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El catastrofismo, una ideología que explota el miedo

Fuente: City Journal
publicado
DURACIÓN LECTURA: 4min.

Pascal Bruckner es un ensayista francés, autor de libros que examinan de modo crítico tópicos y actitudes arraigadas en las sociedades occidentales contemporáneas. Algunas de sus obras son La tentación de la inocencia, La tiranía de la penitencia, La euforia perpetua.

Es fácil constatar, dice Bruckner en City Journal, la expansión de una mentalidad catastrofista, particularmente intensa en los medios de comunicación. Junto con la predicción de grandes desastres, se propaga el miedo: miedo “al progreso, a la ciencia, a la demografía, al calentamiento global, a la tecnología, a la alimentación”. La gente se sobrecoge cuando se nos dice que “en cinco o diez años, la temperatura aumentará, la Tierra se convertirá en un lugar inhabitable, se multiplicarán los desastres naturales; el clima nos llevará a la guerra y las centrales nucleares explotarán”.

La ideología de la catástrofe
Según Bruckner, se ha producido un cambio de paradigma, lo que explica que también los líderes políticos, los científicos y los intelectuales se sientan apresados por esta nueva mentalidad apocalíptica: la era de las revoluciones técnicas ha sido sustituida por la del pesimismo y la culpabilidad.

La ideología de la catástrofe ha tomado, desde el final del siglo pasado, el lugar que había ocupado el dogma ilustrado del progreso. Pero ¿cuáles son las razones de este cambio? El catastrofismo no opera identificando a partes culpables, sino que generaliza la responsabilidad por el futuro de la Tierra: la culpa es, pues, “de la humanidad, en su voluntad de dominar el planeta”.

El ecologismo catastrofista, dice Bruckner, sintetiza tanto la crítica marxista al capitalismo como el complejo antioccidental que, tras el colonialismo, ha pedido cuentas a las sociedades desarrolladas por la esclavitud y la explotación imperialista. Ese ecologismo exacerbado, heredero de la tradición anticapitalista, “ha convertido al planeta en el nuevo proletariado que debe ser salvado de la explotación, incluso si fuera necesario reduciendo el número de seres humanos”.

Como ejemplo, Bruckner alude a James Lovelock y algunos movimientos que entienden la reproducción humana como atentado contra la naturaleza. La Tierra se concibe como un gran organismo vivo y el género humano queda reducido a una suerte de infección que hay que erradicar.

La dinámica de la propaganda apocalíptica
Esta ideología ha calado también en las preocupaciones cotidianas de los individuos. Las personas sienten inquietud por el futuro de la naturaleza y el hombre. ¿Pero es real y profunda esta preocupación? Bruckner sostiene que el “temor se convierte en una profecía autocumplida, gracias precisamente a su cobertura mediática (…) porque, como si se tratara de una caja de resonancia, las encuestas públicas solo reflejan la opinión promulgada por los mismos medios”.

La proliferación de imágenes desoladoras puede, sin embargo, provocar cierto efecto calmante. Ello explica la necesidad de recurrir, cada vez con mayor frecuencia, “al uso de una retórica extrema, incluyendo un número sorprendente de analogías con el Holocausto”. Otra estrategia utilizada por el discurso catastrofista es “la corrección retroactiva, que consiste en acumular una cantidad importante de noticias dramáticas y entonces, más tarde, moderarlas con un poco de esperanza, ofreciendo una vía de escape al público estupefacto”.

Un futuro resignado y sin esperanza
El discurso apocalíptico no escapa, en cualquier caso, a ciertas contradicciones. “La certeza de las profecías –escribe Bruckner– provoca que sus efectos sean de corta duración. El lenguaje del miedo no incluye la palabra ‘quizás’. Se nos dice, más bien, que el horror resulta inevitable (…) Esta es la paradoja del miedo: en última instancia es tranquilizador. Por lo menos sabemos hacia dónde nos encaminamos: hacia lo peor”.

A diferencia de las profecías religiosas, el catastrofismo cierra la puerta a toda esperanza. Una consecuencia de ello es la sospecha de que “las innumerables casandras que profetizan a nuestro alrededor no tienen tanto la intención de advertirnos como de condenarnos (…) En una sociedad laica, un profeta no tiene otra función que la indignación”, pero escapa a sus propósitos el alertarnos con un futuro mejor. “No hay promesa alguna de redención”, concluye Bruckner.

Pero subrayar la inevitabilidad de un futuro devastado “trae consigo la petrificación. El temblor que quieren promover no tiene ningún efecto (…). En lugar de alentar la resistencia, se propaga el desánimo y la desesperación. La ideología de la catástrofe se convierte en un instrumento de resignación política y filosófica”.

Buenas noticias en medio del desastre
Bruckner no se opone a la preocupación por el medio ambiente, que considera necesaria, sino a los mensajes que anuncian la proximidad del fin de la humanidad. Para contrarrestar ese pesimismo, enumera “algunas buenas noticias de los últimos veinte años: la democracia está avanzando lentamente, más de mil millones de personas han salido de la pobreza extrema, ha aumentado la esperanza de vida en la mayoría de los países, hay cada vez menos guerras y muchas enfermedades graves han sido erradicadas”.

El catastrofismo es una ideología o prejuicio característicamente occidental, relacionado con el sentimiento de culpabilidad que paradójicamente ha engendrado el éxito de nuestras sociedades. Por eso mismo, “es probable que las sociedades no occidentales reciben nuestra profesión de fe ecologista con cortés indiferencia. Miles de millones de personas buscan el crecimiento económico, con toda la contaminación que conlleva, para mejorar su condición. ¿Quiénes somos nosotros para negárselo?”.

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