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El eclipse del padre

publicado
DURACIÓN LECTURA: 13min.

Evelyne Sullerot explica que el individualismo y el afán de independencia, imperantes en la moral ambiental, han calado en muchas mujeres, que ya no consideran su bien personal y el de los hijos como ligado a la estabilidad del matrimonio.
«Lo que yo deseo es tratar de comprender y de explicar el ocaso de los padres al que asistimos en la actualidad, ocaso que afecta a la vez a su condición civil y social, a su papel biológico en la generación, a su papel en la familia, a su imagen en la sociedad, a la idea que se hacen ante sí mismos de la paternidad, de su dignidad, de sus deberes y de sus derechos, a su propia percepción de su identidad como padres, al modo como sienten sus relaciones con las madres de sus hijos y con las mujeres y a la forma en que imaginan el futuro de la paternidad». Lo que sorprende ante esta declaración de intenciones no es el querer intentar comprender o recobrar la figura paterna, sino el ver de quién proviene esta declaración. Evelyne Sullerot es una activa feminista francesa, socióloga, que ha centrado fundamentalmente su trabajo en el campo demográfico, familiar y de política social.

Con este libro ha levantado ampollas entre otras feministas. Ni más ni menos dedica todo un estudio pormenorizado, fundamentado en numerosos trabajos demográficos y sociológicos, a revalorizar la figura del padre y a reclamar sus derechos.

El reino de las madres

Según la autora, es evidente que el hombre ha sido desposeído de su paternidad, pues ahora es la mujer la que tiene el poder sobre la fecundidad. Debido a los anticonceptivos y a la fecundación artificial, la mujer se ha situado en el centro absoluto de la procreación. Ha pasado de ser dominada en este campo, a ser la dominadora absoluta. «Hemos pasado del reino de los padres al reino de las madres». Es ella la que decide tener o no tener el hijo, y es ella la que domina en la relación entre padres e hijos.

El que un padre siga en contacto con su hijo dependerá de cómo vaya la relación conyugal. Cada vez es más frecuente que sea la mujer la que solicita el divorcio, segura, además, de que la ley le concederá la custodia de los hijos. Es ella la que decide si los hijos seguirán manteniendo o no el contacto con el padre («la paternidad hoy depende de la madre, de su voluntad y de las relaciones que mantenga con el padre»), o si éste será sustituido por otro. De este modo, el papel del padre se va difuminando. Esa figura que para el niño supone estabilidad, seguridad… desaparece.

En un principio, las mujeres creyeron en la intercambiabilidad de roles entre padre y madre; pero hay funciones, hay rasgos que una mujer no puede asumir. Es verdad que el hombre en muchos casos ha dejado sola a la mujer frente a la educación de los hijos: «La madre se ha convertido en un progenitor completo que desempeña todos los papeles; el padre es aún un progenitor insuficiente». Pero esta situación nos ha llevado a una sociedad sin padres. Sullerot pretende llamar la atención sobre este estado de cosas, que nos conducirá a un grave deterioro de la humanidad, si no sabemos remediarlo.

Los dos son necesarios

A causa de las separaciones, divorcios, madres solteras, cambio de pareja, etc., un número muy elevado de chicos y chicas menores de 18 años no han conocido a su padre, o simplemente no le han vuelto a ver. En Francia uno de cada cuatro niños perderá el contacto con su padre antes de cumplir 16 años; en Noruega la proporción es uno de cada tres. El padre es expulsado de la familia, o simplemente prefiere no volver a ocupar ese sitio, o es sustituido por otro. El eslabón que se ha roto es el padre.

Sullerot insiste con orgullo en todo lo que ha hecho para defender los derechos de la mujer, también en lo que se refiere a obtener la custodia de los hijos. Sin embargo, ahora se da cuenta del gran error cometido, cuando analiza la situación de los millones de niños separados de sus padres.

La figura paterna es absolutamente necesaria para la configuración de la personalidad. La cuestión no es cuál de los dos progenitores es más importante, sino que ambos son necesarios por igual para el desarrollo psicológico armónico de los hijos.

El gran ausente

Es verdad que ese equilibrio ha sido muchas veces muy difícil a lo largo de la historia. En los primeros capítulos, la autora realiza una rápida reseña sobre ambas figuras. Es conocida la sujeción tradicional de la mujer al hombre. Pero, añade, «el gran fenómeno que prepara la hominización, y que suponemos lleva a cabo el ‘homo sapiens’, no es la muerte del padre, sino el nacimiento del padre». Así es como nace la familia: por el reconocimiento y aceptación de funciones como progenitores de una prole. La figura del padre era vista como el ejemplo y la ayuda necesaria para acceder a la vida. Era el maestro, el guía…

Sin embargo, a partir del siglo XVIII empieza a cambiar el papel del padre, pues «al promover la libertad de cada individuo, se pierde en unidad, en posibilidad de familia, de grupo». La propia organización de las ciudades, del trabajo… hace que, paulatinamente, se vaya perdiendo ese contacto con el padre, que se ha ido convirtiendo en el gran ausente. Paralelamente la mujer, al apropiarse de su cuerpo, ha ido marginando o negando al padre. Y es ella también la que en muchos hogares se ha visto forzada a asumir los roles de ambos progenitores.

Hoy es alarmante el número de hijos que no ven a su padre y, por ello, nunca tendrán la oportunidad de ver e imitar un ideal, un estilo, un modo de conducta paterna. En esta segunda mitad del siglo XX «se ha pasado de un extremo a otro en la consideración de los dos sexos y de sus papeles en la sociedad. En 1970, obnubilados por la idea de reformar las leyes únicamente en beneficio de los hijos, los juristas y los legisladores no son conscientes de que han cambiado por completo de óptica con respecto a los sexos, lo cual, como todas las generalizaciones, comporta una parte de ceguera y, a largo plazo, de injusticia». La balanza vuelve a inclinarse, aunque esta vez hacia la parte contraria. Ahora bien, evidentemente, «lospadres no lograrán nuevos derechos más que asumiendo voluntariamente nuevas cargas».

Construir sobre el amor

Un niño necesita conocer a sus dos progenitores, necesita la presencia real de ambos, que «no se mide en tiempo de presencia, sino en atención de cariño y amor». La paternidad procede de la voluntad y del corazón, llega a afirmar Sullerot, y a esto no se le puede poner cortapisas. Cada vez sabemos más de la paternidad biológica, pero cada vez menos de la paternidad socioafectiva. Los hombres deben volver a interiorizar su total responsabilidad ante la paternidad, y la mujer debe darse cuenta de que ella jamás será el único progenitor del hijo. Tanto los hombres como las mujeres alegan que se llega a estas situaciones conflictivas en bien del hijo, aunque lo que los hijos quieren es un padre que nunca les abandone. Y aquí es donde comienza el primer fracaso del hijo, donde comienza la reducción de las oportunidades materiales y afectivas de los hijos.

La propuesta de solución de Sullerot es el cambio de las leyes. Esto ya de por sí es mucho, pero, a la vez, insuficiente. Hay que ir a la raíz del problema. La raíz está en la concepción del hombre, en los valores que priman en él… y, como consecuencia, en la concepción de la familia y del matrimonio que se derivan de ello. Una familia que se construye sobre el amor y cuyas relaciones están asentadas en el amor, es lo que da sentido a los roles paterno y materno, a su carácter complementario e insustituible.

Marta Ruiz Corbella


El individualismo ambiental

Evelyne Sullerot explica que el individualismo y el afán de independencia, imperantes en la moral ambiental, han calado en muchas mujeres, que ya no consideran su bien personal y el de los hijos como ligado a la estabilidad del matrimonio.

La característica más notable de los divorcios ocurridos entre 1965 y 1985 es que han sido solicitados por mujeres en una proporción que oscila entre los dos tercios y tres cuartos, una proporción que en el caso concreto de Francia fue del 74%. Hasta hace poco, las mujeres se mostraban atemorizadas ante el estatuto de divorciadas. A partir de 1970, parecen enfrentarlo sin ningún tipo de miedo, a pesar de la precaria situación en que a menudo quedan tras la ruptura de su matrimonio.

Es verdad que ahora trabajan, pero no parece ser éste el factor más determinante. Todo parece indicar que el límite de tolerancia para la vida en común ha descendido, que el límite para un compromiso a largo plazo ha disminuido a medida que las mujeres eran más conscientes de sus aspiraciones personales: ahora sienten la necesidad de buscar su independencia, mientras que en el pasado se sentían obligadas a ceñirse a lo que se les decía que era la seguridad, una seguridad económica, pero también una seguridad social y afectiva. Sin embargo, las normas sociales han cambiado y las mujeres, que son muy sensibles a la moral explícita e implícita que se desprende de esas normas, han soportado cada vez peor una dependencia conyugal sin felicidad.

La independencia se ha convertido en el valor fundamental de nuestras sociedades individualistas. Toda educación y toda formación deben tender a desarrollar la realización personal y la autonomía de las personas a las que se dirige. La dependencia es sentida como una alienación, y denunciada como tal. Su aceptación ya no es una virtud. Además, la obsesión sexual ambiental y la sobrevaloración de la pareja con respecto a la familia han hecho que una vida conyugal mediocre desemboque en dramáticos fracasos personales. Las mujeres piensan que se deben a sí mismas, que necesitan, que deben escapar de lo que consideran un callejón sin salida. En caso contrario, las ideologías modernas, que efectúan reclasificaciones continuamente, las condenan a ocupar los últimos lugares de la tabla de valores, las condenan casi al oprobio.

Debido a que desde 1973 hemos recibido y ayudado a reciclarse en la vida profesional a miles de mujeres que deseaban divorciarse y que carecían de empleo, mis colaboradores de los centros Retravailler y yo misma hemos sido testigos de una rápida y clara evolución. Hace veinte años, las mujeres que tenían hijos y manifestaban su intención de divorciarse estaban inmersas en la culpabilidad, por muy dura que a veces fuera su situación matrimonial. No se atrevían a comunicar su proyecto a sus suegros, ni siquiera a sus padres, pues temían enfrentarse a sus convicciones. Tergiversaban a causa de los hijos.

Luego, año tras año, hemos visto llegar a mujeres más jóvenes, bastante menos abatidas y bastante más resueltas. Explican sin rodeos su deseo de divorciarse rápidamente «porque aún puedo tener posibilidades de rehacer mi vida». El hecho de que sus hijos sean pequeños tampoco las detiene: los hijos para ser felices, necesitan que su madre se sienta realizada, ¿no? Al menos, esto es lo que les repiten incansablemente las revistas femeninas, así como los consejeros familiares y conyugales. Para ellas, el divorcio es la ruptura de un vínculo que les une a un hombre al que no aman o que les ha causado un daño. No se trata en ningún caso de ruptura del vínculo que les une a sus hijos. Por lo demás, lo saben muy bien: toda la sociedad piensa como ellas y está a su favor: los jueces de familia les confiarán la custodia de los hijos. Se trata, desde su punto de vista, de un derecho natural que no admite discusión. Por otra parte, las escasas madres que se muestran un poco reticentes ante la asunción de esta custodia esperan a ser presionadas. Les parece que es así, que éste es el orden de las cosas: las mujeres deben ser autónomas y sexualmente realizadas, pero buenas madres. Es la moral ambiental.

Los padres marginados reaccionan

La experiencia muestra que el divorcio, concebido como solución a una disputa conyugal, engendra nuevos conflictos. El más notorio es el que surge a propósito de la pensión que los tribunales establecen, en la mayoría de los casos, a favor de la madre -que es la que, casi siempre, se queda con los hijos- y a expensas del padre. El divorcio suele suponer una importante reducción de renta para la madre y los hijos, que el padre debe compensar en virtud de sus obligaciones con éstos. Los frecuentes casos de impago de pensiones, por dificultades económicas o por irresponsabilidad, constituyen el más común casus belli para el bando de la mujer divorciada.

En cambio, es menos conocida la causa de la otra parte en conflicto. La pensión supone a veces una pesada carga para el padre, que por lo general pierde el derecho al domicilio conyugal y tiene que pagar otra vivienda, y que, si vuelve a casarse, se ve en el deber de mantener dos familias. Pero últimamente han aumentado las protestas de los padres divorciados por motivos menos materiales. Se quejan de que los tribunales adjudiquen sistemáticamente a la madre la tutela de los hijos, y de que a menudo se trate de cortarles el trato con ellos impidiendo o dificultando el ejercicio del derecho de visita. La magnitud del problema se adivina por la proliferación de organizaciones nacidas para defender a estos padres. Algunos ejemplos son Padres en rebeldía, S.O.S. Papá, Federación de movimientos de la condición de padre, en Francia; Hombres contra la pensión alimentaria, Padres sin hijos, en Australia. Pueden encontrarse entidades similares en Suiza, en Alemania, en Holanda…

En España se acaba de constituir la Asociación de Padres de Familia Separados (APFS). Su finalidad es, según su presidente, Juan Luis Rubio, «defender la figura del padre ante las posturas radicales e injustas de algunos movimientos feministas, y sobre todo la defensa de la familia como núcleo principal de la sociedad». En su declaración de intenciones, la APFS señala que, por una parte, la sociedad reclama a los padres separados que cumplan sus deberes con los hijos, y por otra la ley les niega o no protege su derecho a convivir con ellos, a criarlos y educarlos.

Según la APFS, la ley española de divorcio es «injusta y desigual para el hombre», y además viene siendo aplicada «de forma netamente feminista». Estos padres denuncian que el movimiento feminista radical intenta que se considere al padre separado «como un canalla maltratador, único culpable de todos los males que afectan a nuestros hijos en una sociedad insolidaria y competitiva que estas mismas feministas han contribuido a crear con su egoísmo y afán desmedido de una supuesta libertad sexual y de realización personal». Contra esto, exigen que «la ley contemple nuestro derecho natural a ejercer la paternidad de hecho y de derecho en pie de igualdad con la mujer».

Juan Domínguez

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1) Evelyne Sullerot. El nuevo padre. Un nuevo padre para un nuevo mundo. Ediciones B. Barcelona (1993). 365 págs. 10.350 ptas. (Quels pères, quels fils?, Fayard, París, 1992).

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