Bienvenido, Mr. Hu: La inversión china en países en desarrollo

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Cuando China, ávida de materias primas y de campo libre para su dinero y su industria, comenzó su actual campaña de inversiones en los países en desarrollo, fue muy bien recibida. Los chinos ofrecían suministros, infraestructuras y explotaciones de recursos naturales sin motivación política, solo por el interés económico de ambas partes: nada de injerencias en asuntos internos, nada de presiones para que se respeten los derechos humanos.

China está cumpliendo las promesas. De 2003 a 2008, sus inversiones directas subieron de 75 millones a 5.500 millones de dólares en África, de 1.000 a 3.700 millones en Latinoamérica, y más aún en Asia: de 1.500 a 43.500 millones. Todo, sin hacer preguntas incómodas: así, el embargo internacional impuesto a Sudán por las matanzas en Darfur ha espantado a casi todos los inversores extranjeros, pero no a China, que compra casi dos tercios del petróleo sudanés.

Empresas chinas, empleos para chinos

Sin embargo, las sonrisas de los dirigentes en las firmas de los acuerdos de cooperación han acabado congelándose en los rostros de la gente común. El desembarco chino se ha hecho antipático hasta el punto de provocar disturbios en países como las Islas Salomón, Lesotho, Zambia, India, Argelia o Papúa Nueva Guinea. El descontento se debe sobre todo a la “invasión” de trabajadores traídos de China, que acaparan los empleos creados por los proyectos.

Según el Ministerio de Comercio chino, a finales de 2008 había 740.000 trabajadores chinos expatriados. Cuando se publique el recuento de 2009, se espera un número similar. Donde han provocado reacciones populares adversas ha sido, primero, porque se llevan los salarios que esperaba tener la gente del lugar.

Por ejemplo, un consorcio chino-japonés está construyendo una central eléctrica de carbón en Trung Son (Vietnam). Cuando iban a empezar las obras, hace cuatro años, la población de la zona creyó que recibiría una lluvia de empleos. Pero la gran mayoría de los obreros han sido siempre chinos, hasta 1.500 en el momento de máxima actividad (cfr. International Herald Tribune, 21-12-2009).

Inmigrantes ilegales

El resentimiento se acentúa si los inmigrantes chinos son ilegales, como se ha dicho y en algunos casos se ha comprobado. Vietnam prohíbe la entrada en el país de trabajadores no cualificados, y exige a los contratistas extranjeros que empleen a nacionales en la ejecución de obras públicas. Pero estas normas no se han aplicado a muchos de los 35.000 chinos que trabajan en el país (datos del Ministerio de Seguridad vietnamita, correspondientes a julio pasado). El hecho resulta más hiriente si se tiene en cuenta que hay más o menos medio millón de trabajadores vietnamitas emigrados.

Ante las protestas populares, e incluso de personalidades comunistas, contra el favoritismo dispensado a las empresas del gigantesco vecino, el gobierno se ha puesto más estricto en la concesión de permisos de trabajo y ha deportado a algunos inmigrantes chinos. Pero, sobre todo, ha censurado las denuncias, y por otra parte no se cree que esas medidas pasen de ser cosméticas.

Otra causa de recelo es que los trabajadores chinos se aíslan de la población local. Primero llegan los obreros, después aparecen comerciantes -en no pocos casos, parientes de los inmigrantes originales-, y entre todos forman una Chinatown. Los nacionales se quedan también sin muchos empleos de creación indirecta, pues los chinos consumen productos traídos de China que compran en tiendas puestas por chinos y recurren a los servicios ofrecidos por compatriotas.

Como las multinacionales occidentales

En fin, aunque el régimen de Pekín invierta en países en desarrollo sin meterse en política, las empresas chinas -por lo general estatales en todo o en parte- que ejecutan los proyectos a veces dan los mismos motivos de queja que las multinacionales del mundo capitalista. También las compañías chinas explotan riquezas naturales con poca consideración por las necesidades de la población local o el medio ambiente, con la tranquilidad de saberse protegidas por el gobierno del país, cuyo favor quizá se han asegurado con algunas atenciones a los dirigentes.

La diferencia es que, cuando los chinos andan por medio, las denuncias tienen menor probabilidad de éxito. Dice a Time (7-12-2009) Matilda Koma, de una ONG ecologista de Papúa Nueva Guinea, donde empresas chinas han sido acusadas de talas ilegales: “Con otros países, intentamos pedir cuentas a las compañías extranjeras presionando a los accionistas o despertando la conciencia del público en el país correspondiente. Pero en el caso de China, el Estado y la compañía son lo mismo, y la opinión pública no tiene apenas voz, así que ¿a quién podemos quejarnos?”.

De todas formas, al menos en algunos casos los chinos se han mostrado sensibles a las protestas y dispuestos a rectificar malos pasos. Un ejemplo es el de Ramu NiCo, filial de una empresa estatal china, que obtuvo la concesión de una mina en Papúa Nueva Guinea. Las obras para construir las instalaciones mineras fueron objeto de denuncias por falta de seguridad e higiene, y en julio pasado fueron suspendidas por orden del gobierno durante un mes. Pero, a diferencia de la mayoría de las compañías chinas en el extranjero, Ramu NiCo responde con prontitud a las quejas, atiende las preguntas de la prensa y se esfuerza por beneficiar a la población local, según cuenta Hannah Beech en el citado número de Time.

Haz negocios, no la guerra

Similar disposición a ganarse la simpatía de los nacionales se aprecia en Afganistán, donde China Metallurgical Group, la misma empresa madre de Ramu Nico, obtuvo hace dos años la concesión para explotar una mina de cobre. La logró ofreciendo 3.400 millones de dólares, mil millones más que sus competidores, que eran compañías de Canadá, Estados Unidos, Europa, Rusia y Kazajstán. China ya es el primer importador de cobre (compra el 40% de la producción mundial), y también de hierro. De la mina afgana aspira a extraer a lo largo de 25 años 11 millones de toneladas, lo que equivale a un tercio de sus reservas propias. Con estas y otras operaciones en medio mundo, China quiere asegurarse a largo plazo el suministro de materias primas para alimentar su industria.

A cambio de la concesión, China ha prometido mucho (más de lo que puede dar, según algunos). Construirá una central eléctrica de 400 megavatios para dar servicio no solo a la mina, sino también a la capital afgana, Kabul, que así -dice- dejará de sufrir frecuentes apagones. También hará escuelas, carreteras e incluso mezquitas, cosa que uno no esperaría de un régimen ateo.

China también tiene grandes intereses en Irak. De hecho, sus inversiones en la explotación de petróleo iraquí superan a las norteamericanas. En lo que no aventaja a Estados Unidos, ni en Irak ni en Afganistán, es en gasto militar. Por eso se dice que allí, mientras Estados Unidos hace la guerra, China hace negocios. Al final va a resultar que los marines eran la avanzadilla enviada a despejar el terreno para que entraran los capitales, pero los capitales chinos.

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