El cardenal y los políticos

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Contrapunto

«Solo en Nueva York dos personas que están siempre litigando pueden ser tan buenos amigos», dijo en 1985 el cardenal John O’Connor, arzobispo de Nueva York, al entonces alcalde de la ciudad, Ed Koch. Lo recuerda Koch en un artículo que ha escrito (Newsweek, 15 mayo) en memoria del cardenal, fallecido el día 3 a los 80 años.

En las democracias occidentales, donde en tantas cosas los católicos están en minoría, las intervenciones de los obispos sobre temas sociales controvertidos pueden hacer saltar chispas. Pero el reconocimiento de las diferencias no debería impedir el respeto mutuo y la amistad entre las personas.

Koch, judío, recuerda que cuando O’Connor llegó a Nueva York en 1984, «establecimos una amistad como creo que nunca ha existido entre un alcalde y un prelado. Podía pedirme cualquier ayuda que necesitara. Y yo sabía que podía contar con él», por ejemplo, para que visitara a la familia de un policía herido en cumplimiento del deber.

Koch no oculta que «teníamos ideas muy distintas en temas como los derechos de los homosexuales o el aborto». Incluso algunas veces esto llevó a litigios en los tribunales entre la alcaldía y la archidiócesis (y Koch reconoce que ganaba O’Connor). Pero siempre hubo no solo respeto mutuo, sino amistad. «Cuando fue a Roma para ser creado cardenal en 1985, me pidió que fuera uno de los cuatro testigos en una de las ceremonias».

En una ciudad tan plural como Nueva York, la firmeza doctrinal del cardenal no podía dejar de molestar a algunos. Pero él siempre decía, como recuerda Koch: «La fe católica no es como un mostrador de ensaladas, donde pruebas y eliges. Yo estoy aquí para enseñar la fe». Pero, junto a la fe íntegra, iba la apertura incondicional hacia las personas. El mismo Koch reconoce que no entendió a fondo el viejo dicho «Odia al pecado y compadece al pecador» hasta que no lo vio hecho vida en O’Connor.

Esto es siempre lo difícil, pero lo más fecundo para la Iglesia y para la sociedad. Lo fácil -para un obispo, y para un cristiano de a pie- es ganarse la benevolencia del poder o del ambiente ante un asunto polémico por el silencio, la cesión sin lucha, el «abracémonos todos» para no herir a nadie. Lo fácil también es la intransigencia cerril, el rechazo de las personas junto con el de las ideas, el romper orgullosamente puentes que podrían permanecer.

Algo más que tolerancia

Pero cuando la firmeza de convicciones va acompañada de la tolerancia con las personas, y mejor, de la amistad, es posible que los otros sepan apreciar los valores encarnados en una vida íntegra. Así lo confiesa Koch al final de su artículo: «Lloro por él, pero también por todos nosotros, que ya no podremos apoyarnos en su fortaleza».

Un asunto en el que O’Connor demostró fortaleza fue en la defensa del derecho a la vida frente al aborto. Fue algo recordado en la homilía de su funeral, pronunciada por el cardenal Bernard Law en la catedral de San Patricio, cuando dijo: «Nos ha dejado una gran herencia al recordar constantemente que la Iglesia debe ser pro vida sin ambigüedad». Entonces, los fieles se pusieron de pie y estalló un aplauso que duró un minuto y 50 segundos, según las crónicas.

Pero O’Connor defendía también la dignidad humana en otros asuntos capitales. Así lo reconoce otro político demócrata, Mario Cuomo, que fue gobernador de Nueva York durante tres mandatos, en un artículo publicado cuando la muerte de O’Connor ya era inminente (The New York Times, 20 enero).

«He sentido la fuerza con la que el cardenal intervenía en el tema del aborto», dice Cuomo, que es uno de esos católicos que «están personalmente en contra, pero…». Sin embargo, no es de esos políticos que, en cuanto un obispo habla del aborto, replican que a la Iglesia le tienen sin cuidado las mujeres necesitadas. Al contrario, reconoce que en Nueva York ninguna institución filantrópica «ha hecho más que la archidiócesis por los más débiles, y en algunos casos ha abierto el camino para el resto de las fundaciones privadas».

Abriendo camino

Recuerda que cuando en 1983 estalló el pánico en Nueva York ante la crisis del SIDA, estos enfermos eran tratados como parias y hasta era difícil conseguir médicos y enfermeras que los atendieran. Entonces, «el cardenal facilitó en el St. Clare’s Hospital en Manhattan un asilo para las víctimas del SIDA, y este ejemplo estimuló la activa respuesta de la ciudad a una crisis extraordinaria». También Koch advierte que O’Connor, «independientemente de su postura sobre los derechos de los homosexuales, desarrolló una gran actividad en la creación de asilos para enfermos terminales de SIDA», y que el cardenal les hacía visitas sin publicidad para atenderlos y confortarlos personalmente.

Esta actitud de O’Connor responde a una idea coherente de la dignidad humana. Cuomo advierte que «el antiguo almirante [O’Connor fue capellán castrense de la Armada] tuvo que navegar con el viento en contra en una nación que se ha hecho más permisiva en lo sexual y a la vez menos dispuesta a ofrecer apoyo colectivo para las necesidades sociales». Sí, no es fácil que el laisser-faire en lo sexual estimule la solidaridad en lo social.

La literatura necrológica tiende a suavizar las aristas y acentuar lo que une más que lo que separa. Pero no estaría de más que tomaran nota esos políticos europeos que, ante cualquier pronunciamiento de la Iglesia que no es de su agrado, lo descalifican como una «injerencia inadmisible» en los asuntos públicos o lo toman como un insulto personal. Un obispo puede criticar una ley sin abochornar a un político, y un político puede recibir lo que tiene que decir la Iglesia con la misma serenidad con que escucha otra voces en el debate.

En EE.UU. los políticos reconocen la legitimidad de la Iglesia para intervenir en el debate social, aunque ellos disientan de su postura. Y un alcalde y un cardenal pueden mantener la amistad, aunque pleiteen en los tribunales. A la doctrina lo que es de la doctrina, y a la amistad lo que es de la amistad.

Ignacio Aréchaga

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