El retorno de lo particular

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Algunas causas del auge de los nacionalismos
El nacionalismo, moderado o virulento, es una constante en la historia europea desde, al menos, la Revolución francesa. Pero en los tiempos recientes se ha notado un recrudecimiento -por ejemplo, en los territorios de la antigua URSS y de la antigua Yugoslavia-, como consecuencia de la caída de un proyecto global que conseguía dirigir las tendencias disgregadoras. Pero quizá hay una visión más de fondo de este fenómeno, una visión que enlaza con una modificación en el modo de vivir no sólo las ideologías totalizadoras, sino también las creencias humanas y espirituales.

Los libros recientes de teoría política no han dedicado especial atención al fenómeno de los nacionalismos. Quizá porque hasta hace muy poco, dos extendidas ideologías ocupaban casi todo el espacio: el liberalismo y el socialismo. Y no hay que olvidar que, aunque enfrentados (en la socialdemocracia ya no tanto), liberalismo y socialismo son «hijos» de la misma madre, la Modernidad.

El politólogo Giovanni Sartori escribía en La democracia después del comunismo (1993): «El único nacionalismo imperialista es, en la actualidad, el que posee un fundamento religioso, y, por lo tanto, nos remite al caso del islam y especialmente al fundamentalismo coránico. El imperialismo comunista ha muerto. Y los nacionalismos que hoy pululan y vuelven a explotar son localistas, fragmentarios y divisores. No son nacionalismos de conquista, sino de retorno a identidades preexistentes, de recuperación de pequeñas patrias» (1).

Sartori sostiene que, sea lo que sea de ese nacionalismo, «sigue postulando en todo caso un ciudadano que elige su gobierno». En definitiva, que esos nacionalismos no podrán prescindir de la legitimidad democrática. Pero cuando algunos nacionalismos recurren al terrorismo, se burlan de la legitimidad democrática, que implica, como mínimo, el respeto de los derechos y las libertades más corrientes y normales, empezando por el derecho a la vida.

Patriotismo y nacionalismo

Dos libros recientes permiten entender algo más del fenómeno, tan complejo, que es el nacionalismo. Uno es Por amor a la patria, de Maurizio Viroli (2); el otro, mucho más testimonial y polémico, El bucle melancólico, de Jon Juaristi (3). Viroli hace un estudio detallado del nacionalismo teórico, distinguiéndolo con claridad del patriotismo. El patriotismo es heredero de la visión general, humanitaria, de buena parte de la Ilustración. Se ama a la patria, que acoge a muchos, con diversidad de lenguas, culturas, religión, porque entre los ideales de esa patria están valores generales: la libertad, la igualdad, la fraternidad.

En ese sentido, el patriotismo es una superación de la tribu, de la enemistad hacia el distinto, de la singularidad como bandera. Ese patriotismo acogía, aunque a veces de forma laicista, algunos de los valores de la cultura de inspiración cristiana, que había sido el fondo de casi todas las realizaciones europeas (y no sólo europeas) desde la difusión del Evangelio. El mandamiento general cristiano es un amor universal, completo, incluidos los enemigos. «Ya no hay esclavo, ni libre», dice San Pablo.

La amplitud de miras estaba también presente en la filosofía estoica, que era cosmopolita. Ser ciudadanos del mundo, en el sentido de una apertura ideal hacia toda la humanidad, era considerado un bien. «No nací en un lugar remoto; mi patria es el mundo entero», escribe Séneca en la Epístola 28.

Este sentido universalista suele ser menos corriente que el sentido localista. Lo inmediato es lo local, que es lo concreto, lo vivido, el propio terruño, el sitio de los padres, las antiguas raíces, donde el sujeto se encuentra siendo. Generación tras generación se ha leído y citado el famoso verso de Homero: «Dulce et decorum est pro patria mori», es dulce y hermoso morir por la patria, en la Oda tercera. Por eso siempre se ha dado una cierta tensión entre el patriotismo universalista (amor a la propia patria sin desprecio de las demás) y el patriotismo particularista, que es el que ha alimentado y alimenta todas las formas de nacionalismo, desde las más moderadas hasta las más violentas. Estas últimas, al defender una «pureza» de lo propio, tienden a considerar al extraño constitutivamente inferior: de ahí los términos despreciativos, del tipo de «negro», «sudaca», «maketo», «charnego» y todo un amplio repertorio. El desprecio verbal es una especie de acostumbramiento a valorar menos todo lo del otro; en el límite, su misma vida.

El caso vasco

El libro de Jon Juaristi, El bucle melancólico, es un ensayo a la vez poético y pasional sobre los orígenes y el desarrollo de los nacionalismos vascos (quizá no es posible reducir todo a una sola cosa), a partir del siglo XIX, de Sabino Arana. Ese nacionalismo tuvo, en el siglo XIX, la forma de carlismo, es decir, de una ideología a la vez pre-ilustrada y católica, de defensa de lo local, en contra de los aires de modernidad, con frecuencia laicista, centralista y liberal. Antes del XIX, recuerda Juaristi y es una verificación general entre los historiadores, los vascos no sólo participan en las empresas del Estado español, sino que con frecuencia son sus protagonistas.

El nacionalismo vasco, según Juaristi, cultiva ese perder para ganar, que lleva a sacralizar la propia causa, convirtiéndola en una religión secular. Cuenta Juaristi, a veces como testigo presencial, los orígenes católicos de algunas formas del nacionalismo vasco, incluso de las más violentas, como ETA. Pero, se puede añadir, esa filiación religiosa, cristiana, no podía durar, ya que el cristianismo es universalismo y, bien entendido, lleva a la comprensión y a la tolerancia, a la caridad, en definitiva.

Señalo la importancia de este libro, su interés, pero a la vez es bueno notar que los nacionalismos son como «asuntos de familia», en los que es arriesgado introducirse sin salir malparado por unos y por otros. Es significativa -hay que decir al menos esto- la falta de simetría entre el nacionalista y el que no lo es. El nacionalista se siente completamente autorizado para decir quién es y quién no es aceptable, pero no admite que el de fuera pueda hacer lo mismo.

Fracaso histórico de la Modernidad

Más importancia reviste preguntarse por qué, a estas alturas de la historia y en Europa, cuando se camina hacia una unidad que hasta ahora nunca se había dado con tantas garantías, vuelven a aparecer las viejas tendencias disgregadoras.

Hay que volver, de nuevo, al fracaso histórico de la Modernidad, que tuvo su continuación más clara -en la opinión de muchos, aunque no quizá en la realidad de las cosas- en la prolongada influencia del marxismo. La Modernidad -tanto en el ámbito del derecho como de la política- surge como una superación de las divisiones, religiosas o políticas. Cuando, por ejemplo, Hugo Grotius, en el siglo XVII, propone un derecho natural racional, que sería así aun en el caso de que Dios no existiera, intenta una fundamentación general del derecho que supere los confesionalismos. En la misma línea, algunos ilustrados -Voltaire es el más representativo pero no el único: recuérdese toda la tarea de la masonería- defienden una religión natural, con un vago Ser Supremo que reina pero no gobierna.

La reducción al hombre -el antropocentrismo en lugar del teocentrismo- ha sido una diversificada, duradera y compleja tarea de la cultura europea a lo largo de más de tres siglos. La complejidad de esa tarea resulta más clara si se tiene en cuenta que el mundo del antiguo régimen mantenía con frecuencia una mezcla nada clara entre religión y política, en la que, en realidad, era la religión la que tenía que estar al servicio del poder.

La actitud más clarificadora debería haber transcurrido en dos líneas: la primera, de distinción neta entre lo religioso y lo político, entre lo simplemente histórico y lo, a la vez, histórico y trascendente a la historia. Pero no para reducir la religión al mero ámbito de lo privado, sino para defender la libertad de la conciencia y la libertad de la religión, también para inspirar, en libertad y sin coacción, las soluciones políticas y sociales a los problemas de la convivencia humana; la segunda, propiamente teológica, la de superar las divisiones confesionales yendo a lo esencial de la religión cristiana. En cambio, hasta en el ámbito de la teología se defendió un antropocentrismo parcial, que supuso, en muchos casos, la descristianización, reducida la religión a una ideología más, aliada, según los casos, con la ideología en auge: el marxismo, el neoliberalismo o los nacionalismos.

Religiones étnicas

El reduccionismo antropocéntrico, que nada tiene que ver con un humanismo bien fundado, acaba en la defensa a ultranza de lo particular. Cuando el hombre no es «superado» por las tendencias mejores del hombre, no tiene nada de extraño que esa carencia se transforme en adoración de la propia «pequeña» sociedad, del ídolo local, del tótem. Ha habido en la historia de la humanidad muchas formas de religiones étnicas, ya se tratase de pequeñas etnias o de grandes imperios (la religión romana era de ese tipo, una «teología civil», como escribió Varrón y San Agustín glosó con tanto acierto en La ciudad de Dios).

Esas formas de «religión» no tienen nada que ver con un Dios trascendente, Padre de todos los hombres. En esas «religiones» el extraño es hereje. (El desuso del término hereje en la vivencia cristiana desde este siglo tiene que ser considerado un avance en la calidad de esa misma vivencia).

En el libro de Jon Juaristi pude advertirse ese proceso, en el caso del nacionalismo vasco. Al principio, el nacionalismo tiene un fondo católico claro: «Sabino no planteó el nacionalismo como una religión, sino como un medio para que los vizcaínos primero, y después todos los vascos, pudieran rendir culto al Dios verdadero y salvarse (…) Murió en católico, no en nacionalista». En cambio, otro de los líderes posteriores a Arana, Gallastegui, tiene (en 1932) ya muy poco de cristiano, en el sentido religioso del término (no así, por supuesto, en el cultural). Su única religión es la Patria, a la que hay que sacrificarlo todo».

Ha sido corriente que los nacionalismos reciban apoyo e impulso de los ministros religiosos, como ya ocurrió en el carlismo. Primero, porque defendían una visión antigua de la sociedad, en la que la religión, y sus ministros, tienen un puesto central. Segundo, porque el nacionalismo era cosa del pueblo sencillo y llano y, diga lo que diga el anticlericalismo, la Iglesia ha estado siempre cerca de ese pueblo.

En algunos casos, ese apoyo ha sido indirecto, discreto y no propiamente político. Cuando ha sido político, se daba casi siempre la consecuencia: de la religión se utilizaba los símbolos, pero no la sustancia. En otros casos, ya ni eso, como cuando el nacionalismo extremo vasco (pero lo mismo ocurrió en otros países) abraza el marxismo o, mejor, una curiosa, nada internacionalista visión del marxismo, en la que valía lo de «Proletarios del mundo, uníos», con tal de que no fueran maketos.

El futuro del nacionalismo

Se sostiene hoy con frecuencia que el nacionalismo, por extendido que esté, es un resto histórico. Que en una Europa que va hacia la moneda única, tienen poco sentido esos separatismos. Que muy probablemente, después de la etapa de dispersión fragmentaria, consecuencia de la disgregación de la idea comunista, el mundo volverá a poner sus pensamientos en ideas universales, globales, donde el patriotismo no significará exclusión del extraño.

Sin embargo, por ahora, el nacionalismo tiene mucho terreno por recorrer, porque los paradigmas hoy dominantes son los del individualismo y el particularismo. No hay que olvidar que el nacionalismo fue el factor fundamental en la reciente guerra de Bosnia, como lo es en los actuales conflictos entre serbios y albaneses en Kosovo. Cabe esperar que, dentro del nacionalismo, predominen las tendencias inteligentes y respetuosas de los derechos de los demás. Ese nacionalismo, que sigue siendo el mayoritario, es muy libre de celebrar lo propio, de venerar su antigua tradición, de cantar las glorias de un pasado que, en cierto modo, le sirve de mitología. Tiene derecho también a no ser juzgado de forma sospechosa. Pero tiene la obligación de no favorecer una mentalidad de exclusión, sino de respeto hacia las particularidades de los demás.

Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de Cataluña, decía en un discurso en la Universidad de Valladolid, en 1993: «Existe un hecho diferencial catalán y nosotros partimos de la base de que España es un país plurinacional. Sé que a muchos de ustedes no les gustará. Pienso que todos constituimos España, y nosotros queremos contribuir a la construcción española desde la posición del nacionalismo catalán y de que nuestra personalidad sea respetada y reconocida».

Es cierto que cada persona tiene derecho a la propia cultura que, casi por definición, suele ser algo diferencial. Un nacionalismo que se apoye en esas premisas conecta, al menos en teoría -existen declaraciones del presidente Pujol menos felices-, con la visión profunda de la dignidad de toda persona y de la universalidad de los derechos humanos.

Rafael Gómez Pérez_________________________(1) Giovanni Sartori. La democracia después del comunismo. Alianza. Madrid (1993).(2) Maurizio Viroli. Por amor a la Patria. Acento. Madrid (1997) (cfr. servicio 15/98).(3) Jon Juaristi. El bucle melancólico. Espasa. Madrid (1998).

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