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Con distinto rasero

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Antonin Scalia, juez del Tribunal Supremo norteamericano, hizo el mes pasado una manifestación pública de su fe cristiana en un acto celebrado en la Facultad de Derecho del Mississippi College. Habló, concretamente, de la creencia en los milagros. Su intervención dio pie a críticas, contra las que luego le defendió en The Wall Street Journal (19-IV-96) Robert A. Sirico, sacerdote, presidente del Acton Institute for the Study of Religion and Liberty.

(…) Para Richard Cohen, comentarista del Washington Post, las declaraciones de Scalia «rechinan» y hacen dudar de la competencia del juez para «tratar de forma imparcial y racional» [en el ejercicio de su cargo] cuestiones que impliquen a la Iglesia y al Estado. En declaraciones a USA Today, Barry Lynn, de la organización Americanos Unidos en Defensa de la Separación de la Iglesia y el Estado, afirmó que el discurso de Scalia «va claramente en perjuicio de la confianza pública en su objetividad con respecto a controversias religiosas».

Según este criterio, los creyentes no deben inspirarse en su fe cuando intervienen en los asuntos públicos, y mucho menos aspirar a un puesto en el Tribunal Supremo. Sólo quienes no crean en nada en absoluto -excepto en la adhesión dogmática al positivismo jurídico y al activismo judicial- pueden ser auténticamente «objetivos». Esta postura es un ataque no sólo a la fe religiosa, sino también a la razón misma. En virtud de esta lógica, toda afirmación de la capacidad de la mente humana para alcanzar la verdad es una muestra de parcialidad.

Naturalmente, el criterio liberal usa doble rasero. Cuando el presidente Clinton dijo que había decidido vetar la prohibición del aborto por extracción de la masa encefálica [ver servicio 53/96] tras considerar el asunto en la oración, los medios de comunicación no le criticaron por dejar que su fe influyera en su decisión. Tampoco hubo reacciones cuando unos clérigos liberales del Consejo Nacional de las Iglesias rezaron con él en la Casa Blanca para «darle fortaleza» con vistas a la polémica sobre el presupuesto e incluso hicieron el rito de la imposición de las manos.

No: fe y creencias están perfectamente bien siempre que sirvan de ayuda a los objetivos del liberalismo laicista. Pero cuando alguien como el juez Scalia, que en general se ha mostrado a favor de reducir la intervención del gobierno federal en la vida del país, defiende públicamente la credibilidad de los milagros, eso no se puede tolerar.

Los intelectuales laicistas no están necesariamente en contra de la religión en la vida pública; sólo si no sirve a sus objetivos. Para obtener la aprobación, la religión ha de servir de instrumento a la política liberal. La profesión de fe de Scalia no está en ese caso. Sin embargo, según el criterio de «confianza pública» que sostiene Lynn, el discurso de Scalia no puede sino aumentar el respeto del pueblo por las decisiones del Tribunal Supremo.

Las encuestas muestran que nueve de cada diez norteamericanos creen en Dios, siete de cada diez creen en la vida después de la muerte, y ocho de cada diez creen que Dios sigue haciendo milagros y que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios. Si tuviéramos un Tribunal Supremo lleno de gente que desechara la posibilidad de que la fe lleve a la verdad, continuaría cayendo en picado la confianza pública en el sistema legal.

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