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El nuevo gobierno irlandés deberá afrontar temas éticos conflictivos

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Irlanda y Polonia, dos países de arraigada tradición católica, afrontan en estos días un debate similar sobre la relación entre religión y política. En Polonia, se trata de ver si la nueva democracia se construirá al margen de las creencias religiosas del pueblo. En Irlanda, en una democracia consolidada, se discuten una serie de cuestiones éticas en las que hasta hace pocos años había una práctica unanimidad. En una Europa secularizada, estas «dos excepciones» molestan, aunque reflejen el sentir de la mayor parte de irlandeses y polacos.

Dublín. El 27 de septiembre de 1992 constituyó para los católicos irlandeses un claro recordatorio de la postura tomada por sus antepasados en defensa de la fe. Ese día el Papa beatificó a diecisiete obispos, sacerdotes y laicos martirizados entre 1579 y 1654. Esta persecución religiosa continuó a lo largo del siglo XVIII, con la promulgación de leyes que impedían a los católicos intervenir en la vida pública o política, y les prohibían desde comprar tierras hasta ejercer la docencia; los obispos y los sacerdotes fueron expulsados del país y se les prohibió regresar bajo pena de muerte.

Después de 1800 la situación empezó a cambiar, y en 1829 los católicos pudieron votar por primera vez. Durante los siglos de persecución, la Iglesia fue la principal autoridad reconocida por los irlandeses. A menudo, los sacerdotes eran los únicos que recibían una educación completa, con lo que inevitablemente desempeñaron un papel clave en la marcha hacia la independencia. Sin embargo, en la época en que Irlanda se separó de Gran Bretaña, en 1922, la intervención del clero en asuntos políticos era mínima.

Un Estado aconfesional

Los portavoces protestantes, que representan a menos de un 5% de la población, han acusado desde el principio al Estado irlandés de ser «confesional», de reflejar tan sólo la moral católica en temas tales como la indisolubilidad del matrimonio, específicamente reconocida en la Constitución a través de un plebiscito en 1937. Estas críticas son esgrimidas todavía en la actualidad, especialmente por los protestantes de Irlanda del Norte, aunque también se hacen eco de ellas políticos, escritores y periodistas liberales de la República.

Sin embargo, la Iglesia católica en Irlanda no es una Iglesia oficial, ni sus relaciones con el Estado han sido nunca reguladas mediante Concordato. En efecto, la Constitución establece concretamente que el Estado no apoyará a ninguna religión, y un artículo que reconocía la especial posición de la Iglesia católica fue suprimido de la Carta Magna tras un referéndum en 1972.

Hay de hecho una completa separación de poderes entre Iglesia y Estado, mucho más clara que en Gran Bretaña, por ejemplo. A pesar de esto, se ha llegado a decir que los obispos católicos tienen una influencia excesiva sobre la legislación civil. Que no es así, lo prueba el estudio más completo sobre la cuestión publicado hasta el momento: Church and State in Modern Ireland 1923-1979, del profesor John Whyte. Este autor encontró un total de 16 disposiciones legales aprobadas entre esos años, sobre las que había pruebas de que algún obispo fue consultado o hizo observaciones. El número de disposiciones promulgadas por el Parlamento en ese periodo fue de unas 1.800.

Durante los últimos veinte años, la Conferencia Episcopal ha recalcado, en sus numerosas manifestaciones públicas, que la pregunta clave que hay que hacerse con relación a cualquier propuesta legislativa no es si el proyecto es conforme con la doctrina moral católica, sino más bien qué consecuencias puede tener para la sociedad.

Iniciativas de católicos como ciudadanos

El punto de inflexión en la historia moderna irlandesa se produjo en 1981-83. Este punto señala el comienzo real de la batalla entre el laicismo y los valores católicos. El tema en cuestión era un intento de garantizar protección al niño no nacido. Un grupo de laicos católicos, preocupados por la propagación del aborto en otros países, decidieron que el procedimiento más eficaz para lograr esa protección era incluirla en la Constitución. Aunque la campaña recibió el respaldo de la Iglesia católica, fueron laicos, más que eclesiásticos, los que la dirigieron y llevaron a término con éxito.

La enmienda constitucional fue aprobada por mayoría de dos a uno el 7 de septiembre de 1983; pero a la vez resultaba claro que estaban produciéndose importantes cambios en la sociedad. Por un lado, había surgido una nueva fuerza política en forma de un laicado católico decidido a utilizar todos los recursos legales para frenar el avance del laicismo. Es una fuerza unida, decidida y segura de sí, completamente independiente de los obispos.

Por otro lado, la campaña de 1983 dio lugar a la formación de una coalición circunstancial de laicistas, protestantes y católicos liberales, que, con el apoyo de medios de comunicación y de un gran número de políticos, se proponían arrinconar los valores tradicionales.

El primero de estos ataques tuvo lugar cuando el gobierno liberal de Garret FitzGerald intentó suprimir la prohibición constitucional del divorcio. El referéndum tuvo lugar el 26 de junio de 1986, y la propuesta fue derrotada por un 63% contra un 36%. La campaña anti-divorcio fue iniciada y dirigida por laicos católicos, con independencia de los obispos. La mayoría de sus dirigentes habían tomado parte en la campaña pro-vida de 1983.

El referéndum sobre el aborto

La siguiente confrontación importante tuvo lugar en 1992, a raíz de una sentencia del Tribunal Supremo que privaba de valor a la protección constitucional del niño no nacido y abría la puerta a la legalización del aborto sin condiciones (cfr. servicio 34/92). En consecuencia, el gobierno decidió plantear en referéndum tres cuestiones relacionadas: la legalización del aborto en ciertos casos restringidos; la licitud de viajar al extranjero para abortar; y la de recibir información sobre el aborto en el extranjero (cfr. servicio 153/92).

A esto siguió un periodo de considerable confusión. La Conferencia Episcopal indicó en una declaración que se podía votar en conciencia sí o no a la primera cuestión, con tal que el motivo del voto fuera un total rechazo del aborto.

El movimiento pro-vida, dirigido una vez más por católicos laicos, muchos de los cuales habían intervenido ya en las campañas de 1983 y 1986, se manifestó en contra de las tres cuestiones. Un mes antes de la votación, las encuestas indicaban que el «sí» ganaría en los tres referendos. Sin embargo, cuando faltaban dos semanas, el arzobispo de Dublín, Dr. Desmond Connell, publicó una declaración en la que decía que en conciencia él no podía votar a favor en ninguna de las tres cuestiones. Tres obispos más adoptaron la misma postura, mientras que otros reiteraban su apoyo al pronunciamiento de la Conferencia Episcopal.

En el referéndum del 27 de noviembre pasado, se aprobó el derecho a abortar en el extranjero (62% contra 38%) y el de recibir información sobre el aborto (60% contra 40%).

Sin embargo, la primera y principal cuestión, la legalización del aborto en ciertas condiciones, fue derrotada (65% contra 35%). En este rechazo coincidieron tanto los opuestos al aborto como un sector ahora claramente definido a favor del aborto que consideraba demasiado restrictiva la propuesta del gobierno.

La lealtad de un cargo público

La declaración del arzobispo Connell fue una contribución importante para el rechazo de la legalización del aborto. Muchos irlandeses consideran que los obispos pueden pronunciarse públicamente, con el mismo derecho que otros ciudadanos, sobre asuntos en que la Iglesia tiene un legítimo interés, especialmente cuando están en juego importantes aspectos sociales y morales. En cambio, los sectores laicistas, como la organización «Campaña para la separación de la Iglesia y del Estado» fundada en 1987, critican fuertemente cualquier intervención de la Iglesia en debates nacionales.

Otro acontecimiento que provocó mucha polémica acerca del papel de los católicos en la vida pública fue una decisión sin precedentes adoptada por el gobierno el pasado abril: la destitución del juez Rory O’Hanlon como presidente de la Comisión de Reformas Legales, por haberse declarado públicamente en contra del aborto.

El debate más importante al respecto tuvo lugar en una polémica, desarrollada en varios artículos en el diario Irish Times, entre Fintan O’Toole, un columnista conocido por sus puntos de vista laicistas, y Dermot Roantree, un historiador miembro del Opus Dei.

El debate comenzó cuando O’Toole puso en duda que el juez O’Hanlon pudiera cumplir con plenas libertad y responsabilidad personales los deberes propios de un cargo público, a causa sobre todo de su pertenencia al Opus Dei. En el desarrollo del debate, se recordó que ya en los tiempos de la persecución, uno de los reproches hechos por el rey Jaime I a los líderes católicos fue que sólo podían ser súbditos leales «a medias», y que por lo tanto no eran adecuados para desempeñar cargos públicos.

Ante el nuevo gobierno

Como consecuencia de las elecciones generales del 27 de noviembre, que no dieron la mayoría a ningún partido, se están ultimando las negociaciones entre el principal partido de centro (Fianna Fáil) y el partido laborista para formar un gobierno de coalición. Parece claro que el programa de gobierno incluirá medidas secularizadoras, como la admisión del aborto en determinadas condiciones, la legalización de la homosexualidad, un referéndum a principios de 1994 para quitar la cláusula constitucional que prohíbe el divorcio, y una política educativa con criterios laicistas.

Si no fuera por la experiencia adquirida y por las victorias de los últimos diez años, podría dar la impresión de que los defensores de los valores católicos están mal pertrechados para las batallas que se avecinan. Pero algunos han adoptado el lema de Theodore Roosevelt: «Cuando la marcha se hace difícil, lo difícil se pone en marcha».

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