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Comentarios de prensa sobre la «Veritatis splendor»

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El gran interés que ha despertado la encíclica Veritatis splendor se manifiesta en el abundante espacio que le ha dedicado la prensa. De entre los muchos comentarios publicados, entresacamos algunos de la prensa europea, en los que distintas personalidades destacan la oportunidad de la encíclica en un momento en que la cuestión moral está en el centro de los problemas contemporáneos y la conciencia de la humanidad parece desconcertada.

Para defender a la humanidad de la desesperanzaEn un artículo publicado en Le Monde (6-X-93), el Card. Jean-Marie Lustiger, Arzobispo de París, comenta por qué la sociedad actual necesita este mensaje.

La cultura occidental ha desplegado tesoros de inteligencia para analizar la responsabilidad moral de nuestros actos. Pero, por desgracia, no sabemos hacer honor a este patrimonio. Necesitamos volver a aprender a asumirlo.

Explorando las profundidades del alma, hemos descubierto los extraños rodeos del deseo, incluso las máscaras con que se disfrazan nuestras buenas intenciones. Al ser más conscientes de la complejidad de las situaciones, nos hemos hecho más sensibles al peso de las circunstancias que la justicia humana llama atenuantes. ¿Es todavía posible afirmar que ciertos actos son malos en sí mismos y que siguen siéndolo cualesquiera que sean las intenciones de quien los comete y las circunstancias?

(…) Con vacilaciones, las instituciones internacionales elaboran una jurisprudencia para sancionar los crímenes contra la humanidad. Pero, al mismo tiempo, los movimientos de la opinión, las mayorías diferentes de una época o de un país a otro, los intereses opuestos y la versatilidad humana dejan a cada uno escéptico sobre la capacidad de los hombres para decir con certeza y unánimemente lo que es un crimen o lo que no lo es.

La Iglesia recuerda, con la luz de Dios, que el hombre puede distinguir el bien y el mal. Nunca puede llamar bien al mal, a no ser al precio de una mentira que le destruye a sí mismo. Es una cuestión de vida o muerte, una condición necesaria para la felicidad y la libertad. El bien es un camino que se abre ante la humanidad en marcha hacia la felicidad que ha de recibir de Dios. El mal es un abismo donde, de golpe, el hombre bascula como en la nada.

Por eso el mandamiento que nos preserva toma ese tono negativo: «No desearás…», «no matarás». El precepto no es una prohibición arbitraria: es una salvaguarda de la libertad humana. La Iglesia apela a la razón para reconocer esta luz sobre el hombre y sobre su condición. Al recordar lo razonable, la Iglesia defiende hasta el fin la responsabilidad de la libertad. La alteridad de los «mandamientos» libera la conciencia moral. Escoger el bien digno del hombre -y de todo hombre- no es llamar «bien» a lo que me gusta o me conviene. Es respetar «en cualquiera y, ante todo, en uno mismo, la dignidad personal y común a todos» (V.S., n. 52).

Nuestra época está tentada de sustituir la conciencia personal y sus opciones libres por la legitimidad de las leyes civiles. La conciencia y la libertad se reducen así a lo legal y a lo político como en el tiempo de los sofistas, como antes de Sócrates. Los siglos pasados eran quizá ingenuos al dejar a veces lo legal y lo político a la apreciación de la conciencia moral. Nuestra época, al realizar un reduccionismo inverso, se hace cínica. Es el triunfo de Maquiavelo a escala planetaria. (…)

El remedio está en la razón común y en el esfuerzo, siempre renovado, de volver a humanizar la conciencia moral de los hombres. La coyuntura es favorable, pues somos sensibles a las perversiones, los excesos, los escándalos. Pero, al mismo tiempo, estamos en una situación de extrema debilidad, habida cuenta del gigantismo de los medios empleados y de la impotencia para dominarlos.

La Iglesia lanza una llamada a la esperanza. Como escribe el Papa, «la firmeza de la Iglesia en su defensa de las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante para el hombre» (V.S., n. 96). La Iglesia no impone con una intolerable intransigencia una verdad que sólo ella pretendería tener. «Al servicio de la conciencia», la Iglesia, de acuerdo con su misión, da testimonio de la verdad ofrecida por Dios a todo hombre. Enseñando al hombre sus deberes, la Iglesia confirma los derechos de cada uno, especialmente de los más débiles.

(…) No confundamos la palabra de la Iglesia con la presión de las ideologías. La Iglesia se dirige a lo que hay de más esencial en cada ser humano: el gusto por la sabiduría, el deseo del bien y la capacidad de alcanzarlo. A los cristianos, les pide vivir el perdón y la misericordia.

Cuando la Iglesia apela así, con fuerza, a la conciencia de los hombres, no oprime: simplemente enuncia las condiciones de la libertad.

La verdad, luz para la vidaEn Italia, distintas personalidades han escrito artículos destacando la originalidad de esta encíclica. Para Mons. Álvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei, el mensaje fundamental que la encíclica dirige a los fieles es la conexión entre libertad y verdad (La Stampa, Turín, 6-X-93).

Juan Pablo II nos recuerda que el hombre, todo hombre, es sumamente valioso. Posee una incomparable dignidad porque es imagen de Dios y porque es libre, dueño de sus actos y constructor de su destino personal. Por eso la libertad tiene que ver con la verdad: más libres somos cuanto mejor conocemos lo que realmente somos y lo que estamos llamados a ser, la dignidad y el bien que estamos llamados a alcanzar. Nadie más libre que el hombre consciente del elevado destino que Dios -Creador y Redentor- le tiene reservado.

La humanidad -y más concretamente esa parte de la humanidad que solemos llamar civilización occidental- ha conocido, en estos últimos años, momentos de gran optimismo para caer, muy poco después, en un estado de oscuro pesimismo e incluso de postración. (…) A ese mundo, a los hombres y mujeres que viven en ese mundo, Juan Pablo II, hablando en nombre del Evangelio, quiere recordarles que pueden soñar con mundos más justos, con una condición: que adviertan que esos mundos futuros dependen, de forma decisiva, del uso que hagan de su libertad y, por tanto, de la apertura de su espíritu hacia el bien y hacia la verdad.

Veritatis splendor: el resplandor de la verdad, de una verdad que no consiste en frases genéricas o vacías, sino en la afirmación de la realidad de Dios y de la realidad del hombre, de un Dios que es amor y de un hombre que está hecho para amar. Porque la moralidad no es, primariamente, un código de prohibiciones, sino invitación y llamada, programa de vida.

La vida moral comprende exigencias, momentos difíciles e incluso duros. Desconocerlo sería ingenuidad. Pero esos momentos son sólo el reverso de la medalla, el precio que una libertad limitada y en camino como la nuestra debe pagar para llegar de hecho a la meta. Y esa meta es la felicidad, la alegría que brota de un amor realizado.

En Il Sole-24 ore (6-X-93), Vittorio Possenti, profesor de Filosofía y Teoría de las Ciencias de la Universidad de Venecia, pone de relieve cómo la doctrina de la Iglesia «sosteniendo la universalidad e inmutabilidad de la ley moral en todo tiempo y lugar, demuestra una limpieza que podrá no gustar, pero que fundamenta la auténtica ‘democracia moral’, es decir, la absoluta igualdad de todos los hombres, desde el más poderoso al más desamparado, ante la santidad de la ley moral y sus consecuencias. En esto consiste el fundamento ético de la sociedad, en el sentido de que sólo en la ‘democracia moral’ puede tomar cuerpo la ‘moral de la democracia’, que cuenta hoy con numerosos enemigos internos».

El profesor Giorgio Rumi afirma en Avvenire (7-X-93): «Como historiador no puedo menos que recordar los daños que ha producido el triunfo de la moral autónoma precisamente en el siglo XX, hasta llegar a divinizar la voluntad humana: una voluntad que, transformada en voluntad de partido, de Estado, se ha convertido fácilmente en proyecto de dominio universal. El germen de esta voluntad de potencia está sobre todo en el rechazo de la moral tradicional (…). En esta situación, encuentro obligado que el Papa hable. Y me sorprende que ciertos teólogos, como Küng, hayan olvidado la lección de la historia».

La necesidad de principios firmesEl Card. Basil Hume, primado de Inglaterra, subraya que una sociedad pluralista necesita anclarse en valores sólidos como los que recuerda el Papa (Daily Telegraph, Londres, 6-X-93).

Se cuenta que, en cierta ocasión, un destacado político terminó así un discurso electoral: «Éstos son, pues, mis principios. Y si no os gustan, los cambiaré». Verdadera o no, la anécdota apunta a un tema clave de la reciente encíclica Veritatis splendor: que hay principios morales inmutables que se aplican a todos sin excepción. (…)

Una sociedad pluralista en la que todos se consideran libres para construir y escoger su propio bien corre el peligro de dejar de ser en absoluto una sociedad. En toda Europa muchas personas de todas las religiones y de ninguna buscan convicciones compartidas y valores comunes e intentan descubrir un fundamento en el que anclarse sólidamente. Veritatis splendor nos ayuda a continuar esta búsqueda.

Lo hace subrayando el hecho de que la pregunta «¿Qué es ser bueno?» presupone la pregunta «¿Qué es ser humano?» La fragmentación moral es, de hecho, un síntoma de confusión y desacuerdo profundos en torno a la naturaleza y el valor de la vida humana misma.

La Iglesia católica tiene algo único que ofrecer a todos en la búsqueda de valores morales firmes. Son especialmente relevantes tres conceptos básicos que el Papa examina en este documento: libertad, verdad y conciencia.

Nuestra época aprecia, con razón, la libertad: nos alegramos cuando los hombres se liberan de la tiranía, de la enfermedad, de la injusticia y del hambre. Pero ¿qué hacemos con tales libertades cuando las tenemos? ¿Tengo libertad para hacer lo que me plazca, o esta preciosa libertad consiste no sólo en estar libre de ciertas cosas, sino también en ser libre para algo mayor, superior a mí mismo?

La libertad de elección es el fundamento esencial de la vida moral. Lo que importa es escoger bien. Esto exige conocer la verdad sobre la condición humana y, en consecuencia, saber qué es bueno para el hombre. La libertad de elección no es un fin en sí misma. La libertad trae consigo deberes, en virtud de responsabilidades personales y sociales, y es esencial reconocerlos para fortalecer la conciencia social y la solidaridad. (…)

La insistencia [del Papa] en la razón es especialmente relevante para una sociedad pluralista como la nuestra, donde tan necesarios son la cooperación y el diálogo. El núcleo del mensaje del Papa es que hay acciones que son siempre y en sí mismas gravemente ilícitas: todo acto hostil a la vida, como el aborto o el genocidio; o todo lo que viola la integridad de la persona humana, como la tortura o la injusticia; o todo lo que ofende la dignidad humana, como los abusos contra los niños o la explotación de los trabajadores (…).

La conciencia no es maestra de la doctrina, y, sin ayuda, la conciencia individual puede sucumbir a argumentos especiosos. Estamos obligados a formar nuestra conciencia, tanto como a obedecerla. Pero nadie puede decidir por otro. Y la objetividad de los valores morales, lejos de usurpar la función de la conciencia, la previene contra el peligro de convertirse en mero portavoz de opiniones particulares. La vida moral lleva a una conciencia cada vez más clara de que la realización personal sólo es posible cuando se sirve al bien común de la humanidad.

Democracia con valoresRafael Navarro-Valls, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Complutense de Madrid, defiende en El Mundo (Madrid, 6-X-93) el valor de la Veritatis splendor como guía para vacunarse contra nuevos totalitarismos.

El peligro totalitario acecha a Occidente con un nuevo ropaje: el de las ideocracias intolerantes con toda moralidad objetiva. Desde la caída del muro de Berlín se ha difundido en la cultura europea lo que se ha llamado una cierta mentalidad de búnker, tras la que alguna intelligentsia se atrinchera, y que parece alimentar una agresividad latente hacia toda valoración objetiva de conductas con vocación universalista. Sobre todo si la objetivación de valores tiene un trasfondo religioso. En su esencia es la misma mentalidad, aunque con distintos protagonistas, que hace muy poco negaba a los derechos humanos su potencial universalidad, es decir, su capacidad de adaptación a cualquier cultura.

Frente a este último plantamiento, la Conferencia de Viena proclamaba hace unos meses los derechos humanos como «universales, indivisibles e interdependientes», de aplicación incondicional en los ámbitos nacional e internacional. Sin que pudiera esgrimirse como coartada para su aplicación la historicidad de las diversas culturas ni el juego de las mayorías. Es en esta misma línea donde hay que inscribir, en mi opinión, la encíclica de Juan Pablo II publicada ayer oficialmente.

Ciertamente, buena parte de ella se refiere a discusiones teológico-morales dentro de la Iglesia, pero su trasfondo se eleva sobre éstas apuntando directamente a una clara preocupación antropológica que le lleva a inquirir por los grandes problemas de la humanidad.

«Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder». Efectivamente, ahí radica la esencia última de los totalitarismos modernos, que no es otra sino el secuestro y relativización de la verdad: su trasferencia al individuo (totalitarismo de la conciencia), al Estado (totalitarismo político) o al partido (totalitarismo de las mayorías).

Lo que parece pedir Juan Pablo II es un rearme axiológico de la conciencia civil que impida que las ideas puedan ser instrumentalizadas para fines de poder. De ahí que vuelva a alertar frente a ese «totalitarismo visible o encubierto» a que fácilmente conduce «una democracia sin valores». Lo que en mi opinión el texto pontificio observa con reticencia es un Estado o una sociedad que haga propia -a veces sin clara conciencia- aquella visión de neutralidad que denunciaba Dante cuando reservaba los lugares más profundos del infierno «a los que, en épocas de crisis moral, conservan su neutralidad».

Por lo demás, no es la Veritatis splendor una concatenación de absolutos morales negativos y rigoristas. Es más bien una serie de enunciados cuya enseñanza tiende a proteger a la persona y su dignidad haciéndole notar cuáles son los callejones sin salida si la libertad no se orienta hacia la verdad. De ahí que la «nueva evangelización» que postula no sea pesimista e intolerante, sino profundamente optimista y llena de esperanza en la capacidad del hombre de arrojar lejos las cadenas de nuevas y antiguas servidumbres. No una reedición de lo que ha existido, reedificando una Europa dominada por los católicos bajo la guía del Papa, sino más bien el intento de «que sean desveladas al hombre las fuentes de su identidad, y que así sea capaz de desarrollar toda la plenitud de su ser». En suma, una buena guía para liberar al hombre de los totalitarismos que le amenazan.

Anclaje moral de la sociedadThe Independent (Londres, 6-X-93) destaca la relevancia social de la encíclica.

El Papa Juan Pablo II dice que hay normas con las que todos pueden estar de acuerdo: no puede cada uno seguir su mero antojo personal. Lejos de ser un clérigo anticuado, el Papa ha respondido a una necesidad real de Occidente: la de una definición de los valores humanos fundamentales. Sus juicios hallarán eco entre los católicos y entre los no creyentes que ven a la sociedad, sin anclaje moral, ir a la deriva.

La encíclica no se muerde la lengua al tratar las implicaciones políticas de su mensaje: es pecado violar los derechos legales de los demás, el fraude, el robo, no proporcionar vivienda digna y explotar a los empleados.

Éste es un Papa que, tras haber pasado toda una vida combatiendo el marxismo, está también dispuesto a enfrentarse con los males del capitalismo. A la vez, está alerta contra la posible tiranía de la mayoría. Pocos liberales negarían que «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto».

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