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El conflicto entre eficiencia y equidad

publicado
DURACIÓN LECTURA: 15min.

Aspectos éticos del mercado de trabajo
La flexibilidad de los contratos de trabajo, las indemnizaciones por despido, el seguro de desempleo, las diferencias salariales, los mecanismos de redistribución de la renta… provocan debates en que salen a colación argumentos económicos, políticos y éticos. En el III Coloquio de Ética empresarial y Económica (Barcelona, 21-22 de octubre), organizado por el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE), Antonio Argandoña, profesor de Análisis Social y Económico del IESE, expuso algunos criterios necesarios para formarse un juicio sobre esas cuestiones. Ofrecemos un resumen de su intervención.

La ciencia económica toma el salario como la medida que resume todos los frutos y costes del trabajo. Así, un trabajo socialmente poco considerado, o insalubre, o con alto riesgo de enfermedad o accidente, o en una actividad desagradable, o un trabajo repetitivo y monótono, en el que el aprendizaje y el desarrollo personal sean muy escasos, exigirán remuneraciones elevadas. Y una ocupación en un sector de demanda volátil, en que las posibilidades de pérdida del puesto de trabajo son altas, exigirá también una remuneración mayor, a modo de prima de seguro.

Los ejemplos podrían multiplicarse. Es verdad que la realidad no siempre los avala: así, las ocupaciones más mecánicas, molestas y fatigosas no suelen ser las mejor pagadas. Pero no por ello es incorrecta la teoría, si tenemos en cuenta otros aspectos, p. ej., el hecho de que los trabajos manuales no cualificados los ejecuta personal con muy escasa formación y, por tanto, con una productividad baja.

Los criterios éticos no parecen coincidir con los que acabamos de enunciar, sino que parecen proponer altas remuneraciones, más una elevada consideración social, más la mayor seguridad, más elevadas oportunidades de formación, etc.: un bonito ideal que la economía se encarga de bajar al plano de la realidad. La limitación de los recursos hace que no se pueda ofrecer todo al mismo tiempo. Lo cual no deja sin quehacer a la ética: ésta establecerá los mínimos que la dignidad del hombre exige en cada caso, y aconsejará acciones que permitan mejorar los intercambios entre, p. ej., salario y seguridad en el puesto de trabajo.

Lo que el salario no paga

El salario puede tomarse como referencia de las complejas condiciones del contrato de trabajo, aunque con limitaciones. Primero, el salario no puede comprar todo eficientemente. El que tiene un empleo con elevada probabilidad de caer en el paro querrá protegerse de esa eventualidad contratando un seguro que le garantice un sueldo para esos periodos de paro. Pero ninguna compañía de seguros querrá suscribir ese contrato, porque el riesgo para ella es demasiado elevado. Los trabajadores con mayor probabilidad de caer en el desempleo tendrán interés en suscribir ese seguro, lo que exigirá primas altas, que desanimarán a los trabajadores de empleo más estable, en una especie de círculo vicioso. Éste es un caso de fallo del mercado, que justifica una intervención del Estado: en este caso, un seguro de desempleo obligatorio (aunque no necesariamente de provisión pública).

Por otra parte, un contrato de trabajo tiene para el trabajador al menos dos dimensiones: el salario actual y la expectativa de salarios futuros. Un contrato de trabajo no puede garantizar una renta estable y suficientemente segura para el futuro, debido a fallos del mercado y a la existencia de trabajadores (futuros) que aún no están en el mercado de trabajo: no puede garantizar la eficiencia económica. El salario que optimiza la eficiencia económica no optimiza el reparto de riesgos.

Pero hay también otros aspectos en la relación laboral que el dinero no compra. El deseo de ayudar al grupo de trabajo, o de sacar a la empresa de un apuro, puede llevar al trabajador a hacer horas extraordinarias sin cobrar. Asimismo, por ser útil a la sociedad, a la patria o a otras personas, uno es capaz de trabajar gratis.

La eficiencia del mercado de trabajo

Hay un mercado en que se compran y venden servicios laborales, y podemos hablar de oferta y demanda de trabajo, y su precio, el salario. Reconocer esto no es atentar contra la dignidad del trabajador ni del trabajo: éste es un recurso escaso y necesario, al que pueden -deben- aplicarse las reglas económicas, como a cualquier otro bien o servicio. Pero el hecho de que el titular del trabajo sea la persona humana nos obliga a ser especialmente cuidadosos.

La teoría económica supone que el mercado soluciona el problema de la asignación de los recursos -en nuestro caso, dónde encontrar un empleo o un empleado, a qué salario, en qué condiciones, etc.- de una manera eficiente. Eficiente se debe entender aquí en un doble sentido: a) que lleva al pleno empleo (en el sentido estricto de que todo el que busca empleo lo encuentra, al salario vigente, y toda empresa que busca trabajadores, los encuentra, al salario vigente), y b) que cualquier otra asignación del trabajo viola el «principio económico», porque ofrece menos producto por el mismo volumen de empleo, o exige más empleo para obtener el mismo volumen de producción.

La eficiencia del mercado no se alcanza cuando se producen fallos del mercado, que suelen justificar las intervenciones del Estado. Se dan dichos fallos en los casos siguientes:

1) Ausencia de competencia, p. ej., cuando una empresa es, de hecho, el único demandante de trabajo en una localidad, sin alternativas próximas. La falta de competencia puede ocurrir también dentro de la empresa, p. ej., cuando los trabajadores ya ocupados ejercen presión para eliminar la competencia de nuevos trabajadores potenciales, se benefician de salarios más altos en las fases de auge y se defienden del despido o de la reducción de salarios en las de recesión mediante la huelga y otras medidas de fuerza.

2) Efectos externos, cuando las acciones de un agente en el mercado influyen sobre otro, fuera del mecanismo de precios. Así, la formación de los trabajadores de una empresa beneficia a otras, si los pueden contratar sin pagar los costes de su formación. Asimismo, los trabajadores aún no nacidos se verán sujetos a cotizaciones sociales que ellos no habrán podido discutir.

3) Información incompleta, una situación muy frecuente en los mercados de trabajo. La empresa contrata trabajadores de cuyas cualidades y conocimientos tiene sólo una idea remota -y lo mismo ocurre con las condiciones de trabajo para los empleados-, lo que estimula la ocultación de información.

¿Qué desigualdades hay que corregir?

Además de los fallos del mercado, se suele alegar otro motivo para la intervención del Estado: la redistribución de la renta. El volumen de empleo, el nivel de salarios, etc., que resulten dependerán de la distribución inicial de recursos (capacidades laborales, stock de capital, tecnología disponible, etc.), por lo que, aunque sean eficientes desde el punto de vista económico, pueden no ser deseables (justos) con criterios éticos (o políticos).

El problema que se genera -el conflicto entre eficiencia y equidad- puede entenderse de dos maneras. La primera, cuando la distribución de la renta resultante pone a algunas personas en condiciones de pobreza o miseria, porque no disponen de recursos (trabajo) que el mercado valora (falta de cualificaciones o actitudes necesarias, marginación, etc.). La segunda tiene lugar cuando la distribución de la renta entre factores (capital y trabajo) o entre personas no parece justa porque las diferencias de rentas son excesivas, o los ingresos de ciertas ocupaciones son (relativa o absolutamente) demasiado bajos, etc.

El conflicto entre eficiencia y equidad es difícil de resolver: primero, porque no disponemos de criterios claros y objetivos acerca de lo que es una distribución justa, y segundo, porque las soluciones dadas al problema de la equidad interfieren con la eficiencia.

Según el primer enfoque, habría que corregir toda distribución en que alguien quede por debajo de un nivel de pobreza. Esto podría justificarse por el principio ético del derecho de todos los hombres a los bienes necesarios para su subsistencia, o por el de la dignidad de la persona. Queda por determinar, de todas maneras, dónde se establece el nivel de miseria o pobreza. Si se quiere evitar el conflicto entre equidad y eficiencia, ese nivel debería ser muy bajo, de subsistencia -pero probablemente esto resulte inadmisible para muchos-, ya que, cuando ese nivel se eleva, se fomentan actitudes oportunistas entre los beneficiarios de la protección. Por otro lado, hay ocasiones en que el nivel mínimo necesario para estar en condiciones de incorporarse a la vida laboral puede ser relativamente alto.

Con un criterio más amplio de lo que es una distribución justa, el conflicto entre eficiencia y equidad se acentúa. Hay motivos para pensar que todo el mundo tiene derecho a disfrutar de los bienes de la tierra en un nivel superior al mínimo; pero esto puede generar conductas éticamente indeseables, o contradecir otros criterios éticos, como el de la responsabilidad personal en la sustentación y desarrollo propios y de la familia, o el principio de subsidiariedad, etc. El tema no está definitivamente resuelto.

En todo caso, parece que los mecanismos redistributivos que afectan directamente al mercado de trabajo (salario mínimo, acción afirmativa, etc.) tienen efectos más importantes sobre la eficiencia. Por eso muchos autores, reconociendo la relevancia del conflicto entre equidad y eficiencia, se inclinan por una redistribución dirigida a proporcionar una renta mínima a todas las personas y un mecanismo protector de ámbito general (seguridad social con una protección baja), y no la persecución de objetivos igualitarios.

¿Hasta dónde debe llegar la protección contra el despido?

Los criterios expuestos pueden aplicarse a problemas que están de actualidad en España.

El abaratamiento del despido. En momentos de recesión, una empresa desea tener la posibilidad de despedir trabajadores sobrantes para reducir sus costes y poder sobrevivir. (La otra posibilidad -reducir los salarios- parece menos factible, desde el punto de vista técnico, y menos eficiente. A las empresas les interesa conservar sus trabajadores cualificados y leales, para lo cual debe mantener sus salarios aun en momentos de recesión. Además, la presión sindical, por un lado, y la de los trabajadores ya ocupados, por otro, dificultan la reducción de salarios.) El contrato indefinido absoluto, explícito o implícito, no es viable en un mundo en que la actividad económica está sujeta a ciclos más o menos marcados.

Ahora bien, la legislación española se basó, desde los años 40, en el contrato indefinido, con altas indemnizaciones por despido improcedente y trámites administrativos engorrosos, que retardaban la posibilidad de un ajuste de plantillas por causas de fuerza mayor. Buena parte del aumento del desempleo de los años 70 y primeros de los 80 se debió a los altos costes de despido, que redujeron el incentivo a contratar nuevos trabajadores, cuando se presentó la oportunidad, incentivando la introducción de tecnologías intensivas en capital, a costa de las que creaban empleo.

La solución económica lógica era abaratar los costes de despido; pero esto provocaba problemas económicos, socio-políticos y éticos. Entre los primeros, si el despido es fácil y barato, la empresa puede perder el incentivo a tener plantillas permanentes y a formar a sus trabajadores; ello justificaría alguna dificultad o coste a la hora de dar por concluida la relación laboral, pero probablemente mucho menor que los más de 8-10 meses de indemnización media por despido que se pagaban en España a principios de los años 90.

Los problemas socio-políticos eran más importantes, en cuanto que los sindicatos no querían oír hablar de algo que sonase como «despido libre».

La ética no rechaza el despido, cuando es necesario para la continuidad de la empresa, pero establece una serie de condiciones.

– Que se impida el despido injusto y que se dé la adecuada protección jurídica al trabajador, para que pueda defender sus derechos; esto remite a la legislación laboral.

– Que la causa del despido sea suficientemente grave, que los daños previsibles de la medida sean proporcionales a la necesidad y urgencia de ésta, y que sólo se recurra al despido cuando no haya otras soluciones. Estas condiciones justifican, a lo más, un expediente informativo a las autoridades, a los sindicatos y a los trabajadores, con algún medio de defensa para éstos, si la decisión parece desproporcionada.

– Que el trabajador no caiga en la miseria; esta condición se satisface con el seguro de desempleo, que en España coexiste con la indemnización por despido, lo que parece redundante.

– Que se proporcionen al despedido medios para que pueda encontrar un nuevo empleo, lo cual tiene que ver con el funcionamiento de las oficinas de colocación.

– Que la actuación de los directivos haya sido honrada, lo que apunta a la posible responsabilidad de los propietarios y gestores, pero tampoco parece justificar una indemnización por despido, además del seguro de desempleo.

Cuando se analiza con detenimiento el tema, no parece existir un criterio ético que justifique la elevada indemnización por despido o el establecimiento de dificultades legales y administrativas extraordinarias, sino, en todo caso, razones socio-políticas (la presión sindical, el ejemplo de la legislación de otros países) y otras de carácter económico, pero inapropiadas. En efecto, la alta indemnización por despido se estableció hace muchos años, cuando no existía un sistema de seguro de desempleo; de este modo, los costes de la protección del trabajador se cargaban sobre la empresa, pero no mediante un sistema de protección global, sino directamente sobre cada empresa (lo cual agravaba sus problemas financieros, en caso de crisis). Parece, pues, una decisión cómoda pero ineficiente, y probablemente injusta.

La reforma de la contratación laboral. En 1984, el gobierno español amplió considerablemente la gama de contratos de trabajo (sobre todo, los contratos temporales), en un intento de reducir las elevadas cifras de paro. Para las empresas, era una solución cómoda recurrir a contratos temporales cuya rescisión al final del plazo convenido no implicaba apenas requisitos administrativos ni costes de despido sustanciales.

Desde el punto de vista económico, se trata de una medida ineficiente: alta rotación, escasa lealtad a la empresa, menos participación, poca inversión en «capital humano» (y, por tanto, poco aumento de productividad), incremento del poder de los trabajadores ya colocados (en perjuicio de los temporales), etc. Sin embargo, sirvió para reducir considerablemente el número de parados y dar al mercado la flexibilidad que los contratos indefinidos le quitaban. Así que parece lógico abaratar el despido y establecer diversos contratos de carácter definido, adecuados a las distintas necesidades de las empresas y los trabajadores.

Y esto parece también lógico desde el punto de vista ético. Dejar que las partes pacten libremente la duración y caracteres de los contratos parece compatible con la dignidad y libertad de las personas; y si hay que tomar medidas prudenciales, éstas no tienen por qué interferir con la libertad de contratación. Tales serían la existencia de tribunales eficientes en que los trabajadores puedan reclamar sus derechos, un seguro de desempleo acomodado a las circunstancias de los contratos temporales, medidas para la formación cuando la empresa no la proporciona (por la breve duración del contrato), etc.

La reforma del seguro de desempleo. En el pasado, por razones económicas y políticas (¿y quizás también éticas?), se acentuó la sobreprotección de los trabajadores desempleados, mediante un sistema generoso por su duración (hasta 24 meses, seguido, en algunos casos, de un largo periodo de subsidio), por la cuantía (70% del salario anterior, como máximo), por las condiciones para tener derecho a percibirlo (desde seis meses) y por el tratamiento fiscal de las prestaciones (que no se incluían en la base del impuesto sobre la renta), y que se sumaba a la indemnización por despido.

El resultado fue un sistema muy poco eficiente que desanimaba la búsqueda activa de empleo, y reducía la presión para moderar el crecimiento de los salarios, acentuando la división entre trabajadores ya ocupados, con gran poder de mercado, y desempleados, sin poder efectivo. Había, desde luego, razones políticas para apoyarlo, pero no razones éticas. En efecto, la función social del seguro de desempleo debe combinarse con la búsqueda activa de empleo, la moderación de los costes salariales, la aceptación de un nuevo empleo siempre que las condiciones sean razonables, la integración del parado en un proceso de reciclaje profesional, etc. Nada de esto se consigue con el sistema vigente.

La reforma debe plaotearse, pues, en términos de maotenimiento de una renta mínima (no necesariamente a nivel de subsistencia, ni necesariamente constante a lo largo del tiempo, ya que es lógico que el sistema sea más generoso o estricto, según crezca o decrezca el desempleo), homogeneizada con el resto de las rentas a efectos fiscales, vinculada a plaoes de formación y reciclaje, ligada a la aceptación pronta de un nuevo empleo (aunque sea en condiciones inferiores a las del trabajo anterior) y con clara función de remedio, no redistributiva (esta tarea corresponde a los impuestos progresivos y las transferencias asistenciales). Priman aquí, claramente, las razones económicas, frente a los supuestos argumentos éticos, que tienen muy poco respaldo.

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