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Drogadictos legales

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Contrapunto

La lucha contra la difusión de las drogas es una tarea compleja y difícil. Nadie puede decir que tiene en sus manos la varita mágica para resolverlo. Si la prohibición legal transmite el mensaje de que la droga es nociva y actúa como freno al consumo, también puede llevar a convertir al drogadicto en delincuente y a que su salud corra más riesgo por consumir en régimen de ilegalidad sustancias sin control. Pero si ninguna solución está exenta de efectos indeseados, sorprende la rotundidad con que algunos defienden la legalización como panacea para resolver el problema.

Emma Bonino, comisaria europea, combate su cruzada particular en este asunto, no sé si por pertenecer al Partido Radical italiano o por ocuparse de la política de los consumidores en la Comisión Europea, entre los que quizá incluya a los consumidores de droga.

En un tema tan complicado, Bonino está llena de certezas sencillas y categóricas. Como la prohibición no ha conseguido erradicar el narcotráfico, dice, hay que «tomar el sendero de la legalización, que es la única medida capaz de suprimir la razón esencial del tráfico de drogas: el beneficio de quien comercia con ellas ilegalmente. Un beneficio que a su vez contamina la economía, la sociedad y la política de regiones enteras del mundo» (El País, 12III-98).

Pero, si se considera que la droga es nociva, el objetivo central de una política antidroga no será arruinar a los narcotraficantes, sino disminuir el número de drogadictos. No hay por qué descartar incluso la despenalización de las drogas si sirviera a este objetivo, pero nada indica que vaya a ocurrir así. La legalización puede convertir a los narcotraficantes en «honrados comerciantes» y a los toxicómanos en consumidores, pero no por eso las drogas van a estar menos difundidas.

Lo que mueve y estimula el tráfico de drogas no es su carácter ilegal, sino la existencia de una demanda y la posibilidad de pingües beneficios. Y ni lo uno ni lo otro van a desaparecer por el hecho de la legalización. Al contrario, encontrarían nuevas posibilidades de expansión. Los narcotraficantes reconvertidos podrían inundar el mercado con una droga muy barata. Esto les permitiría multiplicar su mercado, enganchando a millones de nuevos clientes, que hasta ahora se habían mantenido lejos de las drogas por su coste o por su ilegalidad. Debería hacernos pensar el hecho de que los narcotraficantes sean los primeros partidarios de la legalización de las drogas, medida que, en teoría, debería acabar con su negocio. Y si algo enseña el comercio de otros productos como el tabaco y el alcohol, es que también se pueden hacer muy buenos negocios y ampliar la demanda en el marco de la legalidad.

«En cuanto a los toxicómanos», sigue diciendo Emma Bonino, «más que de las sustancias, son víctimas del régimen que las prohíbe». Ciertamente, el consumo legal de drogas podría evitar adulteraciones que las hacen más peligrosas. Pero, legales o no, las drogas siguen creando la misma dependencia, siguen teniendo los mismos efectos dañinos sobre la salud. La madre heroinómana, legal o no, seguirá transmitiendo el síndrome al feto. De modo que la afirmación de Bonino es tan peregrina como si dijera que el riesgo de cáncer de pulmón de los fumadores desaparece por el hecho de que el tabaco está legalizado.

Los partidarios de la legalización aducen que la distribución de drogas «bajo estrictos controles» causaría menos daños que el tráfico clandestino actual y acabaría con él. Pero, mientras haya controles restrictivos, siempre habrá razones para el tráfico clandestino. Si se legalizan las drogas que llaman «blandas», el adicto a las «duras» seguirá recurriendo al tráfico ilegal. Si la droga legal se reservara a los adultos, se correría el riesgo de un peligroso tráfico de los adultos a los adolescentes, que hoy forman una parte no pequeña de los consumidores de droga. Si la droga se distribuye bajo control médico, los que no quieran verse sujetos a ese control encontrarán razones para el consumo clandestino. Y, en cualquier caso, un drogadicto «legal», en una sociedad que normaliza el uso de estupefacientes, tendrá muchos menos motivos para desintoxicarse.

Ignacio Aréchaga

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