Creyentes y no creyentes en la sociedad democrática

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El filósofo Robert Spaemann, catedrático emérito de la Universidad de Munich, pronunció el 18 de noviembre la conferencia inaugural del VII congreso «Católicos y vida pública», organizado en Madrid por la Universidad San Pablo-CEU. Ofrecemos algunos textos de su intervención, centrada en las bases para una convivencia entre ciudadanos creyentes y no creyentes en una sociedad democrática.

[Spaemann comenzó su disertación refiriéndose al caso del rechazo de la candidatura de Rocco Buttligione como comisario europeo (ver Aceprensa 135/04 y 144/04).]

Por lo que se refiere a la homosexualidad, Buttiglione condenaba la discriminación de personas homosexuales, pero se identificaba en sus convicciones personales con la doctrina del Catecismo de la Iglesia católica, según la cual la tendencia homosexual es un defecto y su ejercicio práctico un pecado. Esta confesión fue el motivo del rechazo de su candidatura. Lo que significa, tanto en alemán como en español, que un católico cuyas convicciones coincidan con la doctrina moral de la Iglesia católica, sólo por ese motivo, no está cualificado para ocupar un puesto de dirección en la Comunidad Europea.

Hay que añadir que se trata de la doctrina moral de toda la tradición cristiana, e igualmente de la tradición filosófica de Europa, incluida la época de la Ilustración. Y hay que añadir que, según los criterios aplicados en el caso Buttiglione, los padres fundadores de la nueva Europa tras la Segunda Guerra Mundial no podrían ocupar ningún puesto de dirección en esta Europa. Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer eran, los tres, católicos ortodoxos.

Estado moderno, no secular

(…) Merece consideración que Jürgen Habermas, en un artículo reciente sobre ciudadanos religiosos y seculares en un Estado moderno, renuncie explícitamente a definir al Estado moderno como Estado secular. Y precisamente por este motivo exacto: tal definición haría de los ciudadanos religiosos ciudadanos de segunda clase. Pero, ¿no nos encontramos en un dilema? ¿No está condenado al fracaso todo intento de neutralizar la oposición entre fe e increencia, y de ordenar la comunidad humana poniendo entre paréntesis la cuestión de la verdad? (…)

La respuesta del islam a este respecto es clara: el mandamiento de Dios no regula sólo la vida privada, sino también la pública. No permite tolerar una desobediencia pública a estos mandamientos, y menos que se abandone la verdadera fe.

Pero, ¿no quieren una teocracia también los cristianos?; ¿no quieren el reinado, el reino de Dios en la vida tanto privada como pública? Realmente sí lo quieren. Pero tienen también la frase de Jesús ante Pilatos: «Mi reino no es de este mundo». Y Jesús dice esta frase para aclarar que Él no quiere extender o defender este reino con los medios de los reinados terrenos. Con estos medios sólo se puede obligar a una obediencia exterior, mientras que a Jesús le importa el reinado sobre los corazones, la fe, que no se puede forzar. El libre asentimiento de la fe presupone que es posible también la increencia. La exigencia de la libertad religiosa no es un compromiso de la Iglesia con el mundo liberal, sino una exigencia que proviene del núcleo mismo del cristianismo. Por eso, una teocracia real no es una forma de Estado.

Ciudadanos que ejercen

(…) El Estado moderno se refiere a la verdad siempre sólo indirectamente, y directamente sólo a las convicciones sobre la verdad. En esto descansa la paz interna. Pues la verdad en cuanto tal es intolerante. Si algo es verdadero, lo contrario no puede ser también verdadero. Y así, Dios, tal como la Biblia lo entiende, también es intolerante: «No tendrás otro Dios fuera de mí». Pero las convicciones sobre la verdad pueden coexistir unas con otras. Sus contenidos pueden excluirse, pero, por contra, su existencia como convicción es mutuamente compatible. (…)

En la democracia, (…) los cristianos son obedientes, mientras no se les pida algo que contradiga los mandamientos de Dios. Pero, en la democracia, los creyentes, como los no creyentes, no son sólo súbditos, sino también ciudadanos, y como ciudadanos, parte del sujeto de la soberanía. No sólo están sometidos a las leyes, sino que son corresponsables de las leyes. No se pueden contentar con no hacer nada injusto, pues son corresponsables de la injusticia que permita el legislador, ya que son parte del legislador, y, en una democracia, deben incluso esforzarse por ser la parte mayor posible. (…)

Límites a la mayoría

Pero la autoridad en la democracia está en la mayoría. De todos modos, tras las experiencias de las dictaduras erigidas democráticamente, las democracias occidentales aprendieron a reconocer derechos fundamentales, cuya vigencia no proviene de una decisión mayoritaria, sino que, al revés, limita la voluntad de la mayoría. ¿En qué descansan estos derechos fundamentales? Son claramente derecho anterior al derecho positivo.

En opinión de los defensores liberales de una sociedad secular, los derechos fundamentales, como todo derecho, provienen de la voluntad asociada de hombres. Si tal fuera el caso, estos derechos tendrían que poder ser abolidos. Y si ello está excluido por la Constitución, estaríamos ante una dictadura de los muertos, que codificaron estos derechos, sobre los vivos. Pero si estos derechos le corresponden al hombre independientemente de su voluntad, entonces tienen que ser de origen divino. Quien no cree en Dios, tendrá que considerarlos una ficción, quizá una ficción útil; o incluso necesaria. En todo caso, no se opondrá en modo alguno a una referencia a Dios en la Constitución de su país y de Europa. (…)

Si deseamos que los hombres sigan su intuición moral, y si queremos que algo así como los derechos humanos tengan vigencia independientemente de la voluntad de la sociedad, entonces tenemos que comportarnos con relación a ellos «etsi Deus daretur» (como si Dios existiese), como le decía recientemente al Papa la periodista italiana Oriana Fallaci, que se declara atea. (…)

Confianza en la razón

La mayoría de los llamados ilustrados en Europa no eran ni ateos ni agnósticos. Estaban de acuerdo con la idea cristiana de que existe un conocimiento puramente racional de Dios, y de que Dios, como escribe el apóstol Pablo, inscribió sus mandamientos en el corazón de los paganos, también sin Sinaí y sin Evangelio. (…) Los laicistas de hoy día, es decir, los ciudadanos seculares de hoy, ya no creen en una religión natural ni en un conocimiento natural de Dios. (…)

Fuera del cristianismo, la duda en la capacidad de la razón para conocer la realidad se ha convertido en la visión del mundo dominante. E igualmente la duda en la capacidad de la razón práctica para reconocer normas morales. Escepticismo y relativismo cultural son los paradigmas dominantes. (…)

Un reconocimiento semejante [de una ley moral natural] significa el sometimiento de deseos, intereses y preferencias individuales bajo un criterio común. Sólo sobre la base de un criterio semejante es posible un discurso público en el que verdaderamente esté supuesto el bien común, y en el que los argumentos no sirvan sólo al enmascaramiento de intereses. Los intereses chocarían entre sí, y se impondrían aquellos que fueran representados con mayor energía, aun cuando objetivamente no pudieran pretender tener el rango más elevado. Pero si el rango no es ordenado objetivamente, todo discurso racional es sólo una velada lucha por el poder, como afirma por ejemplo Michel Foucault.

Entonces, sin embargo, se pone en cuestión una base esencial de la democracia, pues la democracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional. Sin la idea de un derecho según la naturaleza, que agradecemos a los griegos, no hay ninguna base común entre creyentes y no creyentes. Pero quienes mantienen hoy esta idea son los cristianos católicos. (…)

La defensa de una emancipación radical, no de la naturaleza humana, sino con respecto a la naturaleza humana, está caracterizada por un alto grado de irracionalismo. Para los discípulos de Nietzsche y de Foucault, la razón misma es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo aceptable para todos. Deseos sadomasoquistas tienen el mismo valor que el deseo de curar una enfermedad. (…) Lo importante es que el sádico lo haga con un masoquista, que está de acuerdo en ser tratado como basura.

Justo según naturaleza

(…) No nos engañemos: la democracia presupone una cierta medida de homogeneidad cultural. Pero estas costumbres tienen que enraizarse a su vez en una homogeneidad fundamental de todos los hombres, una homogeneidad de la naturaleza humana y de lo que los griegos llamaban «justo según naturaleza». Una cooperación política pacífica entre cristianos y no creyentes sólo es posible sobre esta base. Para los cristianos, la naturaleza humana y la razón práctica que descansa en ella son la revelación de la «lex aeterna», de la voluntad eterna de Dios. Pero los cristianos creen, como decía san Pablo, que esta ley está escrita también en el corazón de los paganos. (…)

Creyentes y no creyentes se diferencian en que los no creyentes tienen una fundamentación débil para aquello para lo que los creyentes tienen una fundamentación fuerte. Pero, como Habermas escribe de nuevo en su último libro, los hombres irreligiosos que resisten a la objetivización científico-técnica del hombre, tendrían que estar contentos, si los creyentes tienen para esta misma resistencia fundamentos más fuertes que los no creyentes o los agnósticos.

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Ver también conferencia de Richard John Neuhaus en el mismo congreso.

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