Milan Kundera rasga el telón

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Coincidiendo con los fastos del cuarto centenario del Quijote, la obra fundacional del arte de la novela, el escritor checo Milan Kundera diagnostica en su ensayo El telón el ocaso de la herencia cervantina. Para el escritor checo, la novela constituye un genuino modo de conocimiento del alma humana, independiente de la filosofía, la ciencia y la historia. Pero actualmente esa alta concepción está perdiendo su alma en el relativismo posmoderno.

Kundera rinde en «El telón» un homenaje a Cervantes, el forjador del arte novelesco, y lo hace con un aire de nostalgia, de desarraigo intelectual, como quien no encuentra su hueco en el presente y se refugia en los maestros de antaño. El autor checo parece anunciar el fin de una época literaria: la que va del siglo XVII al XXI, marcada por la herencia de Cervantes cristalizada en el género de la novela. No adopta una actitud por completo apocalíptica: la literatura pervivirá, incluso puede que la novela como género también, pero afirma que está perdiendo la esencia que le insufló Cervantes, aquella que consiste en iluminar cada vez un nuevo aspecto de la realidad, no dicho antes.

Más inquietudes que esperanzas

Al hilo de la evolución y la naturaleza del género novelesco, el libro va anudando reflexiones en torno a la creación, la historia, la moral, la falta de certezas o Europa. Y a lo largo de ellas encontramos más inquietudes que esperanzas. Cuando alguien se ha formado leyendo a Cervantes, Flaubert, Proust o Dostoievski, el choque con la cruda superficialidad de los pastiches que inundan las librerías puede ser letal: la decepción se dispara y se siente la tentación de la censura indiscriminada o bien del atrincheramiento en los clásicos.

Los dos críticos literarios más dotados e influyentes de nuestros días, George Steiner y Harold Bloom, participan de la misma actitud, y vuelven en sus libros una y otra vez a los clásicos para reencontrarse con lo sublime, orillando con creciente displicencia la actualidad literaria. En un libro reciente, Lecciones de los maestros, Steiner se preguntaba si las nuevas tecnologías acabarán por erradicar el fructífero modelo de transmisión de saber maestro-discípulo que ha dado origen a los mayores logros del espíritu humano, y manifestaba su desasosiego ante semejante perspectiva de deshumanización.

Por otro lado, el instintivo desprecio que el relativismo contemporáneo siente por el viejo valor de la auctoritas convierte en sospechosa toda tarea crítica en escuelas, editoriales y facultades, a base de confundir autoridad -mérito probado- con autoritarismo -imposición injustificada-. Kundera, Steiner o Bloom son algunos eminentes paladines de una cruzada por reinstaurar el criterio de valor estético como rasero de lo literario, si lo que queremos es garantizar la pervivencia de la mejor tradición cultural, intelectual y aun moral de Occidente.

Ver lo que otros no han visto

Kundera tiene la virtud de escribir claro y en un tono de modestia muy favorecedor de la persuasión y la sugerencia. Aunque el libro gire en torno a la idea medular de la novela como conocimiento, no reviste la forma de una exposición sistemática y progresiva. Más bien constituye un conjunto de observaciones -ordenadas por epígrafes en siete partes- que van apuntalando desde nuevos ángulos esa tesis central. Abundan las referencias a los clásicos, analizados desde la originalidad de quien ha hecho con ellos una digestión personalizada, y no faltan las anécdotas autobiográficas, siempre orientadas a mostrar con naturalidad cómo en su caso vida y literatura llevan mucho tiempo en amistosa confusión.

Una de las lecciones fundamentales del libro es su concepción de la literatura como proceso histórico de conquista de valores humanos. Distingue entre el progreso, que atañe a la técnica, y la historia, que atañe al hombre y al arte. «La ambición del novelista no es la de hacerlo mejor que sus predecesores, sino la de ver lo que no han visto, la de decir lo que no han dicho. La poética de Flaubert no desmerece la de Balzac, al igual que el descubrimiento del Polo Norte no erradica el de América. La historia de la técnica depende poco del hombre y de su libertad; al obedecer a su propia lógica, no puede ser distinta de la que ha sido ni de la que será; en este sentido, es inhumana; si Edison no hubiera inventado la bombilla, la habría inventado otro. Pero si Laurence Sterne no hubiera tenido la idea loca de escribir una novela sin ningún argumento, nadie lo hubiera hecho en su lugar, y la historia de la novela no habría sido la que conocemos».

La historia de los valores

Kundera nos recuerda de este modo la espléndida condición de la literatura: encarnar el escenario de la libertad humana a través de los tiempos. Y no de cualquiera de los usos de esa libertad, sino sólo de aquellos que puedan ser tenidos por valores: «La historia de la literatura, contrariamente a la historia «a secas», no es una historia de los acontecimientos, sino la historia de los valores. Sin Waterloo, la historia de Francia sería incomprensible. Pero los Waterloo de los escritores menores, e incluso los de los grandes, no tienen otro lugar que el olvido. La historia «a secas», la de la humanidad, es la historia de las cosas que ya no son y que no participan directamente en nuestra vida. La historia del arte, puesto que es la historia de los valores, por tanto de las cosas que nos son necesarias, está siempre presente, siempre con nosotros; podemos escuchar a Monteverdi y a Stravinsky en un mismo concierto».

Sobre el «desfasado» asunto del juicio estético Kundera afirma que, aunque siempre parte de una opción personal, se trata de una opción que no se encierra en su subjetividad, sino que aspira a ser reconocida, aspira a la objetividad que ha hecho posible un canon más o menos universal, consensuado. Claro que existen valores subestimados, desconocidos u olvidados; pero, dice Kundera, «esta inevitable injusticia hace que la historia del arte sea profundamente humana».

Otra forma de conocimiento

Para Kundera, la novela no es sólo un género literario; es una forma autónoma de conocimiento humano. Tiene su parcela dentro del saber, como lo tiene la filosofía, la historia, la ciencia o cualquiera de las bellas artes.

Para explicar esa función específica de la novela recurre a la metáfora del telón: la realidad que encontramos al venir al mundo está cubierta por una capa de opiniones convencionales que marcan un determinado estadio de la cultura. El reto del buen novelista es rasgar ese telón, tomando elementos de la tradición recibida para avanzar con sentido, iluminando lo que estaba oculto y mostrándolo al hombre a través de historias, de personajes, de novedosas acuñaciones verbales.

Y ejemplifica este proceso mostrando cómo, antes de que Sartre pusiera de moda el existencialismo, Kafka ya había demostrado en sus obras que al hombre lo condiciona siempre su circunstancia, en ocasiones fatal y alienante de puro arbitraria; o cómo, antes de que Weber analizara el fenómeno de la burocracia moderna, el vienés Stifter ya había relatado las consecuencias que la máquina administrativa iba a tener en el futuro. Quién mejor que Flaubert para hablar de la trivialidad de lo cotidiano, o «Anna Karenina» para mostrar la infinidad de matices que pueden confluir en un momento, y al mismo tiempo, en la conciencia humana.

Balzac, Tolstoi, Dostoievski, Hermann Broch, Proust, Gombrowicz y Cervantes son sólo algunos de los nombres que puntean el libro para demostrar «lo que la novela puede decir». A la novela queda reservada la competencia sobre lo prosaico de la vida humana: a los héroes de las epopeyas homéricas no les duelen las muelas, pero a Don Quijote sí. De este modo, la novela interactúa con el resto de disciplinas del saber humano, aportando las virtualidades específicas de una herramienta exclusiva: la ficción verosímil.

Antítesis de la novela genuina

Pero hoy, los tiempos no están a la altura de esa misión cognitiva del arte de la novela. Su principal enemigo: el actual best seller precocinado como mercancía fácilmente asumible, el novelista como productor de ocio dentro de un engranaje de cultura industrializada y capitalizada para la masa. Se trata de un efecto nocivo de la mercantilización del ocio por un lado, y de la democratización de la cultura, por otro, pero es que la excelencia artística nunca ha sido democrática.

No puede negarse la dimensión lúdica de la literatura, y la necesidad de compartir un lenguaje y unos referentes conceptuales con los demás, pues el arte es también comunicación. De ahí el perenne divorcio entre vanguardia y público; pero también Goya y Beethoven fueron vanguardistas inasumibles para sus coetáneos y hoy son gloriosa tradición.

 


El forzado nihilismo de la vanguardia

Si el pastiche o best seller representa una de las vías hegemónicas de la narrativa posmoderna, es la misma sensibilidad posmoderna la que está alentando un nuevo tipo de vanguardia novelística, culta, erudita, reservada a los escritores mejor dotados que desean inscribirse conscientemente en la gran tradición novelística occidental: han leído mucho y bueno, conocen y aplican con profusión las técnicas más sofisticadas -los flash-backs, la fragmentación espacio-temporal y argumental, el multiperspectivismo narrativo, los personajes corales, el monólogo interior…- y no carecen de una competente formación filosófica.

Pero un rasgo delata su filiación posmoderna, los unifica entre sí y los separa de los grandes narradores del XIX y la primera mitad del XX: el trasfondo nihilista. No se trata de simple ambigüedad moral, como en el caso de los redactores de best sellers (éstos la vierten como un ingrediente más de la receta), sino un forzado existencialismo que convierte a todos sus personajes en seres turbios, atormentados, portadores de conciencias irredimibles, obstinados en su indistinción bien/mal, no vaya a ser que les toque un rayo de certeza, o de felicidad.

Es como si la negrura otorgara de inmediato un rango incuestionable de seriedad y calidad artística a la novela. Pero cuando Kafka lo hacía, tenía motivos y era honesto con su conciencia artística; los nuevos vanguardistas impostan su voz adrede en la esperanza de que serán tomados por «novelistas serios». No se dan cuenta de que la vida humana es tragicómica, y si sólo se representa el lado oscuro, el lector avezado nunca se creerá ni la historia ni el personaje, porque sus oscuros problemas han sido artificialmente hinchados. Y, desde Aristóteles, la verosimilitud es, en la ficción, el primer índice de excelencia.

Malos tiempos para la estética

Así pues, compositores de best sellers y nuevos vanguardistas aparecen fatalmente hermanados por una común falta de autenticidad, derivada, en última instancia, del relativismo posmoderno. Este clima cultural sume a críticos y artistas en una perniciosa aversión a criterios estables, valores consensuados sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero que permitan la elaboración justificada de una jerarquía de valor. Y es perniciosa ante todo para sus propios oficios.

¿Qué son si no los «Gender Studies» o los «Cultural Studies», hegemónicos en las Facultades de Literatura de EE.UU., que destinan todos sus recursos académicos a primar los productos culturales de minorías étnicas o sexuales, en una escalada de discriminación positiva ciega? Los estudios literarios, coincidiendo con las estrategias editoriales de los grandes grupos, están abdicando de la espinosa tarea del juicio de valor estético -incompatible con el relativismo- para adoptar un rentable criterio de tipo sociológico: rescatar todo escrito salido de la mano de los históricamente desfavorecidos; no hay que preocuparse demasiado de la calidad intrínseca del material, porque una mercadotecnia emotiva hace el resto.

Lo minoritario suscita curiosidad, vende, y de paso se gana uno la aureola de progresista y antidogmático. «Crítica del resentimiento», la llama Bloom, o el revanchismo como único criterio rector. En el prólogo de su libro «Genios», en el que repasa los que a su juicio son los cien mayores genios de la tradición literaria occidental, el crítico estadounidense sentencia con valentía: «El pensamiento grupal es la plaga de nuestra Era de la Información y su efecto es más pernicioso en nuestras obsoletas instituciones académicas, cuyo largo suicidio empezó en 1967».

«El estudio de la mediocridad -sigue diciendo Bloom-, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quién los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan».

La estética es la rama del pensamiento que se ocupa de fijar criterios sobre lo bello que puedan considerarse de alcance universal. Tal definición provocaría carcajadas en el despacho de bastantes editores y algunos profesores. Pero no todos, ni mucho menos. Supongo que por eso Steiner sigue escribiendo reseñas en prensa, a la espera de algún nuevo retoño de la estirpe de Cervantes. Entretanto, el crisol del tiempo ha consagrado a los clásicos, y en ellos, como reza el título del último libro de Bloom, está la sabiduría.

 

Referencias

  • Milan Kundera. El telón. Tusquets. Barcelona (2005). 208 págs. 15,40 €. T.o.: Le rideau. Traducción: Beatriz de Moura.
  • George Steiner. Presencias reales. Destino. Barcelona (1991).
  • George Steiner. Lenguaje y silencio. Gedisa. Barcelona (2003).
  • George Steiner. Lecciones de los maestros. Siruela. Madrid (2004).
  • George Steiner. Nostalgia del absoluto. Siruela. Madrid (2001).
  • Harold Bloom. El canon occidental. Anagrama. Madrid (1995).
  • Harold Bloom. Genios. Norma. Bogotá (2005).
  • Harold Bloom. ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Taurus. Madrid (2005).

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