El realismo político del cristiano

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¿Cuál es el papel de los cristianos en la vida pública, y concretamente en la política? Si, en cuanto ciudadano, el creyente no se distingue en nada de los demás, la fe ha de dar un sello característico a su libre actuación. La cuestión es abordada aquí, desde distintos puntos de vista, por tres católicos que son políticos en activo: el italiano Roberto Formigoni, presidente de la región de Lombardía; Andrés Ollero, diputado en el Congreso español, y la noruega Janne Haaland Matlary, secretaria de Estado de Asuntos Exteriores en el gobierno de su país. Los dos primeros participaron en el reciente congreso «Católicos y Vida Pública», celebrado en Madrid (1).

Formigoni comenzó su intervención en el congreso afirmando la relevancia pública del hecho cristiano. «Las reflexiones teóricas y los movimientos históricos han intentado a menudo (…) reducir la fe a un asunto privado y separar de forma antinatural la experiencia religiosa de las demás dimensiones de la vida humana. Dicha tentación -igual y contraria a la teocrática, que transforma al cristianismo en una imposición política- ha hallado terreno fértil tanto en ámbitos del mundo religioso como del mundo laico, los unos preocupados por mantener una pureza del cristianismo tan absoluta como alejada de la vida concreta de los hombres, y los otros interesados en marginar a un peligroso rival en su proyecto de sumisión de las conciencias».

Para comprobar que el cristianismo es una realidad pública, basta recordar -añadió Formigoni- la multitud de iniciativas de acción social que han promovido los creyentes desde los mismos orígenes de la Iglesia: hospitales y asilos para los pobres, centros educativos de todos los niveles, asistencia a víctimas de guerras o catástrofes naturales…. Puesto que «el mensaje social del Evangelio -señala Juan Pablo II- no debe considerarse como una teoría, sino, ante todo, como un fundamento y una motivación para la acción» (Centesimus annus, n. 57), el cristianismo se hace, por virtud propia, cultura, acción social. Precisa Formigoni: «Si, por una parte, el cristianismo es un acontecimiento metacultural en cuanto juzga todas las culturas a la luz de los valores cristianos, por otra es intensamente cultural, tiene una naturaleza cultural irrenunciable».

Contra el totalitarismo encubierto

La conexión entre la acción social de los cristianos y la política puede ser problemática. El peligro típico moderno es que la política suplante la acción social del cristiano -del ciudadano-. De ahí que «hoy en día, uno de los cometidos del político cristiano -a decir verdad, de cualquier hombre de buena voluntad que se preocupe por la auténtica dignidad humana- consiste en luchar contra toda forma de Estado totalitario, impedir que el Estado se convierta en el único empresario, el único educador, el único agente sanitario, el único comunicador, etcétera».

Formigoni advierte que subsiste la amenaza de «una forma totalitaria de organización de la vida social». La diferencia es que «ya no se impone por la fuerza», sino que utiliza «la persuasión oculta», y que su éxito depende de la complicidad pasiva de los ciudadanos. «El poder ha descubierto y comprendido que, para dominar verdaderamente al hombre, es preciso dominar sus deseos, es decir, sofocar y hacerle olvidar los deseos más verdaderos y auténticos del corazón humano y sustituirlos por su caricatura fundada en lo instintivo (el hedonismo y el consumismo), o en el espiritualismo (la huida de la realidad que preconizan las religiones desencarnadas, nuevas y viejas, con las que el poder siempre ha sido condescendiente, desde la época del Imperio Romano hasta hoy)».

Derecho y deber de iniciativa social

Pero la política puede también tener un papel positivo y constructivo en relación con la práctica social cristiana. Así sucede si la política promueve dos valores básicos: la subsidiariedad y la solidaridad.

La subsidiariedad -que, dice Formigoni, «es el principal valor en el que se inspira mi actuación política»- establece este principio de acción social: el Estado no debe sustituir a los ciudadanos en lo que, de modo individual o asociados, pueden hacer por sí mismos, sino que debe ayudarles. Como se sabe, el principio de subsidiariedad proviene de la doctrina social de la Iglesia: fue formulado por vez primera en la encíclica Quadragesimo anno (1931), de Pío XI. Esto no significa, precisa Formigoni, que el Estado subsidiario sea un Estado confesional; «todo lo contrario: es un Estado laico, pues no impone su propia ideología a los ciudadanos, sino que se pone al servicio de éstos reconociendo la primacía de la persona y la inviolabilidad de su dignidad».

La subsidiariedad, al reconocer la libertad y el derecho de iniciativa, pone de relieve la responsabilidad de los individuos hacia la sociedad. Aquí entra la segunda columna de la doctrina social de la Iglesia: la solidaridad.

Para evitar equívocos, Formigoni cita unas palabras de Juan Pablo II en la Sollicitudo rei socialis (n. 38): «La solidaridad (…) no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de comprometerse por el bien común». Es, pues, un «acto moral de las personas», dice Formigoni. Aunque «existe un mundo católico que tiende a confundir la solidaridad con el estatalismo», «ningún católico verdadero aceptará jamás que un sujeto anónimo como el Estado le arrebate la libertad de elegir el bien, sustituyéndole con el cobro de los impuestos y con leyes y normas que convierten la solidaridad y el espíritu de justicia en comportamientos obligatorios e impersonales».

Realismo no es pragmatismo

Así introduce Formigoni el último tema de su conferencia: la relación entre realismo e idealismo en la acción política del cristiano. Arranca con una cita del Card. Ratzinger: «El primer servicio que la fe presta a la política consiste en liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos políticos que constituyen el verdadero riesgo de nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que es posible, en vez de reclamar con el corazón inflamado lo imposible, ha sido siempre difícil: la voz de la razón nunca es tan fuerte como el grito irracional. El grito que reclama las grandes cosas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo posible parece en cambio una renuncia a la pasión moral, parece el pragmatismo de los mezquinos. Pero la verdad es que la moral política consiste precisamente en la resistencia a la seducción de las grandes palabras con las cuales se juega con la humanidad del hombre y de sus posibilidades».

Esto, sigue Formigoni, ayuda a captar la distinción de funciones entre religión y política. «La religión expresa la acción de Dios y mira al mundo desde el punto de vista profético; la política en cambio, expresa la acción humana y mira al mundo desde el punto de vista de las posibilidades históricas. (…) Si en cambio se pide a la política que realice la profecía, si el político imagina su misión como una especie de investidura para transformar en realidad altos ideales, se produce un cortocircuito que degrada la religión en milenarismo y que transforma la acción política en una peligrosa imposición del Estado ético».

En el fondo, «los políticos ‘realistas’ no obedecen, contra lo que se afirma comúnmente, a un estéril pragmatismo, sino a la convicción de que la realidad dicta al sujeto el método y los criterios de su conocimiento, y no viceversa. (…) Para el político ‘realista’, la preocupación fundamental es tener en cuenta la realidad en la totalidad de sus factores y llevar a cabo solo los programas que son compatibles con esta compleja totalidad. Los políticos del otro tipo son los que arrastran sus países a revoluciones que causan enormes sufrimientos, para obtener cambios que se habrían podido conquistar en un tiempo más largo, pero con menos luto y destrucción a través del gradualismo (…). El realismo del cristiano, anclado a la doctrina del pecado original que establece el origen de la imperfección humana y vacuna contra toda veleidad de querer instaurar el Paraíso en la tierra, es más útil a la paz y al bien común por su capacidad de tener debidamente en cuenta tanto los vicios como las virtudes de las cuales el hombre es históricamente capaz».

Ni fundamentalismo ni laicismo

En el mismo congreso, Andrés Ollero habló del papel de los católicos en el debate cultural.

El papel de los católicos en el debate cultural español parece lastrado por la resaca heredada de la vieja polémica de las dos Españas. A la vez que se les invita a aparcar su fe por imperativos de la tolerancia, lo más granado de la izquierda o de la derecha parece vivir de ideas cristianas; asumiéndolas o intentando -no sin dificultad- reinterpretarlas o sustituirlas. (…)

Frente a los planteamientos laicistas, que pretenden expulsarlo del ámbito de lo público, es preciso reafirmar esa dimensión positiva del fenómeno religioso que nuestra Constitución suscribe. Autores tan poco confesionales como John Rawls ofrecen reflexiones de interés para superar los atavismos del anticlericalismo carpetovetónico. No hay propuesta pública sin trasfondo filosófico, moral o religioso; ni fundamento alguno para discriminar a alguno de estos factores. (…)

Como se ha resaltado con acierto, «pensar la religión» es la mejor cura contra toda tentación fundamentalista. Es oportuno recordar, aunque suscite alguna ocasional alergia, que es la verdad la que nos hace libres. Intentar que el consenso deje de servirnos de síntoma de la verdad, para erigirse en su alternativa, es ya un exceso; pretender que el único consenso legítimo sea el trabado solo entre quienes no estén convencidos de que lo que dicen es verdad supondría condenarse al esperpento. (…)

Para que la verdad tenga como fruto la libertad ha de cultivarse no solo con rigor teórico, sino también con la paciencia exigida por el respeto al otro. La verdad necesita verse acompañada de una adecuada argumentación, que no aspire tanto a vencer como a convencer, logrando un vencimiento compartido de la ignorancia, de cuya amenaza nadie queda excluido. Pensar la fe es ponerse, humilde y pacientemente, en condiciones de argumentar la verdad recibida, para transmitirla sin argumentos de autoridad a quienes no podrían compartirlos. El cristiano ha de realizar esta tarea sin complejos, consciente de estar ejerciendo -ante todo- derechos ciudadanos; por más que -como creyente- se le hayan convertido en deberes.

Prioridades de la acción política de los cristianos

El pasado mes de agosto se celebró en Santiago de Compostela, con motivo del año santo jacobeo, una Peregrinación y Encuentro Europeo de Jóvenes. El programa incluía un ciclo de conferencias sobre «La Europa de las patrias». La de Janne Haaland Matlary, titulada «El cristianismo y la política europea», se ha publicado en la edición española de la revista Tertium Millennium (julio-septiembre 1999). El texto que sigue es un extracto. Matlary destaca algunos campos en que los cristianos deben mostrarse particularmente activos: el respeto por la dignidad humana, la solidaridad y la promoción de la familia.

Con respecto a la dignidad humana, señala la necesidad de combatir la tendencia a valorar las personas con criterios utilitaristas. «En nuestras sociedades rendimos culto a la juventud, a la belleza y al éxito. Los no nacidos son invisibles y, por lo tanto, no cuentan, y lo mismo pasa en gran medida con los enfermos y los ancianos. Al tiempo que los lazos familiares se debilitan, se piensa que estas personas son algo que concierne al Estado más que a nosotros mismos».

«Debemos ayudar a la sociedad a recuperar el respeto por los seres humanos. Esta es la única manera de combatir el aborto y la eutanasia, así como todos los demás ataques contra la dignidad humana que se llevan a cabo en el campo de la ingeniería genética y en bioética. (…) Pienso que el cristiano debe actuar en política como un recordatorio constante de la igualdad esencial de todas las personas con independencia de las circunstancias en que se encuentren. Debemos darnos cuenta de que el aborto y la eutanasia no son las únicas manifestaciones contra el respeto a la dignidad humana. (…) No tendremos credibilidad en nuestra defensa de la dignidad humana si no tenemos un compromiso solidario con todos, y no solo en el sentido económico».

Junto con la defensa de la dignidad humana debe ir la solidaridad. «No respetaremos la dignidad humana si permitimos grandes diferencias en el bienestar económico y social. Hoy en día el liberalismo de mercado y su corolario, el consumismo, son los problemas principales. Existe un abismo terrible entre los países ricos y los países pobres que cada vez se hace más grande; sin embargo, los agentes económicos tienen cada vez más poder en detrimento de los agentes políticos. (…) En mi opinión, el capital tiene demasiado poder hoy en día. Sabemos que el antiguo Estado socialista del bienestar no funcionó, pero no debemos renunciar al concepto de Estado del bienestar. (…) No tenemos ninguna concepción del Estado del bienestar que sea un buen sustituto del socialismo, salvo la doctrina social católica. Tenemos que poner en práctica esa doctrina».

La familia es de interés público

También hay que promover la familia, afectada por distintas amenazas: «el paro y la inestabilidad laboral de los jóvenes a punto de formar una familia; la disminución de apoyo político para las familias y la consecuente debilitación de esta institución, y un gran incremento en el número de divorcios, así como el individualismo». «¿Cómo pueden quejarse los políticos de que las mujeres tengan tan pocos hijos, si no hacen nada para asegurar que ellas puedan compatibilizar la maternidad y el trabajo? Si las mujeres europeas gozaran de una verdadera igualdad con los hombres en este aspecto, de modo que tener hijos no pusiera en peligro sus carreras profesionales, tendríamos otras tasas de natalidad».

Para fomentar la estabilidad de los matrimonios, Matlary pone en primer lugar el testimonio personal de los cristianos. Mucha gente tiene poca fe en la posibilidad de casarse para toda la vida y cree que ha de haber una vía de escape para cuando surjan conflictos. Por el contrario, los cristianos deben mostrar a los demás que «existe una felicidad de madurez que es resultado de la lucha en común para resolver los problemas: la serenidad de quien es dueño de sí mismo y cumple sus compromisos».

Pero fortalecer la familia es también competencia de los poderes públicos. «Para mí, la labor política más urgente en Europa es rectificar los desequilibrios con respecto a la familia: los Estados no deberían tener una postura ‘neutral’ al respecto, sino decir claramente que el matrimonio es preferible a la cohabitación, y que los divorcios son terribles tragedias, y no la práctica habitual. Una vez que se haya dicho esto, los Estados deben apoyar tales principios en términos económicos. Hay relativamente pocos políticos que se atrevan a hablar claro sobre estos temas hoy en día, porque es políticamente más correcto decir que las cuestiones de ‘estilo de vida’ son algo privado. Probablemente lo sean; pero las condiciones para tener hijos sí son una cuestión pública».

Al final de su exposición, Matlary subraya la necesidad de que los cristianos sean coherentes. «Si el cristianismo no es una realidad vivida, no tendrá sentido pretender que sea más influyente en la política: nadie apoyaría o aceptaría ese intento, y las estructuras políticas nominalmente cristianas se volverían escleróticas, un peso muerto. Por tanto, la tarea cristiana de transmitir la fe a los demás debe ir unida al trabajo de los cristianos en la política».

_________________________(1) I Congreso «Católicos y Vida Pública», organizado por la Asociación Católica de Propagandistas (Madrid, 5-7 de noviembre de 1999).

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