Cómo acoger a una nueva generación

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Revelaciones de las Jornadas Mundiales de la Juventud
Para sorpresa de muchos, empezando por los organizadores, un millón de jóvenes aceptaron la invitación del Papa a participar en las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) en París. ¿De dónde salió tanta gente? ¿Qué piensan esos jóvenes? ¿Cómo viven su fe? ¿Qué les impulsó a cambiar sus lugares de veraneo por el calor de París y las estrecheces de unos actos masivos? El éxito de la reunión en la secularizada Europa ha demostrado que algunas ideas repetidas sobre la Iglesia y los jóvenes son clichés gastados, y que hacen falta otros enfoques para acoger a una nueva generación.

Los asistentes a las JMJ no responden sólo al perfil clásico del «buen católico». No faltaron quienes se declaraban no creyentes, ni quienes, ante preguntas de los periodistas, discrepaban de las enseñanzas de la Iglesia en cuestiones de fe o de comportamiento. Sin embargo, la mayoría declaró que estaban allí precisamente por el Papa. ¿Una contradicción aparente?

Como señala el comentarista William Pfaff en International Herald Tribune, «fueron los principios del Papa lo que les atraía, aunque no los compartan del todo. Es su integridad, su fe transparente y su convicción, es su coraje a pesar de su fragilidad física». Frente a tantos que se limitan a halagar a los jóvenes, Juan Pablo II les ofrece un ideal de altura y un mensaje esperanzador. Quizá eso fuera lo que quería expresar una de las pancartas que se veían en Longchamp, dirigida a un anciano lleno de achaques: «Juan Pablo II, tú eres nuestra juventud».

Hijos de la confusión

Muchos observadores han destacado que nos encontramos ante una nueva generación cuya actitud ante la religión es distinta de la de sus padres. La actitud de estos jóvenes no es polémica, sino más bien de búsqueda. Como señaló Mons. Claude Dagens, obispo de Angulema, «dentro de la Iglesia o en la periferia hay una generación de jóvenes que, a diferencia de la precedente, no es crítica o contestataria, sino que está interesada, curiosa, disponible para otra cosa».

En esta misma línea, Joaquín Navarro-Valls describió los actos del hipódromo de Longchamp como «un mayo del 68 al revés». Esos jóvenes de París 97 son hijos de los jóvenes de mayo del 68, una generación que pretendió liberarse de la tradición, de todo poder establecido y de cualquier límite a la autonomía individual. Pero fueron más hábiles para derribar que para construir. Hoy, una mayoría de los participantes en las JMJ se sienten como abandonados por sus padres, que no les han transmitido ningún valor objetivo, ninguna certeza, ningún modelo de vida.

En esa situación mental y cultural sin puntos de referencia, el Papa se les presenta como la figura del hombre coherente, con respuestas para las preguntas clave que nadie ahora mismo se atreve siquiera a plantearse. «No creen necesariamente en todo lo que Juan Pablo II dice, pero se sienten intrigados por él, e impresionados de que exista una persona como él», señala Pfaff.

Para otros analistas, no acudió a París la «clase media» de la Iglesia, los católicos bien «insertados» en la sociedad, sino los extremos: quienes están en plena sintonía con la Iglesia, y acuden a las convocatorias del Papa por apoyarle en su misión de sacudir el alma de tantos que viven en el indiferentismo religioso; y los que están en una situación vital de búsqueda, y sienten el atractivo personal y moral de Juan Pablo II.

Son jóvenes cuya participación en la vida de la Iglesia no pasa necesariamente por las estructuras tradicionales, pero que se sienten atraídos por los movimientos y comunidades, por las redes informales. Pero también las parroquias se vieron inundadas por jóvenes que deseaban acudir a París, en muchos casos desconocidos hasta ese momento.

Un testimonio de unidad

Esta nueva generación es ajena a los enfrentamientos posconciliares dentro de la Iglesia. No pueden ser nostálgicos de un pasado que no han conocido; ni pueden deslumbrarse con una entusiasta apertura a un mundo cuyas carencias han experimentado. Así que la dialéctica de progresistas vs. tradicionalistas les es extraña, tan anticuada como los pantalones de campana.

El ambiente que se ha podido palpar esos días era el de una Iglesia sin divisiones, en la que la diversidad de lenguas y de culturas no alejaba sino que acercaba a las personas. Así que uno de los rasgos destacados de las JMJ ha sido el clima de colaboración entre todas las sensibilidades existentes hoy en la Iglesia. La actitud de acogida podría condensarse en un: «no importa cómo piensas ni cómo rezas: bienvenido a la fiesta».

Aunque, más allá del aspecto festivo, estas grandes reuniones confirman en los jóvenes católicos la idea de pertenecer a una Iglesia universal, sin barreras de fronteras o de razas. Así lo ha destacado Juan Pablo II, al hacer en Roma el acostumbrado balance del viaje en la primera audiencia general. El Papa subrayó el mensaje de la fraternidad que los jóvenes habían lanzado desde París: «Se veía claramente que todos se sentían en su casa, miembros de una sola y gran familia (…). A pesar de la diversidad de lenguas, de culturas, de nacionalidades, de colores de la piel, chicos y chicas de cinco continentes se han dado la mano, han intercambiado saludos, han rezado y cantado juntos». Pero no hay que equivocarse en el motivo de esa fraternidad profunda: «La fe en Cristo crucificado y resucitado puede fundar una fraternidad nueva en la cual nos aceptamos unos a otros porque nos amamos».

Universalismo católico

Algunos han intentado explicar el éxito de las JMJ haciendo un paralelismo con el Europride (marcha europea de los homosexuales celebrada también en París dos meses antes). Según esta explicación, ambos acontecimientos se inscribirían en la tendencia a la afirmación de la identidad comunitaria, de la propia singularidad.

Esa explicación fue rechazada de plano por el cardenal Lustiger, que comentó en una rueda de prensa: «El paralelismo entre las JMJ y el Europride es incongruente. El encuentro que acabamos de vivir no va dirigido en absoluto a manifestar una singularidad, a reivindicar una identidad particular dentro de la sociedad. Si la palabra ‘católico’ tiene un sentido, es precisamente el de integrar todo particularismo en un universalismo. En lugar de un fraccionamiento de los hombres en minorías que deben aceptarse y tolerarse, nuestra fe nos conduce a una comunión posible entre todos los hombres y a la voluntad de promoverla. Tenemos que responder a una misión, al servicio del bien de todos. Esto no tiene nada que ver con la exaltación del catolicismo como si se tratara de un particularismo».

Una nueva religiosidad antigua

Además de ver al Papa, ¿qué hicieron los jóvenes esos días? Sin lugar a dudas, pasarlo bien. Pero la sorpresa estuvo en la alta participación en los actos religiosos organizados en torno a los encuentros con el Papa: catequesis para grupos lingüísticos, vigilias de oración, velas al Santísimo… Y muchos, muchos momentos de meditación personal ante los sagrarios de París: en cualquier iglesia, y a cualquier hora, siempre había jóvenes rezando. Así lo expresaba el Card. Poupard: «Estoy impresionado por la calidad de la oración y del recogimiento; en las reuniones ha sido posible que muchedumbres inmensas pasaran del jolgorio a la interioridad más profunda». Otro contraste con el comunitarismo y el desprecio al «espiritualismo individualista», imperantes en algunos círculos católicos hasta no hace mucho.

El modo de rezar de esos jóvenes ha suscitado curiosidad en muchos observadores. Para algunos, esta vuelta a prácticas piadosas tradicionales se explica por la falta de tradición católica en sus familias y en su ambiente social. Al proceder de un entorno secularizado, gran parte de esta generación carece de toda referencia histórica o familiar de una experiencia religiosa, y redescubre fórmulas de religiosidad que bastantes cristianos de la generación anterior abandonaron, al socaire de los cambios posconciliares. En su afán de encontrar nuevas vías de expresar lo que sienten, prueban sin prejuicios el rezo de laudes y completas, peregrinaciones, viacrucis, cirios encendidos, etc., para sorpresa de quienes desterraron esas prácticas por ser «poco comprometidas».

Hasta en el turismo, los jóvenes que inundaron las calles de París tuvieron una sensibilidad religiosa. Los monumentos más visitados fueron los conectados con la historia espiritual de Francia, e incluso en el Museo del Louvre muchos siguieron un itinerario específico sobre pintura de temática religiosa.

Ruptura con el pasado

El interés de los cristianos de la generación anterior por cuestiones organizativas e institucionales, por la «estructura» de la Iglesia, ha sido sustituido por un interés más vital y personal: la preocupación por las experiencias vividas por los creyentes y no creyentes.

Este cambio de intereses ha sorprendido a los analistas que siguen apegados a una visión ya superada de la juventud y de la Iglesia. Con su experiencia de capellán de alumnos de l’École normal supérieure, JeanRobert Armogathe afirma en Le Monde que la raíz de la sorpresa está en que muchos analistas expresaban sus propias convicciones. «A fuerza de querer a toda costa que la realidad se acomodase a su visión simplificadora de la sociedad, no han hecho más que estrechar su propia manera de ver». De ahí que «no hayan visto venir por la calle a otra generación», cuyos planteamientos son distintos. Con palabras más breves, lo ha dicho también en Le Figaro Joseph Vandrisse: «El microcosmos mediático que critica a los obispos y al Papa por no comprender la modernidad se ha visto confundido».

Otra diferencia, y no de menor importancia, se refiere a la liturgia. Si antes no era raro encontrar ceremonias descuidadas, rápidas y celebradas de cualquier modo, los jóvenes parecen haber descubierto el sentido litúrgico y el lenguaje de los símbolos. El cuidado y la calma en las ceremonias, los silencios para la meditación y los cantos conocen ahora un nuevo auge.

Frente a la fe problematizada de la generación anterior, los jóvenes de hoy viven un catolicismo desacomplejado, una fe que se manifiesta sin reparos. Para Henri Tincq, de Le Monde, «la generación de Longchamp no es polémica ni nostálgica, sino inventiva, positiva y abierta». Y Franz-Olivier Giesvert concluye en Le Figaro: «La gran lección de las JMJ reside en que muchos jóvenes han redescubierto los Evangelios y se muestran orgullosos de ellos».

Al corazón y a la cabeza

Se ha repetido que la fe de estos jóvenes es superficial, poco elaborada, con una gran carga sentimental. Tiene prioridad lo afectivo y la experiencia personal frente a los contenidos tradicionales.

Ese análisis contiene una buena dosis de verdad, pero es parcial. El contexto social y cultural en que se forman los jóvenes de este final de siglo podría calificarse de sentimental. Las razones del corazón predominan en la vida social, en el cine y la literatura, en la música, en los medios de comunicación, en la escuela… En el fondo, el planteamiento religioso de los jóvenes es acorde con su planteamiento vital. ¿Por qué habrían de ser «racionalistas» sólo en lo religioso?

Esta religiosidad sensible y festiva se manifiesta también en que muchos jóvenes están más inclinados a participar en acontecimientos extraordinarios (peregrinaciones, grandes encuentros…) que en la misa dominical. Van saltando de «tiempo fuerte» en «tiempo fuerte», con los riesgos que eso implica. Como señala el Hermano Roger, de Taizé, «hay que tener cuidado para no llevar a los jóvenes hacia lo ilusorio. Los grandes encuentros sólo tienen sentido si ayudan a los jóvenes a ponerse en marcha allí donde viven. No pueden ser un paréntesis en su vida».

Algunos señalan el riesgo de que se desarrolle una especie de «evangelismo» católico, con rasgos propios de los grupos evangélicos protestantes: celebraciones festivas, respuestas sencillas, emotividad a raudales… Un riesgo, sin duda, pero la Jerarquía de la Iglesia parece estar prevenida. Así lo expresa el cardenal Lustiger: «Este encuentro de jóvenes comporta algo espectacular, emoción, fiesta. Pero la manera como se les propone este mensaje evangélico apela a su razón y a su libertad para que en su actuación saquen las consecuencias de lo que han comprendido y quieren».

La propia organización de las JMJ se esforzó en promover esa reflexión sobre el mensaje. Las actuaciones, bailes, cantos, tuvieron su momento. Pero la Vigilia consistió en la celebración de dos sacramentos -Bautismo y Confirmación-, y las palabras del Papa explicando su significado.

El problema ahora es cómo lograr la «fidelización» de una juventud acostumbrada al zapping espiritual. Ese es el desafío de la Iglesia: convertir el compromiso global que el Papa ha pedido a los jóvenes y que ellos han aceptado a voz en grito, en un asentimiento no sólo afectivo sino real en todas las facetas de la vida.

Esta necesidad de proponer a los jóvenes enseñanzas religiosas, para las que han mostrado estar bien dispuestos, ¿no es acaso el significado más profundo de la preparación eclesial hacia el Jubileo del año 2000? Como destaca Joseph Vandrisse, corresponsal de Le Figaro en Roma, los jóvenes se han reconocido como catecúmenos, «un signo prometedor, pero al mismo tiempo un desafío lanzado a los pastores: una nueva generación está dispuesta; ¿quién la evangelizará?».

Del mito de la juventud a los jóvenes reales

Hablar de la juventud en general tiene poco sentido. Hay juventudes bien distintas. La que invadió París sorprendió también por su comportamiento. André Comte-Sponville, filósofo, autor de libros como el best seller Pequeño tratado de las grandes virtudes, reconocía que esta era una juventud diferente: «Estos centenares de millares de jóvenes católicos, que uno cruzaba en la calle y en el metro, eran simpáticos, alegres, abiertos, sin violencia ni fanatismo, sin vulgaridad, sin bajeza. Una juventud que daba envidia, y esto no es tan frecuente». Aunque él lo ve desde fuera, considera que puede hablarse de «una nueva juventud de la religión, una juventud de las cuestiones eternas que son las verdaderas cuestiones», las cuestiones de «la espiritualidad, de la moral, del sentido de la vida, del amor…».

Y Bruno Frappat, en La Croix, añade: «no eran ruidosos sino alegres, y han dejado estupefactos a los policías por su autodisciplina sin rigideces. Su amabilidad hacía a las personas amables».

Aunque las JMJ son un llamamiento a los jóvenes, no tienen nada que ver con una exaltación de la juventud, como la de los antiguos sistemas totalitarios o la de la actual explotación comercial. El cardenal Lustiger advertía que «la juventud se ha convertido en una palabra clave que designa más un mito social que la realidad de los jóvenes» (Le Monde, 19-VIII-97). Los publicitarios han ofrecido una imagen quimérica de la juventud, sonriente, de músculos bien desarrollados, a la que un joven debe adaptarse a la hora de vestir, de comprar, de cantar, de maquillarse… para ser reconocido como joven. «Esto nos dispensa de mirar a los jóvenes reales, con sus interrogaciones e incertidumbres».

Pero, «¿quién les da la cultura, el amor, las referencias, los medios que necesitan? ¿Quién les reconoce una identidad real en lugar de una identidad comercial?». Para Lustiger, «una sociedad que ama verdaderamente a su juventud es capaz no de un altruismo efímero y emotivo, sino de un desinterés duradero y decidido. Esta sociedad que tiene continuamente en la boca la palabra ‘juventud’ no sabe amar a sus jóvenes». El arzobispo de París ve la prueba de esto en que los jóvenes son las primeras víctimas en la lucha despiadada por el trabajo, en la confusión de los roles parentales, en la dimisión de quienes deberían ayudarles a crecer. Las consecuencias son conocidas: droga, violencia, descontrol de la afectividad y de la sexualidad…

Frente al mito de la juventud, Lustiger recuerda que «los jóvenes no son una clase de edad privilegiada, aparte de la humanidad común». No son realmente la Iglesia de mañana, están ya en la de hoy. «Nos dirigimos a ellos porque son miembros preciosos de nuestra humanidad. Sin uniformarlos, deseamos que cada uno tenga su lugar, que se integren en la solidaridad humana de las generaciones, que busquen libremente sin destruir, que encuentren el verdadero sentido de la vida. Jóvenes y viejos son los prójimos unos de otros».

Yago de la Cierva

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