Cada vez es más lo que separa a los anglicanos

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Contrapunto

Como se preveía, la ordenación episcopal en Estados Unidos de un homosexual declarado y activo ha provocado división en el anglicanismo (ver servicio 149/03). Gene Robinson, divorciado, padre de dos hijas, convive desde hace tiempo con un hombre; todos ellos, más sus padres, le acompañaron en su consagración como obispo de New Hampshire, el pasado 2 de noviembre. De inmediato comenzó una cascada de protestas por parte de casi todas las demás provincias anglicanas, en especial de África y Latinoamérica, que declararon rota o gravemente dañada la comunión con la Iglesia episcopaliana, como se llama la rama norteamericana del anglicanismo. Está por ver en qué quedan tales advertencias: depende de si la mayoría disconforme llega o no a una posición oficial común.

Ya antes hubo otros motivos de división, siempre por obra de las provincias del Primer Mundo. Primero se admitió la ordenación sacerdotal de mujeres, que hasta ahora se ha llevado a efecto en Inglaterra, Estados Unidos, México, Australia y Canadá. Luego se permitió a los divorciados volver a contraer matrimonio religioso. En mayo pasado, la Iglesia de Canadá decidió, contra la norma expresa del Sínodo General anglicano, celebrar bodas gay. En fin, puesto que la Iglesia episcopaliana, junto con otras, llevaba años ordenando sacerdotes homosexuales, estaba cantado que alguno llegaría a obispo.

En todos estos casos, cada Iglesia ha podido aceptar o no los cambios. En general, no se han sumado las provincias de África, Asia y Latinoamérica, que cuentan en total unos 50 millones de los 70 millones de fieles anglicanos que hay en el mundo. Ya antes de Robinson había, pues, una escisión no declarada. Había apariencia de unión, basada en dejar a cada provincia autonomía para decidir sobre los puntos en disputa. Pero consentir a unos lo que otros consideran inadmisible no es hacer hueco a todas las sensibilidades, sino decir implícitamente que los segundos están equivocados.

Por eso no parece bien fundado el optimismo del primado irlandés, Robin Eames, nombrado por el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, presidente de una comisión para estudiar el caso Robinson. Eames reconoció la gravedad de la situación, pero añadió que los anglicanos ya «superaron la división en torno a la ordenación de mujeres, y también pueden lograr lo mismo con la homosexualidad» (Daily Telegraph, 4-XI-2003). En el caso precedente, la solución consistió en nombrar «obispos volantes» para las comunidades que no aceptaran las sacerdotisas ni quisieran, por tanto, estar bajo la autoridad de un obispo de la postura contraria. Cabe preguntarse si eso es evitar la división o solo sirve para disimularla.

También el primado episcopaliano, Frank Griswold, quiso ser optimista. En la consagración de Robinson, que presidió, admitió que aquello podía causar divisiones en el anglicanismo y en su propia provincia, para añadir a renglón seguido: «Lo que mantiene unida a la Iglesia es mucho más fundamental que un obispo» (New York Times, 3-XI-2003). Pero lo decisivo es que, al ordenar a Robinson, la jerarquía episcopaliana ha declarado moralmente lícita la conducta homosexual, lo cual es un cambio en la doctrina. Así lo han entendido los disconformes, como el obispo keniano Thomas Kogo, que ha declarado: «No vamos a dar por válida la homosexualidad en la Iglesia, ante todo porque es un pecado» (ibid.). Tildar -como se ha hecho- de «homófobos» a los que eso sostienen es no ver qué está en juego.

Aunque hasta ahora la Comunión anglicana ha eludido, mediante soluciones de compromiso, la división formal, llegará un momento en que tendrá que decidir. Otra opción no evitaría la división real y abriría la puerta a nuevas derivas. Un día los clérigos divorciados querrán volver a contraer matrimonio en la iglesia, otro los obispos homosexuales exigirán casarse con sus novios. No hay fe bastante amplia para acomodar todos los deseos humanos, siempre expansivos. El precio de estirar la doctrina para quitar las aristas es hacerla irrelevante. Si la Iglesia no tiene nada tajante que decir en cuestiones morales, su mensaje se reducirá a genéricas llamadas a la fraternidad universal. En tal caso, los fieles podrán pensar que para eso ya está el Dalai Lama.

Pero decidir es difícil, como ha reconocido un primado sudamericano, el arzobispo Greg Venables: «El problema es que nosotros no tenemos un papa o un comité central que resuelva por nosotros» (International Herald Tribune, 4-XI-2003). Precisamente esa es la misión del papa en la Iglesia católica: mantener la unidad de la fe y la comunión. Quizá era una buena idea, después de todo.

Rafael Serrano

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