El cerebro y la mente, realidades distintas

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Atolladeros de los que buscan la conciencia en un «saco de neuronas»
La diferencia entre el hombre y el chimpancé es muy grande y evidente. Pero no estriba en los genes, que son idénticos para ambas especies en más de un 90%. Un estudio recién publicado (Science, 12-IV-2002) señala que la mayor diversidad está en el cerebro: los mismos genes expresan muchas más proteínas en las neuronas humanas que en las simiescas. Sin embargo -advierten los autores-, esto no explica cómo, en concreto, esa diferencia de actividad genética se relaciona con la diferencia de capacidades y conducta. Esta laguna es un caso común en neurociencia. Algunos afirman que el pensamiento procede simplemente de los procesos físico-químicos cerebrales; pero si se les pregunta cómo procede, sólo pueden responder que algún día se sabrá. Otros, más cautos, dudan que la fisiología del cerebro baste para esclarecer el misterio de la mente.

La neurociencia ha proporcionado a lo largo del siglo XX importantes conocimientos acerca de la constitución del sistema nervioso. Hoy se sabe con relativa precisión que así como se renuevan continuamente la piel de nuestro cuerpo o las células sanguíneas, así cambia también con el tiempo nuestro cerebro. Pero se sabe además que, a diferencia de lo que ocurre con las otras células, la mayoría de las neuronas pierden su capacidad de reproducirse cuando nace el individuo o poco tiempo después. Tal vez los cambios del cerebro consistan sobre todo en conexiones y desconexiones entre neuronas.

Las técnicas que han hecho posible profundizar en el estudio del cerebro, como la tomografía de emisión de positrones y la imagen funcional de resonancia magnética, han experimentado también -especialmente en las dos últimas décadas- avances que abren prometedoras perspectivas. Estas técnicas permiten, por ejemplo, registrar gráficamente la localización de las neuronas implicadas en ciertos fenómenos mentales, mediante la detección de las variaciones del flujo y de la oxigenación de la sangre que rodea a esas neuronas.

Por otra parte, también es hoy un hecho generalmente admitido que sólo poseemos un conocimiento limitado del modo en que el cerebro y la mente se relacionan entre sí; otro tanto cabría decir acerca de la capacidad de reflexionar sobre los hechos pasados, de pensar, de imaginar… Y así resulta que, después de un siglo de notables descubrimientos acerca de los componentes celulares del cerebro animal, ni siquiera es bien conocido todavía el sistema nervioso de los animales más simples.

Un «saco de neuronas»

Francisco Mora, doctor en Neurociencia por la Universidad de Oxford, piensa -y así lo manifestaba en una reciente conferencia- que los cambios que se van operando en nuestro cerebro a lo largo de la vida «son los que hacen cambiar nuestra conducta, nuestras percepciones y experiencias, nuestras relaciones con los demás, nuestros procesos mentales y hasta nuestra propia conciencia» (El Cultural, 14-XI-2001).

Aquel «saco de neuronas» del que hablaba Francis Crick -más conocido por sus aportaciones al conocimiento de la estructura del ADN-, en referencia al cerebro humano, sigue latiendo, al parecer, en el pensamiento de algunos científicos: «Cuando sepamos mejor -ha dicho Crick- qué es lo que hacen los genes implicados, será posible reconstruir la evolución reciente del cerebro de los mamíferos y conocer con más detalle los procesos que hacen que un saco de neuronas se organice para formar un cerebro funcional». Y es que, para este científico, la mente no es, en definitiva, más que una de las propiedades colectivas de ese saco de neuronas organizado adecuadamente.

Es justamente aquí, en la forma que tienen algunos de explicar las relaciones entre mente y cerebro, donde se encuentra uno de los frentes más vulnerables en el brumoso campo de la neurociencia: el intento de reducir lo mental y subjetivo a puros procesos de fisiología neuronal. Pero, tras este modo de enfocar el problema, se descubre fácilmente un presupuesto ideológico: el que presuntamente daría consistencia a la teoría, según la cual el hombre es sólo un producto -muy sofisticado, sí, pero sólo un producto material, al fin y al cabo- de la evolución biológica.

La región más selecta

La sustancia gris que recubre el cerebro -la corteza cerebral- es un «cosmos» realmente complejo, tanto desde el punto de vista estructural, como en lo que atañe a su funcionamiento. Hasta tal punto es así que, si en algo están de acuerdo los estudiosos del cerebro es en afirmar que, más de un siglo después de que Santiago Ramón y Cajal expusiera los resultados de sus trabajos -por los que recibió el premio Nobel en 1906-, todavía nos encontramos prácticamente en los comienzos de la neurociencia. De hecho, los especialistas reconocen abiertamente que aún hoy «se desconoce cuáles son las divisiones estructurales del neocórtex» (1).

Los neurólogos se refieren al neocórtex como a la región más selecta de la corteza cerebral humana, debido a su implicación directa en muchos aspectos del comportamiento; también por ser la parte -digámoslo así- «más humana» del sistema nervioso: la región donde se localiza eso que solemos llamar «capacidades superiores del hombre», como son el habla, el pensamiento, etc. Se sabe que esa fina capa del cerebro se compone de unos 20.000 millones de neuronas (según las estimaciones hechas por la neuróloga danesa Bente Pakkenberg [2], del Kommunehospital de Copenhague, en 1997): un número muchísimo más elevado del que se sospechaba hasta hace sólo unos pocos años. Dichas neuronas se hallan interconectadas mediante múltiples conexiones (sinapsis) que, en conjunto, forman un entramado sumamente complejo de circuitos, los cuales a su vez forman parte de un sistema de redes neuronales.

Se calcula que cada célula de la corteza cerebral está en condiciones de enviar señales a otras diez mil neuronas. Las posibilidades combinatorias, como se ve, son inmensas. Y por si este «cosmos» no fuera todavía bastante complicado, tampoco se sabe aún qué es lo que mantiene a las neuronas tan estrechamente unidas entre sí. Parece claro que apenas hemos empezado a vislumbrar ese «universo» de misterios que es nuestro cerebro.

La alegoría de la máquina

A lo largo de la historia, algunos pensadores han comparado el funcionamiento del cerebro con el de una máquina. Desde los años cincuenta, los ordenadores pasaron a ser el modelo de máquina con el que se intenta explicar la estructura y el funcionamiento del neocórtex. Y es que no se puede negar que el cerebro también actúa como una máquina. A veces, sin embargo, se suprime injustificadamente el adverbio también de esa afirmación cierta, y así se va construyendo la base de algunas teorías en las que subyace el mismo enfoque reduccionista que ya hacían de esta cuestión los antiguos mecanicistas.

Todavía no se sabe cuántos tipos de neuronas hay en nuestro cerebro; e igualmente tampoco sabemos, por ejemplo, cuántos neurotransmisores hay implicados en la transmisión de los impulsos nerviosos. De hecho, gracias a los recientes desarrollos de la neurología, hoy se puede decir que hasta el cerebro más simple es demasiado complejo para que sus propiedades se puedan predecir -como ocurre con las máquinas- a partir de las de sus componentes.

Con todo, persiste en ciertos ambientes la creencia de que la mente humana es únicamente el cerebro y que es sólo una máquina; y, con esa creencia, el convencimiento también de que toda máquina tarde o temprano, con paciencia, puede ser analizada hasta desvelar por completo su funcionamiento. Es, sin embargo, la misma neurociencia la que proporciona los motivos para negar los planteamientos mecanicistas. Tal vez los mismos motivos que llevan a algunos científicos, como John Maddox -el que fuera durante más de dos décadas director de Nature-, a preguntarse: «¿Cómo es posible que la transmisión de mensajes tan simples de neurona a neurona pueda dar lugar a las elaboradas imágenes mentales con las que todos estamos familiarizados, desde el recuerdo de una sinfonía de Beethoven a la espectacular imagen del Gran Cañón del Colorado?». Los mecanicistas no dudarán en afirmar con fingida seguridad que esa transmisión y esas elaboradas imágenes son pura físico-química cerebral. Sin embargo, lo único que sabemos con certeza es que esa transmisión es posible; pero aún no sabemos cómo esos impulsos nerviosos se traducen en elaboradas imágenes.

¿Conciencia o actividad cerebral?

El paso de la no conciencia a la conciencia es, seguramente, una de las cuestiones que más ha dado que hablar a los estudiosos del cerebro. Los defensores de los planteamientos materialistas piensan que dicho paso no sería más que un salto cuantitativo: un cambio de orden similar al que puede observarse en las crecientes prestaciones de los ordenadores. Esta clase de analogías parece haber reforzado el convencimiento, en esos ambientes, de que toda la actividad humana, incluida la propia conciencia y aun los principios éticos, son reductibles a la actividad cerebral: «Todos los procesos mentales, incluso los que dan lugar a los más excelsos pensamientos creativos o espirituales (lo que incluye los principios morales, la religión y hasta la misma concepción de Dios) derivan o son operaciones del cerebro» (F. Mora, en El Cultural, 14-XI-2001).

En términos similares a los de Mora se expresaba recientemente Javier de Felipe, neurobiólogo del Instituto Cajal del CSIC y participante en el Proyecto Neurolab de la NASA, al ser preguntado en una entrevista sobre la relación entre el cerebro humano y Dios. Para este científico, «todo sentido ético y religioso nace del cerebro» (La Vanguardia, 12-III-2002); en consecuencia, «creer es también una actividad mental, un derivado del cerebro». Afirmaciones quizás un tanto excesivas si se tiene en cuenta que, en el curso de la misma entrevista, De Felipe reconocía: «¡Cada cerebro es un prodigio! Yo me levanto cada mañana pensando en esto: en qué procesos biológicos dan lugar a la actividad mental, a las ideas, a la imaginación…».

La neurociencia, al menos hasta la fecha, no da para tanto. De hecho, son numerosos los científicos que han visto (y ven) las cosas de forma muy diferente.

El desconocido cableado

Los estudios actuales, en relación con el cerebro, suelen poner de relieve la enorme diversidad -y número- de conexiones interneuronales que deben de existir en la corteza cerebral. Para algunos neurobiólogos, como F. Mora, «es en estos vericuetos de las conexiones del cerebro en donde se crean, por códigos temporales todavía desconocidos, los más excelsos pensamientos, el conocimiento y la conciencia». Por eso, «la neurociencia busca hoy -como podía leerse en un titular reciente de prensa- el ‘cableado’ de los procesos creativos y espirituales».

Las anteriores afirmaciones podrían parecer conclusiones científicas inapelables. En realidad, no es gran cosa lo que hoy puede decirse a ciencia cierta acerca de esos «vericuetos», o sea, acerca de la estructura y funcionamiento de los circuitos neuronales.

Según los citados cálculos de Pakkenberg, el cerebro humano posee una media de unos 20.000 millones de neuronas interconectadas entre sí mediante las uniones sinápticas. Se ha calculado también que el número de esos contactos se eleva a unos 1.600 billones. Estas cifras deberían sobre todo invitar a ponderar con mayor prudencia los datos, más bien escasos, de que actualmente disponemos y, más aún, a distinguir las conclusiones científicas de lo que son sólo simples elucubraciones.

Con todo, algunos científicos creen que todo el misterio del hombre se concentra y agota en el cerebro. «Es claro -dice Francisco Mora, quien, a juzgar por sus palabras, parece haber llegado a la quintaesencia del funcionamiento cerebral- que aprender, memorizar, olvidar, significa precisamente eso: cambiar constantemente el cerebro. ¿Y acaso aprender y memorizar (sea ello nuevos conceptos e ideas, patrones morales o sociales o sentimientos) no es la esencia de nuestro ser y obrar en el mundo?».

No es esta, evidentemente, una conclusión científica, ni nada que se le parezca; pero sí una pregunta de cierto calado metafísico que, de nuevo entre interrogantes, anticipa todo un mensaje por parte de quien la hace: en este caso, la particular concepción ideológica acerca del hombre por parte de un convencido (o tal vez un perplejo) materialista. Estamos así, de nuevo, ante el escollo reduccionista; un obstáculo que algunos quieren esquivar ágilmente mediante un acto de fe (en la ciencia), como lo reflejan las siguientes palabras (curiosamente rematadas también con la consabida pregunta que queda en el aire) de Maddox: «Sea lo que sea la conciencia, tiene que ser [el énfasis es mío] una adaptación favorecida por las fuerzas habituales de la selección natural. ¿No es así -se pregunta Maddox- como hemos adquirido -se responde- todas nuestras características?» (3).

Posiciones no materialistas

En el fondo de muchas de las actuales explicaciones materialistas sobre el hombre subyace la idea propugnada por Huxley (1825-1895), según la cual el psiquismo de los animales y la conciencia del hombre son realidades emergentes de la materia.

Pero las distintas concepciones materialistas que tratan de explicar la naturaleza de la mente ni siquiera han conseguido ponerse de acuerdo entre sí en una base común que pueda servirles como punto de partida para justificar sus respectivas tesis. Es por ello comprensible que algunos científicos se hayan decantado decididamente hacia posiciones no materialistas, por verlas más adecuadas con la realidad de los hechos. Esa es la postura, entre otros, del neurofisiólogo John C. Eccles (1903-1997), premio Nobel de Medicina en 1963, quien llegó a la conclusión de que el cerebro humano está dirigido por una mente autoconsciente.

La idea de Eccles de una «mente autoconsciente» desentona de forma un tanto abrupta en el contexto de ciertas exposiciones empíricas de la fisiología cerebral. Pero la conclusión de este científico es que la conducta humana sólo se explica si postulamos que en el hombre hay una mente no material, autoconsciente. La mente puede, según Eccles, dirigir la actividad cerebral de una manera activa, seleccionando e integrando aquello que recibe el cerebro, y causando también los actos voluntarios.

La conclusión de Eccles no es un caso aislado en la ciencia moderna. Científicos de gran relevancia, entre los estudiosos del cerebro, han coincidido en afirmar que, además de la materia organizada del cerebro, hay en el hombre un principio de orden no material, llámesele mente, alma o espíritu. Los trabajos del británico Charles Sherrington (1857-1952), figura señera de la neurofisiología moderna y premio Nobel de Medicina en 1932, o los del médico canadiense Wilder Penfield (1891-1976), uno de los fundadores de la neurocirugía funcional, son de obligada mención. Según este último, «la base física de la mente es la actividad del cerebro que en cada individuo acompaña la actividad de su espíritu; pero el espíritu es libre y capaz de cierto grado de iniciativa». De modo similar se expresaba en un artículo de 1970 el neurocientífico estadounidense Roger Sperry (1913-1994), investigador del Instituto Tecnológico de California y premio Nobel de Medicina en 1981 por sus estudios de las funciones especializadas del cerebro humano: «Nuestra interpretación de los hechos tiende a devolver a la mente su antigua posición privilegiada sobre la materia, porque muestra que los fenómenos mentales trascienden los de la fisiología y la bioquímica».

__________________________(1) De Felipe, Javier, «Microestructura del córtex cerebral: el microcircuito básico». Simposio «La evolución del cerebro y el origen del habla humana», Museo de la Ciencia, de la Fundación «La Caixa» (octubre, 2001).(2) En realidad, la investigadora danesa comprobó, tras estudiar 94 cerebros de hombres muertos de 20 a 90 años, que los hombres cuentan con unos 4.000 millones de células cerebrales más que la mujer: 23.000 millones de células cerebrales, como media, frente a los 19.000 millones de las mujeres. «No sabemos -dijo Pakkenberg, al concluir su estudio- para qué usan los hombres esas células de más». Su estudio destacó asimismo que no hay relación entre cantidad de células e inteligencia.(3) Maddox, J., Lo que queda por descubrir, Debate, 2001.Para saber másFrancesc Nicolau i Pons, El cerebro y el alma humana

El autor, matemático y profesor de filosofía, hace un examen crítico de las distintas teorías que tratan de explicar la naturaleza de la mente. Libro divulgativo, apropiado para un público amplio.

Santandreu. Barcelona (1996). 234 págs. 11,56 €. T.o.: El cervell i l’ànima humana.Karl Popper y John Eccles, El yo y su cerebro

El filósofo Popper argumenta contra las tesis materialistas que reducen el pensamiento a la actividad fisiológica del cerebro; a la vez, se declara agnóstico y niega la inmortalidad del espíritu humano. Por su parte, el neurocientífico Eccles sostiene que el alma humana es creada por Dios y propone hipótesis para explicar la interacción entre la mente espiritual y el cerebro. Para lectores expertos.

Labor. Barcelona (1985). 682 págs. 15,88 €. T.o.: The Self and Its Brain.Octavio Rico

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