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Debate entre feministas sobre la prostitución

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El debate sobre el tratamiento legal de la prostitución es tan viejo como el oficio. Según los abolicionistas, ese comercio degradante es siempre una esclavitud para la mujer, una plaga que hay que combatir persiguiendo a los proxenetas y hasta a los clientes. Para los partidarios de la reglamentación, la prostitución es un mal inevitable que hay que tolerar, regulando las condiciones de su ejercicio. En Francia, la cuestión es polémica también dentro de las filas feministas, como lo reflejan dos artículos publicados este verano en Le Monde (31 julio 2002) por Gisèle Halimi, abogada y presidenta de «Choisir la cause des femmes», y Elisabeth Badinter, filósofa y escritora.

Hoy el debate vuelve a encenderse en los países europeos, por la irrupción masiva de jóvenes prostitutas venidas de países de Europa del Este y de África, explotadas a menudo por mafias. Gisèle Halimi ha estado en la punta de lanza de las luchas feministas, de modo especial en la legalización del aborto, en nombre del derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo. La abogada rechaza la idea de regular los burdeles, aduciendo que va contra la dignidad de la mujer permitir que un hombre la alquile para satisfacer sus apetitos sexuales. A su juicio, la prostituta nunca escoge ese oficio, sino que se encuentra prisionera de su desamparo, de los proxenetas y de las mafias. En este aspecto Halimi no es «pro choice»: «Interpretar el ‘mi cuerpo me pertenece’ de las feministas como el derecho a venderlo es un absurdo», asegura.

No tan absurdo, a juicio de Elisabeth Badinter, quien recuerda que «las mujeres han logrado el derecho a abortar en nombre de este principio, [la libre disposición del propio cuerpo]. La trivialización del aborto no debe hacer olvidar que se trata siempre de una verdadera mutilación. Pero, en último término, es la mujer la que debe ser dueña de la decisión y no el Estado. (…) Entonces, si una mujer prefiere ganar en dos noches lo que no ganaría en un mes en una fábrica ¿quién puede decidir por ella sobre la utilización de su cuerpo?». Ciertamente, si el criterio es «mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero», Badinter resulta más coherente que Halimi.

¿La prostituta nunca es libre? Para Badinter es preciso distinguir entre la miserable albanesa explotada y la prostituta independiente, que elige ese modo de ganarse la vida. Así que una cosa es luchar contra el tráfico de mujeres y otra prohibir la prostitución voluntaria.

Por otra parte, ¿no vale más reconocer y regular la prostitución que mantenerla en la clandestinidad? La prostitución, advierte Badinter, está presente en todo tipo de regímenes económicos y sociedades, y donde se prohibe se convierte simplemente en clandestina. ¿No es más sórdida una mercantilización del sexo entregada a las peores formas clandestinas que una prestación de servicios sexuales bajo las debidas condiciones laborales e higiénico-sanitarias?

En el caso del aborto, la lucha contra el aborto clandestino ha sido siempre un argumento clave para llevarlo al hospital. En cambio, si se trata de la prostitución, G. Halimi no cree que su reglamentación en los burdeles contribuya a erradicar la prostitución clandestina. Más bien, dice, se crearía paralelamente otra esclavitud sexual, «tranquila y homologada, inscrita en los registros de la policía y controlada en el hospital». Sería dar carta de normalidad a lo inadmisible: «Correríamos el riesgo de diluir el mal dándole un sitio oficial en nuestra sociedad, ocultándolo -a los ojos de algunos- e institucionalizándolo como un cáncer».

Lejos de tolerar ese mal, G. Halimi propone acudir al Código Penal para perseguir al cliente, como han hecho en Suecia: «La prostitución es la oferta, los clientes son la demanda, la prostitución desaparecería si la demanda se pusiera fuera de la ley». En este caso, G. Halimi no tiene inconveniente en recurrir al arsenal represivo, sin alegar que son relaciones libres entre dos adultos que consienten. Si en otras situaciones se trata de legalizar lo que de hecho ha entrado en las costumbres sociales, la extensión creciente de la industria del sexo exigiría echar mano de la prohibición legal, lo que tendrá al menos un carácter disuasorio. Parece que en este caso no hay inconveniente en exigir por ley unas pautas de conducta sexual, de modo que quien no se ajuste a ellas sea culpabilizado y condenado. Pero habría que plantearse si después de haber considerado imparable la revolución sexual, cabe esperar que la venta de servicios sexuales se considere anormal e inmoral.

E. Badinter reprocha a los abolicionistas que consideren a la prostituta, aunque sea independiente, como una víctima absoluta, «una irresponsable a la que hay que salvar cueste lo que cueste, y que la represión debe ejercerse solo sobre el cliente». Ella pide que se escuche a las prostitutas, que también tienen algo que decir sobre la regulación legal.

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