Alexis de Tocqueville: pasión por la libertad

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Alexis de Tocqueville (1805-1859) es un pensador difícilmente clasificable, clarividente tanto en su tiempo como en el nuestro. El 29 de julio se cumplen doscientos años de su nacimiento, y aún hoy la lectura de sus grandes obras, «La democracia en América» o «El Antiguo Régimen y la Revolución», sigue siendo un estimulante ejercicio de reflexión no sólo sobre el pasado histórico sino sobre el presente y el porvenir. En ellas encontramos un lúcido pronóstico de lo que ahora vemos realizado en nuestras sociedades democráticas, con sus virtudes y sus puntos débiles.

Tocqueville es un autor que no encaja fácilmente en las categorías al uso: no es un mero historiador, aunque pasa gran parte de su vida en archivos bibliotecas. Gran conocedor de los hechos históricos, su método de trabajo consiste en remontarse al pasado para analizar el presente y hacer prospectivas de futuro. Su pluma trasciende y sobrepasa cualquiera de los temas tratados, por muy históricos que resulten.

Sin embargo, aunque nos habla en su obra de lo que vendrá, no cae en los habituales determinismos o fatalismos, que califica de «doctrinas cobardes». En contraste con las ideas de Hegel o Marx, Tocqueville admite que los seres humanos pueden estar condicionados, pero sostiene que en el marco de esos condicionamientos reina siempre la libertad humana. Una de las formas en las que se expresa esa libertad es precisamente el espíritu crítico, del que este autor hace gala en toda su producción. De ahí su continua lucha por la libertad de prensa, entendida como un estímulo esencial para la participación en la vida pública, aunque también denuncia que el ciudadano de las sociedades democráticas no siempre valora esa participación, al estar absorbido por los múltiples quehaceres de la vida privada.

Profeta incómodo

Tocqueville es un miembro de la nobleza, cuyos ancestros normandos se remontan al siglo XI. Pero aunque ha nacido después de la Revolución Francesa, no se identifica con el legitimismo borbónico de la Restauración, pese a que su padre ocupe varias prefecturas en tiempos de Carlos X. Tampoco está conforme con la monarquía moderada de Luis Felipe de Orleans (1830-1848), el llamado «rey ciudadano», pues sus estudios e intuiciones le advierten que la democracia es el sistema político y social que acabará imponiéndose en las sociedades occidentales.

Su convicción le lleva a viajar a Estados Unidos en 1831 con el pretexto de estudiar su sistema penitenciario, y su estancia de nueve meses, costeada a sus expensas, da como resultado «La democracia en América», libro de inmenso éxito que le abre las puertas de la Academia Francesa y que le lleva a una carrera política en la Cámara de diputados. Tocqueville será, sin embargo, un parlamentario incómodo tanto bajo la monarquía orleanista como con la Segunda República, surgida tras la revolución de 1848. Desde la tribuna parlamentaria, el ciudadano Tocqueville expone a sus compañeros diputados las tendencias que él percibe en el seno de la sociedad y previene de los peligros para la estabilidad política. Se diría que juega, acaso un tanto satisfecho de su clarividencia, el papel de la Casandra mitológica cuyos pronósticos nadie está dispuesto a creer.

Como en tantas ocasiones, el intelectual no logra persuadir al político, que suele haber trazado de antemano la raya delimitadora de sus intereses partidistas. Y lo que es peor: el intelectual metido a político, como es Tocqueville, tiene infinitas dificultades para ajustar sus convicciones a su acción. En el caso de su célebre discurso del 29 de enero de 1848, en que anuncia casi con un mes de antelación los sucesos revolucionarios de febrero que acaban con la monarquía orleanista, ha venido precedido del intento de elaborar un manifiesto político por los diputados de la oposición: texto encargado a Tocqueville, que al final no se redactará. En solitario, nuestro diputado se servirá de las notas de entonces para su vibrante y estremecedor discurso: «Nos dicen que no hay peligro porque no hay revueltas; se nos dice que como no hay desorden material en la superficie de la sociedad, las revoluciones están lejos de nosotros… Sin duda, el desorden no está en los hechos, sino que ha entrado profundamente en los espíritus… Tal es, señores, mi profunda convicción: creo que estamos durmiendo en este momento sobre un volcán…».

Con este discurso, Tocqueville está anunciando los presupuestos de las revoluciones que se avecinan: la lucha política girará en torno al derecho de propiedad, considerado por sus enemigos como el último vestigio de un mundo aristocrático desaparecido. La preferencia continua por la igualdad, rasgo esencial de la sociedad democrática en ciernes, tendrá que cristalizar en tormentas sociales y políticas. Tiempo después, nuestro autor percibirá que una cosa muy distinta es amar la libertad, y otra odiar al amo. Esto se advertirá en la revolución de 1848, con el enfrentamiento directo entre burguesía y clase obrera, pero semanas antes el diputado Tocqueville se ha hecho eco de la amplia difusión social de las consignas de que la división de los bienes entonces existente en el mundo es injusta, y que la propiedad no se sustenta sobre bases equitativas. Está convencido de que si esas creencias echan raíces y calan en las masas, tarde o temprano asistiremos a temibles revoluciones.

Estudioso de las revoluciones

Las revoluciones son un tema que interesó toda su vida a Tocqueville, sobre todo tras haber creído que la Revolución de 1830 llevaba consigo una especie de «fin de la Historia», el comienzo de un moderado y apacible gobierno burgués que predicaba el supuesto derecho universal a enriquecerse.

Pero como él mismo decía, «en 1830 tomé el final de un acto por el final de la obra»; y cuando se produce la Revolución de 1848 y llega la República en la que pone brevemente sus esperanzas el liberal Tocqueville, se da cuenta también de que esto no es el final, como tampoco lo es el régimen autoritario del presidente Luis Napoleón Bonaparte, convertido al poco tiempo en el Segundo Imperio de Napoleón III, aceptado, sin embargo, por una burguesía que aprecia más la propiedad que la libertad.

Nuestro autor llega a concluir que todos estos acontecimientos son efectos retardados de la gran Revolución de 1789, con su secuela inmediata de la época napoleónica. Sometido a un exilio interior bajo Napoleón III, tras rechazar todo intento del régimen de ganarle para su causa, Tocqueville tendrá la idea de hacer una gran obra sobre los acontecimientos revolucionarios y buceará ampliamente en archivos y bibliotecas. El resultado, que no pretende narrar la historia sino arrojar luz sobre las causas y consecuencias de los hechos, es «El Antiguo Régimen y la Revolución» (1856), obra que también conocerá un gran éxito. El libro es el resultado de la imperiosa necesidad de escribir que tiene un hombre cuya carrera política ha llegado a su fin bajo el Imperio autoritario. Este alegato de raíz histórica viene a ser una solitaria rebeldía contra el espíritu de una sociedad que prefiere, ante todo, la tranquilidad bajo la vigilante mirada de un Estado benefactor, y no será comprendido porque no se ajusta a las opciones políticas vigentes, sean éstas monárquicas, republicanas o bonapartistas.

El Estado supremo

Una de las principales tesis de «El Antiguo Régimen y la Revolución» es que la Revolución Francesa no ha sido la creadora del sistema de centralización administrativa, extendido a otros países europeos. Las bases de la centralización se encuentran en el régimen absolutista, pues los regímenes se engendran unos a otros y en la práctica del absolutismo encontramos el radicalismo revolucionario y el Estado napoleónico. La centralización es una de las etapas de esa uniformidad que fundamenta la supremacía del Estado sobre los ciudadanos, y la extensión de las ideas igualitarias favorece dicha uniformidad.

Entre otros ejemplos, Tocqueville presenta la paradoja de que un Richelieu hubiera estado encantado en su época de dirigir a una categoría uniforme de gobernados. Pone de relieve además el carácter «religioso» de la Revolución Francesa, en la que no faltaron la predicación y la propaganda más allá de las fronteras de Francia, con cañones y bayonetas incluidos. Incisivamente hace una comparación que sirve para relacionarla con la yihad islamista: «Religión nueva, sin culto, y sin otra vida, llenó como el islamismo la tierra de apóstoles, soldados y mártires».

Democracia y religión

Critica también el carácter antirreligioso, sobre todo anticristiano, de la Revolución, que quiso vaciar a los franceses de cristianismo sin poner nada en su lugar, pues opina que la irreligiosidad absoluta es contraria al instituto natural del hombre, observación de plena actualidad en la Europa del siglo XXI. En este sentido, afirma que creer que las sociedades democráticas son de por sí hostiles a la religión es un error, pues las raíces más vivas de lo religioso «están plantadas en el corazón del pueblo». Tocqueville contrapone claramente la actitud de los revolucionarios franceses a la de los norteamericanos, y aduce los testimonios de su viaje a Estados Unidos, donde está extendida la creencia de que una sociedad civilizada y libre no puede subsistir sin religión. En consecuencia, el respeto de la religión es garantía de estabilidad para el Estado y de respeto para los ciudadanos.

En estas afirmaciones de Tocqueville se encuentran quizás ecos de los argumentos de los primeros apologistas cristianos frente a las persecuciones imperiales, cuando señalaban los servicios prestados por los cristianos al Estado en calidad de buenos ciudadanos. Napoleón, y no los revolucionarios que le preceden, se dará cuenta, aunque sólo sea por oportunismo político, de que hay que hacer la paz con la Iglesia como garantía contra la posible inestabilidad social.

De la igualdad al relativismo

Pero la obra más difundida de Tocqueville es La democracia en América, y si la primera parte, aparecida en 1834, se centra en un estudio detallado de las instituciones y la sociedad americanas, la segunda, publicada seis años más tarde, es sobre todo un intento de descifrar las tendencias de las sociedades democráticas por entonces en gestación. De hecho, el título originario, «La influencia de la igualdad sobre las ideas y los sentimientos de los hombres», respondía más al contenido de esta segunda parte. El autor considera irreversible la evolución hacia la democracia, y pese a ser un aristócrata por instinto, considera que tendrá que adaptarse racionalmente al régimen que se avecina. Sin embargo, su principal preocupación será cómo defender la libertad en la era democrática, pues el irrefrenable deseo que existe en las democracias por la igualdad puede acabar amenazando la libertad.

Otra interesante observación de Tocqueville es que la igualdad favorece el espíritu crítico, porque «en estos tiempos de igualdad, los hombres buscan habitualmente en ellos o en sus semejantes las fuentes de la verdad». Tocqueville anticipa aquí nuestra sociedad relativista, en la que se ha extendido el sentimiento de que si son todos iguales, no hay ninguna opinión más cualificada que las otras. En el fondo, es la extensión de un principio de representatividad política, «un hombre, un voto», a todos los aspectos de la vida; e incluso es mucho más que todo eso, pues al negar el relativismo la existencia de verdades establecidas, todas las opiniones resultan perfectamente válidas.

Sobre este particular, Tocqueville señala que los individuos sólo se fían del esfuerzo individual de su razón: «En igualdad de condiciones nadie da más valor al juicio del prójimo que al propio». Y cuando se nieguen a aceptar el juicio del prójimo, lo harán basándose en el hecho de que hay una mayoría numérica que no lo sustenta. Sin embargo, las múltiples ocupaciones de los hombres en las sociedades democráticas llevan a pronosticar a Tocqueville que producirán fatalmente opiniones superficiales, «grandes lugares comunes», como dirá en alguno de sus discursos académicos. La opinión se convierte, no obstante, en fuente esencial de autoridad. Este imperio de la opinión afectará lógicamente a las creencias religiosas, que no desaparecerán de las sociedades democráticas, pero serán rebajadas a la categoría de simples opiniones. Se comprende así el fenómeno actual de la religión «a la carta», ajena a los dogmas que la definen.

Mas si la igualdad fomenta el espíritu crítico, esto debería favorecer el desarrollo científico, tan valorado por el positivismo en la época de Tocqueville. Pero nuestro autor tiene sus dudas no sólo porque la actividad científica es labor de una minoría de individuos, sino sobre todo por el hecho de que donde se dan muchas divergencias de opinión, suele acabar reinando el escepticismo: «He expuesto cómo la igualdad de condiciones engendra en los hombres una especie de incredulidad instintiva». Este culto a la igualdad afecta también a las concepciones de la literatura o el arte. En las sociedades aristocráticas nacieron obras maestras de la literatura, de gran envergadura y ambición, pero en las democráticas el escritor suele buscar el éxito fácil al tiempo que el lector busca los libros sencillos y de ágil lectura. ¿Cómo no pensar en los best sellers y en la corta vida de las ediciones en nuestra sociedad actual? Algo parecido podría decirse del arte, donde no existen las obras maestras colosales del pasado. El dogma del igualitarismo lleva a rechazar toda exigencia para las obras artísticas, según observa Tocqueville. El paso siguiente será llamar obra de arte a la producida por todo aquel que se declare artista.

El peligro del individualismo

Tocqueville no se opone a la democracia, sino que su principal preocupación es velar para que no degenere en anarquía individualista o despotismo. Al estudiar la psicología del «homo democraticus», resalta al riesgo de que se crea el centro del universo, y se encierre en sí mismo y en su círculo próximo, con el consiguiente peligro de que el vacío que deje lo llene un Estado omnipresente. Esta expresiva cita recoge sus impresiones de lo que percibió en su viaje a Estados Unidos: «Veo una muchedumbre innumerable de hombres semejantes e iguales… Cada uno de ellos, apartado en su mundo propio, resulta extraño al destino de todos los demás… Sólo existe en sí mismo y para sí mismo, y si aún le queda una familia, al menos puede decirse que carece de patria. Por encima de todos ellos, se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga de garantizar sus satisfacciones y velar por su destino. Es un poder absoluto, detallista, regular, previsor y suave. No tiraniza a nadie, pero molesta, comprime, debilita, apaga, aturde, y reduce, por último, cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobierno».

El aislamiento del individuo se traduce en la despolitización, en la falta de interés por los asuntos públicos. Mas Tocqueville llega incluso a intuir que este individualismo de las sociedades democráticas puede ser más peligroso en Europa que en Norteamérica, pues los norteamericanos han desarrollado algunos antídotos como el espíritu religioso, y sobre todo, el asociacionismo a todos los niveles, con su corolario que es la libertad de prensa. Se trata, por tanto, de construir entre el individuo y el Estado nuevos cuerpos intermedios; en definitiva de revitalizar frente al individualismo lo que hoy conocemos como sociedad civil.

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