Convicciones personales y actividad política

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Para revitalizar el juego democrático
En el actual debate político se intenta a veces escamotear problemas de especial calado ético, por ser socialmente polémicos. Aunque en otros casos no se evite la confrontación, en estos se invocan recetas del tipo «no cabe imponer las propias convicciones a los demás» o «releguemos al ámbito privado cuestiones que rompen el consenso social». Por los mismos motivos, el parlamentario tendría que poner entre paréntesis sus convicciones personales a la hora de la actividad legislativa. Este es el asunto que aborda el diputado Andrés Ollero, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada, en una reciente intervención en un simposio internacional (1).

Ollero advierte que en la actividad política no parecen soplar buenos vientos para los ciudadanos con convicciones, como se desprende de un novedoso imperativo categórico. Antes, «la posibilidad de generalizar las propias máximas de conducta había llegado a erigirse en piedra de toque de toda ética personal; ahora, por el contrario, parece obligada en el ámbito de lo público la renuncia radical a aspirar a cualquier generalización de las propias convicciones». Igualmente, «mientras que la publicidad se venía considerando como garantía ética de toda actividad política, al permitir el general conocimiento y control de sus motivos últimos, hoy se invita a los políticos a reservarse sus convicciones; no se sabe si para dejar campo libre a los no convencidos de nada o para que oculten las auténticas razones de sus propuestas».

La neutralidad inviable

La actual coyuntura anima a recordar una doble alma de la actividad política en la modernidad. «Es evidente el enraizamiento histórico de la democracia moderna en planteamientos iusnaturalistas, que desmienten el forzado intento hoy en auge de emparejarla necesariamente con el relativismo ético, descartando todo posible conocimiento racional de exigencias objetivas de conducta. Pero también es preciso no olvidar su afán de vincular a mecanismos formales la garantía de las expectativas de los ciudadanos, evitando que acabaran dependiendo de la mayor o menor exigencia ética personal de los gobernantes de turno. Parecía, pues, apuntarse a descargar de problemas de conciencia a quienes asumían unas responsabilidades públicas, que no irían más allá del pulcro respeto de los procedimientos establecidos».

Pero ya se ha comprobado que esta asepsia es inviable, incluso en el caso del Poder Judicial, encargado de aplicar la ley. No sólo se han visto los riesgos éticos de ese positivismo legalista, denunciados ya en la resaca de la última postguerra, sino también su inviabilidad práctica. «Cuando se ha llegado a abandonar ya el viejo sueño del juez capaz de resolver asépticamente -a golpe de técnica jurídica- cualquier controversia, no parece muy coherente la pretensión de someter a imperativos similares de neutralidad a los parlamentarios responsables de la creación legislativa».

Al arbitrio privado

Ollero considera que «un debate político en el que no entraran en juego convicciones éticas empobrecería la democracia». Las razones con las que se pretende negar que el hombre público pueda acudir a sus propias convicciones a la hora de abordar problemas de inevitable repercusión social son variadas. «Se traza, por ejemplo, un abismo entre ética pública y ética privada, que obligaría a buscar en fuentes distintas de la propia conciencia los criterios decisivos». Pero habría que intentar identificar en qué consisten esas fuentes alternativas.

Otras veces «se propone una obligada neutralidad de los poderes públicos en su conjunto, que les llevaría a abstenerse de tomar partido ante cualquier problema de especial relevancia ética -más aún si llega a adivinársele raíz religiosa-, para dejarlo al libre arbitrio de cada ciudadano». Se trataría, pues, de «privatizar la solución de los problemas que -por razones éticas- se muestran más sometidos a la polémica, intentando reducir la regulación pública a pacíficas cuestiones procedimentales». Pero hay que tener en cuenta que si una cuestión resulta más polémica en el ámbito público es porque nos encontramos ante un problema social de particular gravedad.

Desde el punto de vista antropológico, Ollero detecta en esta postura una actitud individualista. Bastaría una mayor sensibilidad social para advertir que no es posible la neutralidad cuando están en juego los derechos fundamentales.

El núcleo duro de las exigencias éticas

Desde una perspectiva jurídica, familiarizada con principios tan elementales como el de mínima intervención penal o el control de constitucionalidad de las normas o actos de los poderes públicos, suscita aún más perplejidad la actitud individualista. «Parece claro que cuando se insta a reducir al mínimo los supuestos respaldados por una sanción penal, susceptible de privar a un ciudadano de su libertad, es para reservarla a conductas que por su mayor calado ético producen particular agravio social; paradójico resultaría recurrir a ella para regular cuestiones solubles con fórmulas meramente procedimentales».

«Las Constituciones -sobre todo al reconocer y garantizar derechos fundamentales- nos están presentando igualmente el núcleo duro de las exigencias éticas de un sistema político; se descarta, en consecuencia, a veces explícitamente, todo compromiso al respecto aunque se contase con el respaldo de indiscutidos refrendos mayoritarios».

«De todo ello parece fácil derivar que ni a la hora de tipificar las conductas que deban considerarse punibles, ni a la hora de esclarecer las fronteras cuya transgresión daría paso a una vulneración constitucional, resultaría sensato invitar a la inhibición a nadie que se deba considerar responsable de lo público, ni proponer que tales operaciones queden al privado arbitrio de cada ciudadano».

El mandato del parlamentario

Si el parlamentario no siguiera sus convicciones, ¿de dónde podría obtener los criterios decisivos para su actuación?, se pregunta Ollero. De una parte, nuestros sistemas políticos rechazan todo intento de someter a los representantes populares a cualquier tipo de «mandado imperativo», capaz de convertirlos en meros portavoces de una universal asamblea ciudadana. Por otra, el frecuente rechazo popular al sistema electoral que obliga a votar listas «cerradas» y «bloqueadas», manifiesta el deseo del ciudadano de no tener como representante a quien sólo sea un número más. «El ciudadano se siente más satisfecho ante un representante personalizado, cuyas convicciones y coherencia de conducta está en condiciones de controlar». A su vez, los programas electorales se ofrecen como punto de conexión entre los ciudadanos y sus representantes, por lo que su elaboración tiene relevancia a la hora de decidir entre las convicciones discrepantes en juego.

«La tendencia a marginar cuestiones particularmente polémicas empobrece el juego político, ya que difícilmente cabrá considerar muy ‘democráticas’ soluciones adoptadas sin público debate. Una mayor presencia de las convicciones personales -de parlamentarios, militantes de los partidos o electores en general- ayudaría a revitalizar sistemas democráticos amenazados con llegar a convertirse en meros instrumentos de domesticación social manejados por contadas personas».

No hay que olvidar que «la tensión entre convicciones personales y actividad legislativa comienza, mucho antes de que un proyecto de ley llegue a la Cámara correspondiente, en el ámbito de la cultura, de la comunicación o del variado tejido asociativo ciudadano, que acabarán resultando decisivos a la hora de condicionar los programas electorales o de controlar la fidelidad de su cumplimiento. Una posible inhibición ciudadana podría facilitar que se produzca un escamoteo de problemas de especial calado ético, y con él una caricatura de ese ‘interés general’ en torno al que debería girar el debate democrático».

Pero la mayor presencia de las convicciones personales en el debate público, ¿no puede acabar reduciendo los ámbitos de libertad disponibles para el ciudadano? No lo cree así Ollero. «Se ha señalado cómo el retroceso de la presencia social de la religión -con su tendencia a lo universal y una honda tradición cultural- no ha hecho sino generar un paradójico resurgimiento de sectas particularistas, no pocas veces poco respetuosas con derechos humanos elementales. También las proclamas de un repliegue a lo íntimo de toda opinión anclada en arraigadas convicciones personales coinciden paradójicamente con la consolidación de pautas de obligado cumplimiento no escritas ni públicamente debatidas. Lo políticamente correcto puede estar convirtiéndose en un sucedáneo puritano capaz de tiranizar sin debate un ámbito público presuntamente sometido tan sólo a recetas procedimentales».

Razón convincente o voluntad arbitraria

A la hora de abordar la presencia pública de las convicciones personales se plantea una presunta alternativa entre dos racionalidades: una «fuerte», autoconvencida de su capacidad de llegar a captar la verdad a la hora de resolver problemas prácticos y poco dada, en consecuencia, a negociar soluciones; y otra «débil», gracias a un relativismo ético que le permitiría tratar con despego los más polémicos asuntos.

«Se da por buena así -comenta Ollero- una caprichosa identificación entre el grado de solidez atribuido al fundamento teórico de una postura y las maneras con que acabarían siendo llevadas a la práctica. Resulta arbitrario establecer que quien esté convencido de la verdad de sus asertos no se prestará a argumentarlos pacientemente hasta convencer a sus iguales, renunciando a una imposición intemperante; más aún si sus propias convicciones le aportan más de un argumento sobre el respeto que la dignidad del otro merece a la hora de establecer normas de conducta. Más lógico parecería suponer que sea el menos convencido quien, poco confiado en sus posibilidades argumentativas, se vea fácilmente tentado a tirar por la calle de en medio a la hora de perseguir sus propios intereses. Cuando la razón se ve privada de fundamento, la única alternativa viable será el propio arbitrio».

Por debajo de la alternativa entre estas dos racionalidades, late en realidad el viejo dilema entre razón y voluntad. «La democracia se apoya en el exquisito respeto a unos derechos humanos, tan poco sospechosos de falta de fundamento que suelen ser caracterizados como fundamentales; un relativismo ético coherente -para el que en la práctica nada podría considerarse verdad ni mentira- privaría a ese imprescindible respeto de todo fundamento».

Por eso, «cuando se propone -partiendo del relativismo ético- el respeto de los derechos humanos no se hace gala de una racionalidad peculiar; se exhibe más bien una envidiable dosis de buena voluntad, fruto quizá de elementos recibidos. Más de un presunto relativista no es sino un ciudadano bien educado».

Para quien niega todo posible discernimiento racional de los problemas éticos y los remite a opciones emocionales o arbitrarias, da igual hablar de convicciones que de voluntad, porque la convicción no llevaría consigo dimensión racional alguna. «Se niega con ello una elemental vivencia ética, presente tanto en el ámbito individual como en el colectivo: el convencimiento de que existen exigencias dignas de respeto que se nos presentan en abierto contraste con lo que queremos o nos interesa, o incluso con lo que prácticamente vivimos».

Más allá de la autonomía individual

Cuando están en juego los derechos fundamentales, afirma Andrés Ollero, no es posible traspasar el debate a la esfera de la autonomía individual. «Conductas que -por los bienes jurídicos afectados y el reproche social que merecen- justifican la entrada en juego de la sanción penal, no pueden quedar a la libre iniciativa de los ciudadanos, de modo que éstos puedan decidir ateniéndose sólo a su propia conciencia».

Tampoco tendría mucho sentido apelar a la tolerancia en este caso. «Tolerancia y derechos son términos de difícil encaje mutuo. Por definición, se tolera excepcionalmente una conducta que merece desaprobación; pero sobre lo digno de desaprobación resulta difícilmente concebible fundamentar un derecho estable. Hablar de derechos supone abandonar el ámbito de lo tolerable para adentrarse en lo decididamente digno de protección».

Ollero concluye que la regulación de las cuestiones básicas de la convivencia social obligará a plantearse problemas de conciencia: «No fue el ciudadano inconsciente el que sirvió de modelo a la hora de plantear el sistema democrático, sino el ciudadano ilustrado, informado y crítico, capaz de resolver con convicción graves problemas. Marginar del debate democrático esas cuestiones básicas, con excusa de su potencial polémico y conflictivo, equivaldría a convertir el poder político en coartada para el logro de objetivos bien distintos de una convivencia que merezca considerarse humana».

La democracia no es un mero mecanismo formal, sino la aspiración a garantizar y llevar a cumplimiento los derechos fundamentales de los ciudadanos. Todos los convencidos de ello han de asumir la responsabilidad que su papel político les reserve y buscar el máximo consenso social. «Ello exige aportar las propias convicciones y llegar -gracias a argumentos compartibles también por quienes no las suscriban- a un diálogo que enriquezca las instituciones democráticas, liberándolas de degenerar en el mero decorado de decisiones faltas de transparencia y de razonada justificación».

_________________________(1) «Convicciones personales y actividad legislativa». Intervención en el Simposio Internacional organizado por el Vaticano sobre «Evangelium vitae y derecho» (24-V-1996).

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