Cómo se disparan los resortes de la compasión

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La multiplicación de operaciones de ayuda humanitaria a poblaciones amenazadas oculta a veces el hecho de que no todas las crisis, ni sólo las más graves, logran atraer la atención. En la puesta en marcha de un movimiento de compasión colectiva concurren causas políticas e intervienen de modo decisivo los medios de comunicación. En un libro elaborado por Médicos Sin Fronteras (1), un capítulo firmado por Rony Brauman, miembro de esta organización, analiza cómo, por arte sobre todo de la televisión, una tragedia tal vez antes ignorada hiere de repente las fibras sensibles de la opinión pública occidental.

¿Por qué el terremoto que sacudió a Armenia en diciembre de 1988 provocó tal movilización de la opinión pública y de los medios de comunicación mientras que ese mismo año más de 250.000 personas habían perecido, de muerte lenta, a causa del hambre y de la guerra en Sudán? (…) ¿Por qué la primera filmación que muestra la hambruna de 1984 en Etiopía no provocó más que un vago estremecimiento en el Reino Unido, mientras que la segunda, difundida tres meses más tarde, fue como un electroshock para todo Occidente? ¿Por qué misterioso fenómeno Liberia es durante varias semanas de 1990 el blanco de todas las miradas y luego desaparece de la escena para siempre a pesar de que la guerra continúa y de la presencia de una fuerza de interposición? (…) ¿Por qué, finalmente, Somalia interesó tan poco a los medios de comunicación hasta julio de 1992, para luego convertirse bruscamente, como lo fue Etiopía siete años antes, en la «favorita» humanitaria de Occidente y en campo de experimentación para un nuevo tipo de intervención militar? (…)

Ninguna ley general puede (…) dar cuenta del proceso por el cual un conflicto interno se convierte en un acontecimiento internacional y más tarde, tal vez, en una crisis ante la cual la comunidad internacional se ve obligada a reaccionar. (…)

Cuatro condiciones

Lo que aquí proponemos no son pues respuestas sino elementos de reflexión crítica. Comenzaremos por avanzar algunas de las condiciones que la experiencia nos ha revelado, condiciones necesarias pero no suficientes para transformar un conflicto en un acontecimiento internacional:

1. Lo que constituye hoy un acontecimiento no son las palabras sino las imágenes, siempre y cuando se ofrezcan en forma de flujo continuo y el «grifo» se abra a diario para conseguir un efecto acumulativo. Esto es lo que garantiza la victoria en la lucha contra el riesgo de morir ahogado en la corriente de otras informaciones. Aquí, y sólo aquí, es donde intervienen los medios financieros y la selección de la redacción de un periódico.

2. El conflicto debe ser aislado, so pena de sufrir un irremediable efecto de evicción por otro conflicto simultáneo: un informativo televisado no puede ocuparse de dos hambrunas al mismo tiempo. El conflicto de la ex Yugoslavia, sin duda en razón de su situación geográfica y de sus implicaciones políticas, y difundido al mismo tiempo que el de Somalia, constituye una notable excepción a esta «regla».

3. La presencia de un agente-mediador -personalidad o voluntario de una organización humanitaria- es indispensable para «autentificar» a la víctima, canalizar la emoción suscitada y establecer a la vez la distancia y el vínculo entre espectador y víctima.

4. Mas allá, sin embargo, del decorado escénico, la víctima debe ser aceptada espontáneamente: los chiítas iraquíes no tienen la menor posibilidad de pasar este filtro invisible, como tampoco los palestinos de Kuwait o los iraníes, por más exacciones que padezcan.

El poder de la imagen

(…) La imagen de un niño somalí escuálido, con los párpados cubiertos de moscas, que mordisquea una raíz sobre un decorado de saqueo de los convoyes alimentarios, transmite una imagen cuyo sentido es inmediato: el desamparo de un niño es algo evidente. Los significados secundarios no están refrenados por ningún tipo de sintaxis, o más bien se inscriben en una sintaxis «por defecto», construida a partir de imágenes anteriores: tierras agrietadas, reyezuelos criminales, guerras tribales, demografía galopante, legiones de analfabetos, epidemias mortales; imágenes, en suma, que evocan una Edad Media fantasmagórica marcada por el sello del infortunio.

No hay sitio en este fresco para la realidad de una vida en sociedad, sus diversas estructuras sociales, sus redes de poder y sus relaciones de fuerza, sus representaciones y su cultura. A partir de este momento la única señal familiar, el único puente con un mundo tan despiadado y anacrónico, es la imagen de la víctima (…).

Humanitarismo, la nueva forma del compromiso

(…) Tanto para ensalzar como para deplorar algo, nuestras sociedades se expresan exclusivamente en el terreno humanitario. De Uganda a Bosnia, de Etiopía a Armenia, de Camboya a Afganistán, la moral humanitaria reina plenamente a partir de ahora, tanto para bien como para mal. Por otra parte, el poder de la televisión ha crecido hasta convertirse en el centro de gravedad de la información. Los titulares de la prensa escrita se ajustan, en gran medida, desde el comienzo de la década de los ochenta, a los de los informativos televisados, que gozan desde entonces del gran privilegio de ofrecer la actualidad y «crear» la noticia.

La coincidencia de estos dos fenómenos totalmente independientes tiene gran importancia en lo sucesivo. Es efectivamente durante este periodo cuando lo humanitario toma vuelo y aparece como la única forma aún defendible de compromiso colectivo, desplegándose sobre el terreno que el radicalismo ideológico había dejado vacante y alimentándose de su declive. (…)

Si esta nueva forma de acción humanitaria, forjada a golpe de medicina de urgencia y compromiso físico, parece hecha a la medida del informativo televisado, es porque tanto una como otro actúan principalmente sobre el campo de las emociones. La acción humanitaria, rápida, simple y concreta, al menos en comparación con el tratamiento político que se da a los problemas exóticos, se presenta bajo una forma fácilmente accesible y que permite una valoración inmediata: el tándem víctima-socorrista se ha convertido así en uno de los emblemas de este fin de siglo. «Los hombres sólo se plantean los problemas que son capaces de resolver», decía Marx. El informativo televisado, podríamos decir parafraseando lo anterior, sólo nos ofrece las emociones que somos capaces de apaciguar.

Esto se traduce, en la práctica, en una selección automática de temas que se realiza a dos niveles: el nivel físico del «embudo», por una parte -pues el informativo televisado está sujeto a limitaciones de tiempo y de ritmo que prohíben el tratamiento de más de dos crisis internacionales por edición-, y el nivel simbólico del «estatuto de la víctima», por otra, que sólo toma cuerpo realmente cuando se puede percibir como una efigie del sufrimiento injusto, de la inocencia asesinada, como una víctima de una naturaleza cruel, de una guerra absurda -las guerras de los otros siempre son absurdas-, de bandas armadas implacables o de un dictador sanguinario, pero como víctima pura, que no interviene en ningún sentido. Y así hasta el punto de que uno se ve casi obligado a excusarse, a justificarse cuando es sorprendido en «flagrante delito» de ofrecer socorro, conforme a los principios humanitarios, a los combatientes. (…)

Selección de víctimas

Señalemos de paso que las víctimas de un dictador no se convierten en víctimas hasta que los gobernantes occidentales perciben y designan a éste como tal: Sadam Hussein no se convirtió en productor de víctimas patentado hasta que franqueó la línea que separa a los amigos políticos de los enemigos. La matanza de 5.000 kurdos en 1988, víctimas de los bombardeos con armas químicas en Halabjah, y la represión que éstos sufren desde hace años, no se encuentran en absoluto en este caso. Los armenios suscitaron la compasión del mundo tras el terremoto de 1988; pero si la guerra del Karabaj, de la cual son parte integrante, no parece producir víctimas de interés es porque su estatuto de víctimas se ha visto enturbiado por su responsabilidad en el conflicto. (…)

La fuerza de la imagen percibida como verdad, la valoración de la emoción como modo de conocimiento, se utilizaron admirablemente durante la crisis del Golfo. Antes de que el Congreso de Estados Unidos aprobase la intervención militar, un testimonio televisado sacudió la conciencia del país: una joven, cuya identidad no podía revelarse por temor a las represalias, contaba las sangrientas atrocidades cometidas por los soldados iraquíes tras la invasión de Kuwait y describía el saqueo de los hospitales infantiles, la destrucción de las incubadoras y a los bebés agonizando en el suelo: 319 bebés prematuros perecieron de este modo. Este testimonio dio la vuelta al mundo, encendiendo a la opinión pública contra el monstruo iraquí, asesino de bebés. La matanza de los inocentes no podía quedar impune y el Congreso, muy dividido sobre la operación «Tormenta del Desierto», aprobó finalmente la intervención con una mayoría de cinco votos. El resto ya lo conocemos todos.

¿Dónde está, pues, el problema? En el hecho de que se trata sencillamente de un engaño y de que la joven testigo no era otra que la hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos, que interpretó con talento su papel. Una de las principales agencias de comunicación estadounidenses, financiada por Kuwait, es la responsable de esta manipulación menos célebre, pero mucho más elaborada que la de Timisoara. Para dibujar con precisión el perfil de una víctima hay que dibujar primero el de su verdugo, cosa que hicieron sus antiguos protectores bajo la mítica forma de ogro devorador de niños. Si la misión realizada dos años antes por Médicos Sin Fronteras en los pueblos kurdos atacados con gases por Sadam Hussein tuvo en su momento escaso eco, a pesar de la abundancia de testimonios gráficos, fue porque en aquel entonces Hussein era «amigo» de Occidente, el dique protector que contenía al islamismo iraní. El mito, en forma de «testimonio» hábilmente amañado en un contexto que se había vuelto favorable, puso de manifiesto la realidad de las matanzas y de las exacciones anteriores, que en su momento pasaron a incluirse de inmediato en la categoría de «sucesos varios» internacionales.

Solidaridad degradada

(…) Sería absurdo considerar a los periodistas o a los órganos de prensa como únicos responsables de este exceso de simplificaciones o de un tratamiento emocionalmente abusivo de las situaciones complejas (…). Lo que aquí está en tela de juicio es ante todo una sociedad en la cual la compasión, otro nombre de la solidaridad, tiende a degradarse en conmiseración más que a exigir justicia; en la cual la información, a menudo manipuladora, es sustituida solapadamente por la comunicación, siempre consensual; en la cual el «índice de satisfacción» y el press book merecen valorarse como resultados al tiempo que las declaraciones de buenas intenciones y la retórica humanitaria hacen las veces de la política.

Más allá de este contexto, que no puede ser sino transitorio, sigue siendo difícil imaginar que Occidente deje de seleccionar a las víctimas en función de su humor y de sus intereses. Y si los periodistas tienen la obligación de reflexionar sobre los retos de su práctica profesional, las organizaciones humanitarias tienen dos obligaciones igualmente importantes: seguir empleando, para responder lo mejor posible a los intereses inmediatos de las víctimas, el potencial de medios que acompañan a estas movilizaciones, y reflexionar también sobre su labor, demostrando que su acción reposa sobre principios más sólidos y, por tanto, más exigentes que las emociones fugaces con las cuales se sienten tentadas a hacer negocio. Sólo así podrá distinguirse la moral de la que son portadoras de la ética indolora que comienza a caracterizarlas. Sólo así, sobre todo, la ayuda humanitaria seguirá respetando la dignidad de aquellos a quienes se propone socorrer. Sólo así, en fin, podrán mantenerse a flote en el torbellino de los medios de comunicación sin renuncias ni demagogias.

Somalia: drama en tres actos

La guerra civil y el hambre de Somalia han formado parte durante mucho tiempo de esta categoría de «varios» evocados a veces entre el nacimiento de quintillizos en Australia y un accidente ferroviario en la India. El drama humano provocado por este conflicto político sólo se hizo visible cuando intervinieron en él personalidades políticas. Fueron necesarias las declaraciones del Secretario General de las Naciones Unidas; el viaje de Nancy Kasselbaum, senadora estadounidense, y el de Bernard Kouchner, a la sazón ministro [francés] de acción humanitaria, para que esta tragedia se convirtiese en un acontecimiento, cuando la hambruna ya había alcanzado su paroxismo tras largos meses de desarrollo.

A partir de este momento, Somalia irrumpe en la conciencia occidental bajo la apariencia de niños agonizantes y de bandidos armados dispersos en un territorio inconcreto. Tras ser autentificadas por mediadores reconocidos, las víctimas podían convertirse en objeto de nuestra compasión y los verdugos en objeto de nuestro oprobio. En aquel mes de julio de 1992, una vez instalados el decorado y la escena, convergieron las cuatro condiciones arriba indicadas, y la representación pudo ofrecer su primer acto con el lento y difícil despliegue humanitario de las Naciones Unidas.

La intensidad dramática del suceso (acto segundo) creció de manera brutal con la dimisión, a finales de octubre, del enviado especial de Butros Gali, cuando a finales de noviembre se supo que el 80% de la ayuda alimentaria había sido desviada, según confirmó el propio secretario general de las Naciones Unidas, en circunstancias que hoy siguen siendo totalmente oscuras. Quince días antes las cifras de pérdidas calculadas por todos los que intervenían se situaban entre el 30 y el 40%. Esta información, recibida como una verdad evidente por todo el mundo salvo por las ONG allí presentes, hizo que el acontecimiento alcanzase la categoría de crisis, abriendo la posibilidad de una militarización de la ayuda humanitaria.

Había llegado el momento de levantar el telón para el tercer acto: un diplomático, el embajador Sahnoun, que intentaba retomar los hilos del diálogo político, fue sustituido por un Estado Mayor encargado de «neutralizar» a los grupos armados y a los señores de la guerra responsables de la hambruna. El espectáculo culminaría el 9 de diciembre de 1992 con el desembarco de los marines estadounidenses en la playa de Mogadiscio. Para los equipos humanitarios, que no compartían la euforia del momento, este episodio contenía el germen de desbordamientos que lamentablemente quedaron confirmados poco después.

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(1) Médicos Sin Fronteras. Escenarios de crisis. Acento. Madrid (1993). 193 págs. 2.100 ptas. (Face aux crises…, Hachette, París, 1993). Capítulo reproducido con autorización.

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