El suicidio no es un derecho

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El profesor George J. Annas explica por qué la eutanasia no puede ser un derecho, al hilo de los argumentos del Tribunal Supremo de Estados Unidos, en un artículo de The New England Journal of Medicine (9-X-97). Ofrecemos un resumen.

El Tribunal Supremo de Estados Unidos resolvió en el mes de junio, por unanimidad, los recursos de inconstitucionalidad contra las leyes de Washington y Nueva York que prohíben la eutanasia (ver servicio 102/97). Las cuestiones planteadas eran: ¿no tiene un enfermo terminal derecho al suicidio con cooperación del médico?; ¿no son equivalentes, desde el punto de vista jurídico, rehusar un tratamiento -cosa admitida por la ley- y la cooperación al suicidio?

Con respecto a la primera cuestión -explica Annas-, uno de los recursos sostenía que prohibir la cooperación al suicidio «viola un derecho fundamental de la persona: el de determinar el momento y el modo de su propia muerte». El Tribunal Supremo argumenta que, para que hubiera tal derecho a la eutanasia voluntaria, tendría que existir primero un derecho constitucional al suicidio. Pero no es tarea de la Constitución proteger todas las decisiones íntimas e importantes del ciudadano. Y la tradición jurídica nunca ha considerado el suicidio como un derecho constitucional. Es cierto que el suicidio dejó de ser delito, pero porque es imposible condenar al suicida y sería injusto castigar a su familia.

Por tanto, se puede prohibir la cooperación al suicidio si eso sirve para proteger legítimos intereses públicos, como de hecho sucede con las leyes recurridas. Annas enumera los intereses públicos citados en la sentencia: «defender la vida humana; prevenir el suicidio; proteger la integridad moral de la profesión médica; proteger a personas vulnerables de abusos, negligencias y errores; y evitar un deslizamiento hacia la eutanasia voluntaria o quizás incluso involuntaria». Sobre esto último concluye el Tribunal: «Lo que se plantea como un derecho limitado a la cooperación médica al suicidio, fácilmente se convertiría, de hecho, en una autorización mucho más amplia, que podría resultar extremadamente difícil de regular y controlar. Prohibir la cooperación al suicidio sirve para prevenir tal proceso».

En cambio, existe un derecho -protegido por una secular tradición legal- a rehusar un tratamiento médico, aunque ello pueda acarrear la muerte. Pero eso no es lo mismo que la cooperación médica al suicidio, dice el Supremo.

Primero, en uno y otro caso la causa de la muerte no es la misma. «Cuando un paciente -explica la sentencia- rechaza un tratamiento necesario para prolongar la vida, muere a causa de la patología mortal que previamente tenía; pero si toma un fármaco letal suministrado por un médico, lo que le mata es esa medicación».

Segundo, también hay diferencia en la intención, el otro punto esencial para determinar la responsabilidad jurídica. Con la interrupción del tratamiento, se pretende ahorrar al paciente intervenciones inútiles y dejar que siga el curso natural de la enfermedad. En la eutanasia, la intención es provocar la muerte del paciente.

La intención marca también la diferencia entre eutanasia y medicina paliativa. El Supremo expresa así la distinción: «En algunos casos, los fármacos analgésicos pueden acelerar la muerte del paciente, pero el único fin e intención del médico es, o puede ser, aliviar el dolor». «En cambio -escribe Annas glosando la sentencia-, un médico que coopera al suicidio de un paciente necesariamente pretende que el paciente muera».

En suma, el Supremo acude expresamente a la doctrina sobre las «acciones de doble efecto»: uno bueno, directamente pretendido, y otro malo, consentido como consecuencia inevitable. «Así como un Estado puede prohibir la cooperación al suicidio y a la vez permitir a los pacientes rehusar un tratamiento no querido, necesario para prolongar la vida, puede permitir que a los pacientes que tomen tal decisión se les administren cuidados paliativos, aunque puedan tener el previsto pero no pretendido ‘doble efecto’ de acelerar la muerte».

Con estas consideraciones, el Supremo rechaza además otro argumento de uno de los recursos: que prohibir la cooperación al suicidio supone violar la igualdad de todos ante la ley. La razón aducida era que de ese modo se permite determinar el momento y modo de morir a los pacientes que dependen de ciertos tratamientos para seguir viviendo, puesto que se les autoriza a rehusar tales medios. Entonces, los pacientes que no están en ese caso deberían tener el mismo derecho.

La sentencia responde que no existe discriminación, porque «todos tienen derecho a rechazar un tratamiento médico necesario para prolongar la vida», y «nadie tiene derecho a suicidarse». Por tanto, la ley trata a todos los ciudadanos por igual en ambos casos.

Finalmente, Annas cita los trabajos de la Task Force on Life and the Law -órgano que asesora al Estado de Nueva York en materia de eutanasia-, que fueron tenidos muy en cuenta por los jueces del Supremo. Este órgano es «especialmente crítico con el argumento de que el principio de autonomía justifica la cooperación al suicidio. Por ejemplo, durante la vista oral, el magistrado [del Tribunal Supremo] Kennedy usó uno de los argumentos de la Task Force: que, en este contexto, la autonomía es ‘ilusoria’, y que legalizar la cooperación al suicidio pondría en peligro a los más vulnerables, a los enfermos mentales y a los pobres, de modo que, en realidad, no ampliaría las opciones de esas personas, sino que las limitaría».

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