señala los motivos. Ofrecemos un resumen.

En Occidente, nuevos fármacos contra el VIH (virus de inmunodeficiencia humana) y contra las infecciones oportunistas que lo acompañan han aumentado drásticamente la supervivencia y el bienestar de los enfermos de SIDA. «Pero en África -dice el Washington Post-, donde hay 25 millones de infectados, menos de 25.000 (0,1%) reciben el tratamiento que podría salvarlos de la muerte. Si esa proporción no se eleva, dentro de diez años probablemente habrán muerto de SIDA 60 millones de africanos».

La industria farmacéutica y los gobiernos occidentales se han mostrado en distintas ocasiones dispuestos a buscar remedio a la hiriente desigualdad entre los enfermos ricos y los pobres. Pero las buenas intenciones no se han traducido en nada práctico. Las razones están expuestas en documentos obtenidos por el Washington Post, que detallan las negociaciones entre laboratorios, Estados y organizaciones internacionales. En síntesis, el problema es que los únicos que podrían pagar la terapia contra el SIDA en África -la industria farmacéutica, mediante descuentos, y los países ricos, a través de ayuda oficial- no tienen voluntad de poner el dinero.

Las primeras negociaciones sobre el acceso universal a los fármacos anti-SIDA comenzaron en Ginebra en 1991 y se prolongaron durante dos años. El documento base de las discusiones fue una propuesta elaborada por la OMS, la organización anfitriona. La descripción del problema era sencilla: en África, los enfermos de SIDA mueren en un plazo medio de seis meses, y el coste de los medicamentos que necesitan (no menos de 10.000 dólares al año) está totalmente fuera de su alcance. El obstáculo es que esos fármacos están bajo patente, y los elevados precios son necesarios para recuperar las fuertes inversiones hechas en su desarrollo y estimular nuevas investigaciones. Ahora bien, argumentaba la OMS, los laboratorios no tienen posibilidad de vender en países pobres a esos precios y, como producir más medicamentos para surtir a tales países tendría unos costes unitarios relativamente bajos, hay margen para ofrecer importantes descuentos.

Pero los representantes de la industria pusieron reparos. En primer lugar, dijeron, en África los sistemas sanitarios presentan graves carencias. Las terapias contra el SIDA exigen un cuidadoso seguimiento, imposible en países donde faltan médicos y hospitales, y hasta los medios materiales más básicos.

¿Quién paga?

Hay, además, motivos económicos. La industria farmacéutica obtiene el 80% de sus ingresos, y una proporción aun mayor de sus beneficios, en solo siete países, las principales potencias económicas. Todo el mercado africano representa menos del 1% de las ventas. Hay dos maneras de interpretar estos datos, como dice al Washington Post Michael Stolz, funcionario de la OMS. Por una parte, los beneficios que se perderían con una rebaja en África equivaldrían a no más de «tres días de fluctuaciones cambiarias en los mercados de divisas». Por otra, «si los descuentos para África provocaran indirectamente un descenso de los precios en todo el mundo, entonces la industria vería peligrar sus mercados insustituibles».

En Ginebra, un representante de los laboratorios resumió así la postura de la industria: «La principal aportación que razonablemente cabe esperar de la industria farmacéutica es la que corresponde a su ámbito de competencias: investigación y desarrollo. La responsabilidad, más amplia, de asegurar que tales productos lleguen a quienes podrían beneficiarse de ellos ha de recaer sobre la sociedad, en especial los gobiernos».

Los Estados occidentales y las organizaciones internacionales financiadas por ellos no han respondido a esa demanda de la industria farmacéutica. Por ejemplo, el año pasado Estados Unidos anunció ayudas por valor de 1.000 millones de dólares para combatir el SIDA en el Tercer Mundo. Pero resulta que la ayuda prometida consistía en créditos por esa suma, con tasas de interés comerciales, para comprar a precios de mercado medicamentos producidos en Estados Unidos. Ningún país ha aceptado la oferta. También en el año 2000, el Banco Mundial creó un fondo de 500 millones de dólares contra el SIDA. Pero el Banco sigue considerando que los recientes fármacos contra el SIDA tienen un costo excesivo, en relación con su eficacia, y recomienda a los países en desarrollo que no usen los créditos del fondo para comprarlos.

Así pues, las instituciones de ayuda y los países donantes siguen limitando sus esfuerzos casi exclusivamente a la prevención -preservativos y campañas educativas-, que es el único método que consideran efectivo y asequible a la vez. El problema, anota el Washington Post, es que en África tales iniciativas aún no han logrado frenar el SIDA en medida apreciable y que suponen abandonar a los ya infectados.

Sobre esto, el diario trae el testimonio de Michael Merson, del programa de la ONU contra el SIDA. Merson visitó Uganda, uno de los países más afectados, en 1990. Le impresionó ver enfermos que morían en los pasillos de los hospitales, muchos incapaces de ingerir alimento a causa de infecciones de hongos -comunes entre los aquejados de SIDA- que en Occidente se curan fácilmente con fungicidas, al costo de unos 6.500 dólares por enfermo y año. «Ciertamente, ver tanto sufrimiento fue una sacudida para su conciencia. Pero los pacientes y sus familias le enseñaron algo más: no estaban dispuestos a oír mensajes educativos de extranjeros que no ofrecieran nada para los enfermos».

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