El matrimonio marca la diferencia

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Hoy día es de buen tono mantener en público que el matrimonio es solo una opción entre otras y que la mera cohabitación debería tener los mismos derechos. Pero la realidad social prueba que el matrimonio todavía marca la diferencia. En el libro The Case for Marriage (1), publicado recientemente en Estados Unidos, las sociólogas Linda Waite y Maggie Gallagher muestran con datos los beneficios que a largo plazo supone el matrimonio para las parejas y para la sociedad. Beneficios que justifican que el matrimonio sea tratado como una opción social preferente.
En Estados Unidos el índice de fracasos matrimoniales es muy alto y, aun así, casi el 90 por ciento de los que se divorcian o separan continúa pensando que la boda abre un camino para toda la vida. ¿Por qué se da esta contradicción? Linda J. Waite y Maggie Gallagher han investigado el asunto en un libro que combina datos estadísticos, análisis sociológico y crítica cultural.

Su conclusión es que el matrimonio es lo más parecido a un seguro de vida de largo alcance. En conjunto, los casados gozan de mejor salud, tienen un estado emocional y psíquico más satisfactorio y están más estimulados a aumentar sus ingresos que los que viven solos o cohabitan.

Estos efectos positivos sólo ocurren si la sociedad da un reconocimiento público al compromiso matrimonial. Y, ahí está el quid, porque según estas dos sociólogas, en las últimas décadas asistimos a un proceso de «privatización» de la relación matrimonial, que mina en sus mismos fundamentos el contrato más importante de una vida.

Una cuestión de salud pública

Junto a la falta de apoyo público al matrimonio, ha crecido la facilidad para divorciarse y han ganado aceptación social otras fórmulas de convivencia, como la cohabitación o la maternidad en solitario. Las autoras detectan que pocos consejeros dedican sus energías a fortalecer un matrimonio en crisis y los que deberían hacerlo -psicólogos, educadores, sacerdotes- parecen centrarse sólo en el beneficio emocional del matrimonio, como si éste fuera la única ventaja. De ahí que cuando «la aparente felicidad» disminuye, no hay argumento para frenar el «fracaso».

Frente a esa visión reduccionista, Waite y Gallagher ofrecen en su obra un análisis pormenorizado de los principales efectos positivos del matrimonio y argumentan que la defensa del contrato matrimonial ha dejado de ser «una mera preocupación moral para convertirse en una cuestión de salud pública». Por ello es importante advertir los beneficios a largo plazo del matrimonio, beneficios que arrancan del «poder transformante» de este compromiso: algo tan concreto como la fidelidad matrimonial.

Un seguro de vida que cubre todo

La seguridad de un matrimonio para toda la vida anima a los esposos a tomar decisiones conjuntas y a especializarse en tareas que facilitan la vida en común. Se trata de una complementariedad que supera con creces las posibilidades de un soltero -obligado a hacer frente a todas las necesidades con sus solos recursos- y también las de una pareja de hecho, en la que la duda sobre el futuro siempre actúa de freno y recorta las posibles economías de escala, pues se pretende a un tiempo nadar y guardar la ropa. En el ámbito financiero, el libro concluye que el ahorro de marido y mujer por el mero compartir energía, muebles y electrodomésticos, instalaciones, etc. puede suponer un aumento de hasta un tercio en el nivel de vida de ambos cónyuges.

Otra de las ventajas del matrimonio duradero es la de actuar como un auténtico «seguro de vida», no sólo ante eventualidades como el paro, la enfermedad o la vejez. Una póliza que garantiza una atención global cuando marido o mujer enferman: el que quede sano «trabajará más para compensar los ingresos perdidos, facilitará cuidados personalizados al incapacitado o se encargará del trabajo de la casa que el otro ya no pueda hacer».

Pero las mejores ganancias vienen de la exclusividad. La relación afectiva garantizada por el pacto matrimonial supera cualquier otra, no sólo en los aspectos más íntimos -la promesa de estabilidad reduce la incertidumbre- sino también en el apoyo constante en los momentos de dificultad o tensión. «El matrimonio y la familia -afirman las autoras- proporcionan un sentido de dependencia, el sentido de amar y ser amado, de ser absolutamente esencial para la vida y la felicidad de los demás». Esto da una perspectiva diferente para afrontar los problemas que uno encuentra, «porque hay personas que dependen de ti, que cuentan contigo o se preocupan de ti».

Al otro lado de este marco de ventajas, hay que situar el escaso apoyo externo a la estabilidad matrimonial. De hecho, la mayoría de las guías para el divorcio e incluso de los manuales terapéuticos para los estudiantes aconsejan no considerar o minimizar el posible efecto negativo sobre los hijos, a la hora de aconsejar sobre la continuidad de un matrimonio.

Quizá uno de los aspectos más interesantes del libro sea la refutación -con datos- de la idea de que, si el matrimonio va mal, el divorcio es la mejor solución también para los hijos. Las autoras citan un estudio en el que se analizan las características de más de dos mil personas casadas, a lo largo de quince años. En la mayoría de los casos se llega a la conclusión de que tanto un matrimonio desgraciado como un divorcio reducen el bienestar de los hijos, pero, a largo plazo, el divorcio lleva a relaciones más problemáticas entre padres e hijos; aumenta la probabilidad de que los hijos se divorcien a su vez, y reduce también las posibilidades de éxito en la educación y en la carrera profesional de los hijos.

Divorcios inexplicables para los hijos

Un estudio más profundo de los efectos del divorcio distingue entre dos tipos de situaciones: los divorcios que ocurren en matrimonios con alto nivel de conflictividad y los que tienen lugar en hogares en los que las discusiones o la violencia no aparecen más que raramente. «En el primer caso, los hijos pueden experimentar el divorcio -al menos psicológicamente- como un alivio; en el segundo, la experiencia de la ruptura familiar les supone un desastre absoluto e inexplicable», se concluye. Y lo peor es que, entre los entrevistados, «sólo un treinta por ciento afirmaron haber tenido más de dos discusiones serias el mes anterior al divorcio». Los datos resultan claros: «La mayoría de los divorcios en los que hay niños implicados no rompen matrimonios desastrosos sino matrimonios que, desde el punto de vista de los hijos, son, al menos, suficientemente buenos».

Waite y Gallagher señalan también el papel que han tenido los abogados norteamericanos en la flexibilización de la legislación divorcista, hasta conseguir el divorcio unilateral, y sin necesidad de alegar ninguna causa.

Con la reforma introducida en Estados Unidos, resumen las autoras, «se requieren dos personas para casarse, pero sólo una para divorciarse a cualquier hora, por cualquier motivo y tan rápido como los tribunales puedan dividir las propiedades o definir a quién corresponde la custodia de los hijos».

Todas estas amenazas están bloqueando el descubrimiento de las ventajas del matrimonio y hacen prevalecer una mentalidad defensiva.

La falta de interés hacia el matrimonio se refleja en la disminución de ayudas específicas para la familia basada en el compromiso matrimonial. La presión de algunas minorías combativas hace parecer discriminatorio el establecimiento de políticas favorables al matrimonio -es un asunto privado, de dos adultos, en el que nadie tiene derecho a intervenir-. Paradójicamente, otras formas de relación, como pueden ser las parejas de hecho, exigen como propias las ventajas sociales de los casados y los tribunales cada vez se sienten más proclives a considerar que puede ser incluso inconstitucional tratar de manera diferente a las parejas, en función de si están o no casadas.

Una opción social preferente

Gallagher y Waite culminan su análisis con la sugerencia de unas líneas de actuación para reconocer al matrimonio como una opción social preferente. Hay que dejar de considerarlo como una opción privada más -aseguran- y verlo como lo que es: un compromiso público, un ideal moral y una institución social. Por eso la primera propuesta se refiere a la necesidad de hablar sobre el matrimonio. En un momento en que muchas personas han dejado de usar la palabra «matrimonio», los investigadores sociales y los expertos universitarios tienen una particular responsabilidad en analizar los efectos sociales del matrimonio. Por ejemplo, el cálculo del coste público de los fracasos matrimoniales proporcionaría datos para evaluar la oportunidad de muchas subvenciones o subsidios.

Otra de las sugerencias para fortalecer el matrimonio exigiría adecuar la política fiscal, de manera que no penalice a las familias con más de dos hijos, y reformar la legislación sobre el divorcio. Algo empieza a hacerse. El último capítulo recoge la experiencia reciente de dos Estados -Luisiana y Arizona- que en 1997 y 1998 establecieron leyes más restrictivas. En el primer caso, la reforma incluye un acceso limitado al divorcio, la prolongación de los períodos de espera y la obligatoriedad de asesoramiento familiar previo. También ofrece la posibilidad de elegir entre la legislación existente -que permite el divorcio unilateral- y un nuevo tipo de contrato matrimonial que limita el divorcio a ciertos casos.

Cambios legales

También se sugiere el restablecimiento de un estatuto legal particular para el matrimonio, con un nuevo modelo de derechos y responsabilidades. En el nuevo modelo de matrimonio, «se debería reconocer -apuntan las autoras- que cuanto más tiempo se lleva casado, más interdependientes se hacen las vidas y el daño de una separación legal es también mayor. También se debería tener en cuenta que los derechos y responsabilidades del matrimonio cambian de manera fundamental cuando se tienen hijos que todavía no han alcanzado la edad adulta».

Otro modo de abordar el fortalecimiento del matrimonio sería desaconsejar la maternidad en solitario, para lo cual los medios de comunicación y los personajes populares deberían dejar de presentarla como una opción más. Las consecuencias de estas campañas sobre las adolescentes pueden ser graves, sobre todo porque tener un hijo reduce las probabilidades de casarse posteriormente y complica las posibilidades de acabar los estudios.

Waite y Gallagher tienen también un mensaje para los hombres, quienes deberían tomar conciencia de los amplios beneficios del matrimonio. Estarían así más dispuestos a colaborar con sus esposas, pues muchas mujeres no encuentran ninguna ventaja en tener que trabajar para aportar ingresos y, a la vez, llevar la casa y ocuparse de los hijos. Los maridos deberían descubrir un nuevo beneficio: el de compartir la responsabilidad de ocuparse de la casa y de la familia.

Matrimonio y violencia doméstica

Una de las ideas difundidas por el feminismo radical es que el matrimonio coloca a la mujer en una situación peligrosa, con el riesgo de agresión o maltrato. Según este mito, los maridos ven a sus mujeres como una «propiedad», susceptible de ser tratada con violencia. Siguiendo el razonamiento, las crecientes tasas de divorcio no serían más que un indicio de que por fin las mujeres pueden escapar de esta agresión y, en consecuencia, cualquiera que pretenda limitar o retrasar las causas de divorcio está amenazando literalmente la vida de las mujeres.

Aun reconociendo que la violencia doméstica es un grave problema, Waite y Gallagher concluyen que no hay ninguna evidencia científica que apoye la relación de ésta con el matrimonio. En primer lugar, consideran que se da una confusión terminológica por la que no se distingue entre el «maltrato a la esposa» o entre los cónyuges, y la expresión «violencia doméstica», en la que se engloba todo tipo de agresiones, independientemente de su origen: maridos, novios, antiguos novios, conocidos, etc. También se incluyen aquí los ataques registrados en el marco de las parejas de hecho.

Las conclusiones del estudio confirman que, ante el riesgo de violencia, «el lugar más seguro para una mujer es el matrimonio». «Si el matrimonio fuera la verdadera causa de la violencia contra la mujer, los resultados demostrarían que sufren un riesgo mayor y también se registrarían más casos de maridos que agreden a sus mujeres, pero muy pocos lo hacen», afirman.

Por el contrario, abundantes investigaciones muestran que hay más riesgo de violencia para la mujer en las parejas de hecho. Por un lado, la mayoría de los hombres que mantienen estas relaciones son más jóvenes y tienen menos educación que los casados. Incluso filtrando las diferencias de educación, raza, edad y género, las personas que conviven tienen una propensión tres veces superior a la de los casados a mantener discusiones violentas.

Las parejas que cohabitan se encuentran mucho más aisladas socialmente que los matrimonios, aseguran las autoras. Es mucho más fácil que, cuando llegan los conflictos, las parejas de hecho tiendan a ser agresivas, puesto que no han invertido mucho en su relación y no tienen tanto que perder.

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(1) Linda J. Waite y Maggie Gallagher. The Case for Marriage. Doubleday. New York (2000). 260 págs. 24,95 dólares.
Linda J. Waite es profesora de Sociología en la Universidad de Chicago. Maggie Gallagher es directora del Marriage Program en el Institute for American Values.

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