Defensa de la singularidad humana

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(Este artículo es continuación de Los desafíos del cientificismo sin alma)

¿Seremos capaces de luchar contra el mensaje deshumanizador y la ruina moral del cientificismo sin alma? Contamos con buenos argumentos filosóficos para rebatir las doctrinas sin alma del cientificismo y con ennoblecedoras verdades escriturísticas para alimentar el alma humana. Unos y otras hacen posible una defensa humana de lo humano. Ofreceré algunos elementos de esa defensa, comenzando por el lado filosófico.

Primero, pese a lo que sostiene el cientificismo, nuestros orígenes por evolución no refutan la verdad de nuestra singularidad humana. La historia de cómo llegamos a ser no puede sustituir el conocimiento directo del ser que ha llegado a ser. Para conocer al hombre, debemos estudiarlo como es y por lo que hace, no por cómo llegó a ser así. Para entender nuestra naturaleza -lo que somos- o nuestro puesto entre los seres, no importa si salimos del limo primordial o de la mano de Dios creador: aunque tengamos monos entre nuestros ancestros, lo que ha surgido no es meramente simiesco.

Segundo, con respecto a nuestra interioridad, libertad e intencionalidad, hemos de remitirnos a nuestra conciencia. Pues aunque los científicos “probaran” a su satisfacción que la interioridad, la conciencia y la voluntad humana son ilusorias -epifenómenos de la actividad cerebral en el mejor caso-, o que lo que llamamos amar, desear o pensar son meras transformaciones electroquímicas de la materia cerebral, no deberíamos hacerles caso, y con razón.

El testimonio con que la vida se revela al viviente por su propia actividad vital es más inmediato, convincente y fiable que las explicaciones abstractas que difuminan la experiencia vivida identificándola con alguna mutación corporal. El niño más sencillo conoce el rojo y el azul con más seguridad que un físico ciego con sus espectrómetros. Y cualquiera que haya amado alguna vez sabe que el amor no puede reducirse a neurotransmisores.

Tercero, la verdad y el error, no menos que la libertad y la dignidad humana, se convierten en nociones vacías cuando se reduce el alma a química. Aun la propia ciencia se torna imposible, pues la posibilidad misma de la ciencia depende de la inmaterialidad del pensamiento y de la independencia de la mente con respecto al bombardeo de la materia. En otro caso, no hay verdad, solo hay “me parece”. No solo la posibilidad de distinguir la verdad del error, sino también las razones para hacer ciencia se basan en una visión de la libertad y la dignidad humanas que la ciencia misma no puede reconocer. La admiración, la curiosidad, el deseo de no engañarse y un espíritu filantrópico son condiciones indispensables del empeño científico moderno. Todas ellas son distintivas del alma humana viva, no del cerebro disecado.

Los recursos religiosos

Una crítica filosófica del cientificismo puede devolvernos nuestras almas y restaurar la singularidad humana. Pero la filosofía sola no puede colmar los anhelos del alma o satisfacer su búsqueda de sentido. Para obtener tal alimento debemos acudir a otras fuentes, especialmente la Biblia. La Biblia ofrece una profunda enseñanza sobre la naturaleza humana, pero -a diferencia de la ciencia- la pone en relación con los deseos e inquietudes más profundos del hombre.

Por distintas razones, hemos de acudir primero al majestuoso comienzo de la Biblia, la historia de la creación en Génesis 1, que -como era de esperar- es la principal diana del cientificismo sin alma. Génesis 1 no es un relato histórico o científico aislado de lo que ocurrió y cómo sucedió, sino más bien el impresionante preludio de una extensa y completa enseñanza sobre cómo debemos vivir. La Biblia se dirige a nosotros no como si fuéramos observadores racionales e imparciales, movidos ante todo por la curiosidad, sino como seres humanos existencialmente implicados cuya necesidad primera y principal es encontrar sentido al mundo y a la tarea que en el mundo les compete. La primera pregunta humana no es “¿cómo llegó a ser esto?” ni “¿cómo funciona?”, sino “¿qué significa todo esto” y, en especial, “¿qué he de hacer aquí?”.

Las concretas afirmaciones del relato bíblico de la creación comienzan a nutrir los anhelos profundos que el alma tiene de respuestas a esas preguntas. El mundo que ves a tu alrededor, tú mismo, está ordenado y es inteligible, es un todo articulado que comprende distintas especies. El orden del mundo es tan racional como las palabras con que lo describes. Más importante aún: este orden inteligible de criaturas sirve principalmente para demostrar que, contra la opinión nacida de la experiencia humana no ilustrada, el sol, la luna y las estrellas no son divinos, pese a su belleza y potencia sempiternas, y la majestuosa perfección de sus movimientos. Además, el ser es jerárquico, y el hombre es la más alta de las criaturas, más alta que los cielos. Es el único ser que es imagen de Dios.

Las verdades de la Biblia

Estas verdades evidentes no se basan en la autoridad de la Biblia. Más bien, el texto bíblico nos permite confirmarlas mediante un acto de reflexión. Nuestra lectura de este texto, que solo puede estar dirigido a nosotros los seres humanos y solo para nosotros es inteligible, y nuestras reacciones ante él, que solo pueden darse en nosotros los humanos, bastan para probar la afirmación, que el texto hace, de nuestra superior posición. Esto no es un prejuicio antropocéntrico, sino una verdad cosmológica. Y nada que la ciencia nos pueda enseñar sobre cómo llegamos a ser así podría nunca tornarla falsa.

Además de alzar un espejo en que vemos reflejada nuestra especial posición en el mundo, Génesis 1 ciertamente nos enseña la prodigalidad del universo y su hospitalidad para acoger la vida terrestre. También sabemos de la mejor fuente que el todo -el ser de todo lo que existe- es “muy bueno”: “Y Dios vio todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno” (Gn 1, 31).

La Biblia enseña aquí una verdad que no puede ser conocida por la ciencia, aunque es la base de la posibilidad misma de la ciencia, y de todo lo demás que estimamos. Es verdaderamente muy bueno que haya algo en vez de nada. Es verdaderamente muy bueno que este algo esté inteligiblemente ordenado, en lugar de ser oscuro y caótico. Es verdaderamente muy bueno que el todo incluya un ser que puede no sólo discernir el orden inteligible sino reconocer que “es muy bueno”, que pueda apreciar que hay algo en vez de nada y que él mismo existe y tiene la capacidad reflexiva de celebrar estos hechos con la misteriosa fuente del ser mismo.

El primer capítulo del Génesis nos invita a escuchar una voz trascendente. Responde a la necesidad humana de saber no sólo cómo funciona el mundo sino también para qué estamos aquí. Las verdades que nos muestra hablan de modo más profundo y permanente a las almas de los hombres que cualquier doctrina científica o de fe. Mientras entendamos nuestras grandes religiones como las encarnaciones de tales verdades, los amigos de la religión no tendremos nada que temer de la ciencia, y los amigos de la ciencia que aún no hemos perdido el sentido de nuestra humanidad no tendremos que temer nada de la religión.

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Este artículo es una traducción parcial del siguiente original: “Keeping Life Human: Science, Religion, and the Soul” by Leon R. Kass, M.D. Copyright © AEI, Washington, D.C., 2007. All rights reserved.

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