El derecho a la vida es irrenunciable

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Traducimos fragmentos de dos comentarios sobre la legalización de la eutanasia en el Territorio del Norte, en Australia (ver servicio 100/96). El primero es una carta a The Daily Telegraph (Londres, 30-IX-96) de John Fleming, médico australiano, director del Southern Cross Bioethics Institute (Adelaida).

(…) A mi juicio, el Parlamento federal tiene el deber de apoyar el proyecto de ley [para anular la ley del Territorio: ver servicio 124/96], porque está obligado a garantizar y proteger los derechos inalienables de los ciudadanos a la vida y a la libertad (Declaración Universal de Derechos Humanos).

Son inalienables aquellos derechos de los que nadie puede ser privado, ni siquiera por propia voluntad. El Estado no permite que nadie se venda voluntariamente como esclavo porque eso iría en perjuicio de la capacidad del Estado para proteger la libertad de los débiles y vulnerables, que podrían ser arrastrados a la esclavitud contra su voluntad.

Lo mismo vale para el derecho a la vida. Si se permite a algunos renunciar a su derecho a la vida (eutanasia voluntaria), a otros, en especial los débiles y vulnerables, se les quitará la vida en contra de su voluntad.

La experiencia muestra que así ocurre. En Holanda, en el 65% de los casos, la eutanasia no es voluntaria.

En Australia del Sur, según un estudio de la Universidad Flinders, el 19% de los médicos han practicado alguna eutanasia (de modo ilegal), y la mitad de ellos nunca han tenido un paciente que les pidiera la eutanasia.

El escritor australiano Morris West señala los peligros que entraña la legalización de la eutanasia (The Australian, 1-X-96).

Tengo 80 años y sufro ciertos achaques propios de mi edad. Por fuerza me he hecho a la idea de morir y tengo gran interés por el modo en que puede acabar mi vida.

En mi calidad de marido y padre, he formalizado mi «testamento vital», como popularmente se lo llama. Ahí expreso mi deseo de que, en caso de enfermedad terminal, no se tomen medidas extraordinarias para prolongar mi vida. Mi mujer y mis hijos han leído el documento y han dado su conformidad. Mis médicos conocen la existencia del testamento.

En ningún lugar del documento solicito ni exijo que se ponga fin a mi vida. No me creo en el derecho de cargar sobre nadie el peso de semejante decisión, ni sobre mi familia ni sobre los médicos. No puedo hacer otra cosa que confiarme a su competencia profesional y a su compasión, para que mi final sea lo menos doloroso posible.

Sé que muchos de mis conciudadanos opinan de otro modo, y reclaman un derecho, legalmente ratificado, a la cooperación al suicidio o eutanasia. (…) Estoy firmemente convencido de que las ambigüedades y dilemas que crea la enfermedad terminal no se podrán eliminar por medio de leyes. Cualquier ley [de eutanasia], por muy cuidadosamente elaborada que esté, se convierte de inmediato en una anomalía. Es a la vez permisiva y represiva. Es en todo caso -e inevitablemente- intervencionista. Es siempre restrictiva de la libertad y de la intimidad. Llama a comparecer a nuevas instancias en lugares y ocasiones en que de otro modo no tendrían derecho a estar.

Ningún lugar debería ser más privado que el lecho de muerte. Ningún lugar debería estar más libre de supervisión judicial y de investigaciones post mortem (…). Si se dan abusos, deben investigarse según la ley general. (…) Lo que no quiero es que se cree la nueva figura del exterminador legalizado que abre la salida de la vida después de completar todos los formularios y protocolos prescritos por un Estado impersonal.

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