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Cuando las marcas se portan mal

publicado
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Las prácticas abusivas de algunas multinacionales despiertan una reacción crítica
Desde hace unos años algunas marcas líderes han entrado en zona de turbulencias por prácticas que han indignado a la opinión pública. Casos como los bajos salarios pagados por proveedores de Nike en el Tercer Mundo, los despidos masivos de Danone o, por citar un caso español, el de la compañía Telefónica a raíz del caso Sintel, han obligado a rectificaciones. Los grandes titanes de los mercados no han podido evitar, a pesar de su insistente marketing, que los consumidores reaccionen ante algunas prácticas abusivas. Esta es la denuncia que hace la periodista norteamericana Naomi Klein en su libro No Logo (1), que pone en conexión algunas tendencias del marketing con ciertos abusos de las corporaciones.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la principal preocupación de las empresas era publicitar sus mercancías. Ante la proliferación de productos de invención reciente, los publicitarios se enfrentaban a la tarea de lograr que los consumidores cambiaran sus formas de vida. Los anuncios debían revelar a los ciudadanos la existencia de un nuevo invento y luego convencerles de que sus vidas serían mejores si utilizaban automóviles en vez de carros, o teléfonos en lugar de cartas. Muchos de estos productos tenían marcas, pero este aspecto era secundario. La marca, tal como la entendemos hoy, no existía todavía.

Sin embargo, el mercado se vio pronto inundado de productos fabricados en masa y casi idénticos entre sí. De esta forma, la competencia por medio de las marcas comenzó a ser una necesidad. Así fue como el papel de la publicidad empezó a cambiar, y dejó de consistir en boletines informativos sobre los productos para pasar a constituir una imagen relacionada con la versión de los productos que se fabricaban bajo una marca determinada. La primera tarea de la creación de marcas consistía en encontrar nombres adecuados para artículos genéricos como el azúcar, la harina, el jabón, que antes los tenderos sacaban simplemente de sus barriles.

Un nuevo concepto de marketing

El siguiente cambio importante se produjo en torno a 1940 cuando se comenzó a percibir que las marcas no eran sólo una mascota o un gancho, ni una imagen impresa en las etiquetas de los productos. Se dijo: las compañías en su totalidad pueden tener una identidad de marca. Esta búsqueda del verdadero significado de las marcas apartó gradualmente a los publicistas de los productos individuales y de sus atributos y les indujo a hacer un examen psicológico y antropológico de lo que significaban las marcas para la cultura y para la vida de la gente. Como explica Naomi Klein, «con la manía de las marcas aparece una nueva especie de empresario que nos informa con orgullo de que la marca X no es un producto sino un estilo de vida, una actitud, un conjunto de valores, una apariencia personal y una idea».

La marca ya no es aquello que nos permite diferenciar un producto de otro, sino lo que nos brinda la oportunidad de individualizarnos. Según afirma J.N. Kapferer, reconocido especialista en la materia, hoy en día «la marca identifica el producto, revela su identidad, o lo que es lo mismo, las facetas que lo hacen diferente: su valor de utilización, su valor de placer, su valor de reflejo del propio comprador».

La publicidad ya no pone el acento en las cualidades del producto, sino en los valores que conlleva. Por ejemplo, IBM ya no vende ordenadores sino «soluciones empresariales»; Swatch no se ocupa de los relojes, sino de la idea de tiempo; Nike, más allá de sus complementos deportivos, ofrece al comprador la filosofía de la superación de uno mismo, y Danone, una vía hacia el estado de bienestar.

El salto hacia el patrocinio

Ante semejante confianza ciega en el valor comercial de sus marcas, las empresas han ido todavía mas allá. Naomi Klein explica extensamente en su obra cómo «la creación más moderna de las marcas es poner a la cultura anfitriona en un segundo plano y hacer que la marca sea la estrella. No se trata de patrocinar la cultura, sino de ser la cultura. ¿Y por qué no? Si las marcas no son productos sino ideas, actitudes, valores y experiencias, ¿por qué no pueden ser también la cultura?».

El proyecto ha tenido tanto éxito que la separación entre los patrocinadores y la cultura patrocinada ha desaparecido por completo. Fusión que no ha sido unidireccional, ya que «los artistas no se han mostrado pasivos ni se han dejado oscurecer por las agresivas empresas multinacionales. Muchos artistas, muchas figuras de los medios de comunicación, directores de cine y estrellas del deporte se han esforzado por imitar el juego de la creación de marcas. Michael Jordan, Puff Daddy, (…) Austin Powers, Star Wars reproducen ahora la estructura de empresas como Nike y The Gap. (…) De modo que lo que antes consistía en el proceso de vender la cultura a un patrocinador a cambio de dinero ha sido reemplazado por la lógica del co-branding, una asociación fluida entre personajes y marcas muy conocidas».

El valor de los intangibles

Como resultado de todo este proceso, hoy nadie está libre de la omnipresencia de las marcas que nos bombardean con sus mensajes. Las multinacionales devoran a cualquier competidor mediocre -si es que no ha sido ya absorbido en alguna fusión- transformando desde la manera en que nos vestimos hasta nuestra forma de trabajar o descansar. En definitiva, consiguiendo que, igual que la mayoría -y por citar sólo algún ejemplo de esta «extraña similitud»- redactemos nuestro currículo en letra Times New Roman de doce puntos y con el programa Microsoft Word, lleguemos a la oficina oliendo a CK One y llevando el último modelo de Zara perfectamente sintonizado con la moda que nos venden las pasarelas y, cómo no, dejando atrás un cómodo apartamento amueblado con las irresistibles ofertas de Ikea. ¿Acaso podemos hacer otra cosa?

La creación de una marca es un proceso lento y delicado, de ahí su valor una vez configurada. De hecho, algunas compañías son compradas o vendidas sólo por las marcas que poseen, ya que una marca líder puede superar entre dos y cinco veces el valor de la empresa que la lanzó, según un estudio publicado por la escuela de negocios Esade. La marca de Coca-Cola está valorada en 83.845 millones de dólares, un precio equivalente a casi cinco veces la facturación de la empresa. Las marcas son tasables económicamente en cuanto aportan reputación, negocio y credibilidad a la empresa. No es extraño, por lo tanto, que muchas de las compañías que afrontan actualmente situaciones de fusión o reestructuración lleguen a invertir en el proceso de cambio de nombre centenares de millones, un año de trabajo y un equipo de 25 a 30 personas dedicado exclusivamente a esta tarea.

Este creciente culto a la imagen de marca puede comprobarse también observando los gastos que las empresas destinan a la promoción de este valor intangible. Según el estudio publicado por la escuela de negocios Esade, el 56% de los ejecutivos españoles reconoce tener como prioridad principal de los gastos de su empresa el valor de la imagen de marca a medio plazo. Por eso no es extraño que, en el último año, la inversión de las empresas españolas en comunicación, publicidad y promoción haya aumentado un 12%. Los sectores que elaboran productos de consumo directo son todavía más sensibles a la necesidad de potenciar la marca a través del producto.

Lo de menos es fabricar

Esta política supone un cambio notable en los planteamientos empresariales. «Según esta lógica -explica No Logo-, las empresas no deben emplear sus limitados recursos en fábricas que exijan mantenimiento físico, ni en máquinas que se estropeen, ni en empleados que con seguridad van a envejecer y morir, sino que deben concentrar sus recursos en los ladrillos y cementos virtuales que se emplean para construir las marcas».

Bajo este principio, compañías como Nike o Adidas pueden cerrar sus fábricas en zonas desarrolladas, dejando en la calle a miles de trabajadores, para trasladarlas al Tercer Mundo donde los salarios son más bajos y las condiciones laborales mucho menos exigentes. No importa el cómo, mientras la marca mantenga intacto su prestigio. Como dice Walter Thompson, el gigante de la publicidad: «La diferencia entre los productos y las marcas es fundamental. Los productos se hacen en las fábricas; la marca es lo que compra el cliente».

Algunos cierran filas

Pero este inmenso castillo se ha visto asediado en los últimos tiempos. Como explica Naomi Klein, «mientras la última mitad de la década de 1990 presenciaba un enorme incremento de la ubicuidad de las marcas, en la periferia ha aparecido un fenómeno paralelo: una red de militantes que luchan por la ecología, los derechos de los trabajadores y los derechos humanos, y decididos a denunciar los daños que pretenden ocultar tras un delgado barniz las multinacionales». En esta misma línea, Naomi Klein critica a las multinacionales por haber olvidado su actividad manufacturera para centrarse solo en el marketing de sus productos, hecho que coloca los intereses del consumidor en un segundo o tercer plano.

Esas asociaciones protestan activamente para provocar un cambio de tercio. Critican a los medios por convertirse en aliados de las compañías, de cuya publicidad dependen. Algunos de sus nombres son, por ejemplo, No Logo Organisation, Ethical Shareholders, Culture Jammers, etc. Muchas de estas entidades llegan incluso a promover campañas antimarketing manipulando los eslóganes de las marcas que quieren criticar. Por ejemplo, transforman el Just do it de Nike en un Just don’t, o cambian su conocido signo en forma de tilde o flecha por una cruz gamada. Por no citar las manifestaciones públicas, la proliferación de páginas web cargadas de denuncias.

Detrás de esta reacción existe también un lícito deseo por parte de estas asociaciones de fomentar que las empresas integren en sus campañas el concepto de «consumo inteligente», así como provocar en los compradores una reflexión ante sus comportamientos de servilismo frente a una determinada marca. Precisamente ahora que los consumidores están más informados que antes, su nivel de exigencia debe ser mayor. Esta realidad no puede desembocar en el simple deseo de pertenecer a un clan de grupo, especialmente en los adolescentes, sino en la adquisición de los mejores productos del mercado realmente, no por la imagen que proyectan de sí mismos.

La marca, ¿un salvavidas?

Son estos movimientos los que han conseguido que el superlativo poder conquistado por las multinacionales se tambalee. Es cierto que la marca consolidada es un potente escudo frente a las crisis provocadas por los escándalos. Por ejemplo, fue el respaldo de una marca robusta lo que evitó que Coca-Cola perdiese su credibilidad el año pasado cuando se produjo la crisis de su producto en Bélgica. Pero no siempre. La misma Coca-Cola, una de las marcas con más adictos en el planeta, se planteaba recientemente cuál era realmente el valor de su idea, cuando se veía obligada a afrontar la mayor reestructuración en sus más de cien años de historia. Así es. En enero del año pasado el emporio norteamericano decidió poner fin a dos años de bajos beneficios anunciando el recorte de seis mil puestos de trabajo, entre otras medidas saneadoras, y, ciertamente, hubo de pensarlo dos veces.

Y el caso de Coca-Cola no es el único. Otras muchas empresas se han visto salpicadas en los últimos años por escándalos, y de poco les ha servido su prestigio ante la reacción en cadena de los clientes, que han querido castigar esos errores absteniéndose de comprar esa marca.

Todo esto demuestra, una vez más, el poder de la opinión pública para imponer rectificaciones. El hecho de que estos escándalos hayan sido aireados, es un paso importante en la transparencia de las multinacionales, y un elemento a tener en cuenta por el consumidor a la hora de adquirir un artículo. Se trata de un movimiento renovador que en algunos países aún no es más que un susurro, mientras que en otros toma consistencia a pasos agigantados.

María Fernández de Córdova_________________________(1) Naomi Klein. No Logo. El poder de las marcas. Paidós. Barcelona (2001). 543 págs. 4.900 ptas. T.o.: No logo. Traducción: Alejandro Jockl.La empresa como villano, los pobres como retórica

El libro No logo ha situado a Naomi Klein como una de las abanderadas del cajón de sastre del movimiento anti-globalización. No es de extrañar, puesto que, a pesar de la justicia de parte de sus análisis, el libro puede situarse en esa popular corriente anticorporativa en la que concurre hoy la mejor tradición de izquierdas junto con la reacción. Sin embargo, los excesos evidentes de algunas empresas no se curan con una enmienda a la totalidad -la empresa como villano- o echando culpas al marketing en general.

El libro de Klein requiere completarse con otras lecturas y, sobre todo, con un vistazo a la realidad, que es compleja y diversa.

Sin embargo, la autora también apunta algo muy interesante: los ciudadanos tienen el poder de demandar, y hasta conseguir, un mejor comportamiento de las empresas. Unos como consumidores, otros como accionistas, trabajadores o directivos, otros en los medios de comunicación. Es posible que parte del quid de la cuestión esté ahí y en otra clave: la responsabilidad social corporativa y la ética empresarial y profesional.

Por lo que respecta al marketing, conviene no confundir excesos y abusos con el propio marketing en sí. Es el caso de la publicidad invasiva que mercantiliza y absorbe espacios que debieran ser públicos (en el mejor sentido de la palabra) o privados. Es también el caso de un marketing cada vez más estilizado y vacío, a veces simplemente pretencioso, que toma a los consumidores por tontos y borregos o acaba convirtiéndolos en tales. Y es que el tema está en considerar desde el principio a los clientes, a las audiencias, o a quienes sean, como personas con dignidad y libertad: no hay que esperar a que se harten o se movilicen.

Con todo, la frivolidad de un marketing mal entendido no es privativo de algunas empresas. Se amplía al propio movimiento anti-globalizador, donde algunos tópicos cunden. Así, la deslocalización a la que tanto se oponen Klein y otros no siempre se hace a costa de salarios de miseria en los países en vías de desarrollo.

Por ejemplo, International Herald Tribune del 23 de agosto hacía referencia a China, donde «desde cualquier perspectiva, de salarios o condiciones de trabajo, las fábricas dirigidas por corporaciones occidentales tienden a ser mejores, en parte porque las protestas occidentales ha conducido a que sus empresas vigilen las prácticas de sus compañías subsidiarias o con quienes contratan, no así las subcontratadas». Otro ejemplo: Según un reportaje del diario El País (26 de julio), el servicio de información de Telefónica cuenta con un call center en Tánger. Así, de los 40.000 operadores de la compañía, 500 son ahora trabajadores marroquíes, y se planea la apertura de un segundo centro en Tetuán. ¿Salarios de miseria? «Los sueldos duplican el salario mínimo en Marruecos -declaraba uno de los operadores- y tenemos un empleo estable con Seguridad Social, derecho a vacaciones, etc.». Y no es la empresa lo que les preocupa, según añade, sino que «los sindicatos españoles que creen que la deslocalización empresarial conlleva la destrucción de empleo, logren con sus presiones que los call centers de Marruecos no crezcan».

Por otro lado, es cierto que algunas campañas anticorporativas son promovidas por ciudadanos y organizaciones independientes e informadas. Pero algunas campañas pueden estar alentadas por competidores, no sería la primera vez. Pero sobre todo, en el caso de la globalización, los «pobres» pueden ser una útil retórica para quienes desean conservar privilegios diversos a nivel local, aunque se sirvan de defensores de buena voluntad. ¿A quién beneficia, por ejemplo, que Marruecos no se desarrolle? Las empresas pueden no ser héroes, pero desde luego no siempre son los villanos ni tampoco los únicos villanos.

Aurora Pimentel

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