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En la muerte de François Furet, crítico de utopías

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El historiador francés François Furet, fallecido el pasado 12 de julio a los 70 años, fue uno de los intelectuales que desenmascararon las modernas utopías revolucionarias. Comunista en su juventud, más tarde sus estudios contribuyeron en gran medida a cambiar las encomiásticas interpretaciones dominantes de la Revolución francesa (ver servicio 189/88). En sus últimos años realizó un documentado análisis del Estado soviético, del que expuso sus miserias. Gracias, quizá, a su propia experiencia personal, supo como pocos criticar y explicar la fascinación que en Occidente ejerció el comunismo sobre tantos maîtres à penser.

Durante siete años (1949-1956), Furet perteneció al Partido Comunista Francés. En una entrevista (El País, 7-X-95) recordaba: «Cuando ingresé en el partido comunista, había leído a Koestler, pero entonces la única reflexión que saqué de aquellos textos fue que el comunismo era espantoso pero necesario, que sus errores no impedían que el mundo evolucionase hacia esa forma superior de sociedad. Estaba impregnado de la religión de la historia, que es una de las características del siglo, que ha dejado el arbitraje de los grandes problemas morales en manos de la historia».

Al contemplar la represión soviética del levantamiento popular húngaro en 1956, François Furet abandona el partido. Entra en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas. Su producción escrita se va a mover entre dos revoluciones: la francesa, a la que dedica la mayor parte de su vida, y la soviética, junto con el desarrollo de las ideas comunistas en el siglo XX.

En sus trabajos sobre la Revolución francesa, especialmente en Penser la Révolution française (1978), Furet rescata la historiografía de las interpretaciones marxistas dominantes y redescubre el genio histórico de Tocqueville.

Acerca del comunismo del siglo XX, Furet destaca en su penúltima obra, El pasado de una ilusión (1995; ver servicio 154/95), una grave ceguera. En declaraciones a Le Figaro (19-I-95) resumió cómo fue posible que la fase más atroz del socialismo soviético, con Stalin, provocase la admiración de Occidente: «En el momento en que los países capitalistas son golpeados por la Gran Depresión económica, la Unión Soviética parece dar la imagen de un país estable. Se cierra los ojos ante todos los horrores que acompañan a la colectivización, las purgas. (…) Aliado finalmente a los demócratas, el comunismo soviético se ganó por la sangre de sus soldados una respetabilidad democrática por la vía de su ‘antifascismo’. Después de la guerra, en Europa, antifascista era casi sinónimo de prosoviético. (…) Luego, el informe Jrushchov estigmatizó las desviaciones estalinistas. Jrushchov legitimaba el comunismo. ¡De manera que, paradójicamente, en 1970 de algún modo era más difícil ser anticomunista que en 1950!».

Aunque, como historiador, bebía del pasado, también miraba al futuro: «La democracia moderna anticipa un mundo distinto del que vivimos, en el que reinarán la libertad y la igualdad, pero esa misma democracia es incapaz de cumplir sus promesas. El comunismo daba una salida ficticia a esa esperanza. La demanda, sin embargo, sigue ahí, latente».

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