Adiós, Castro; ¡hola, Castro!

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El domingo 11 de marzo los cubanos fueron a elecciones generales. ¿Elecciones en Cuba? Pues sí. ¿Acaso no las celebraban Saddam o Ceaucescu? Además, a diferencia de lo que pasaba con estos dos, hay que decir que el actual presidente Raúl Castro no obtendrá previsiblemente, en el municipio por el que estaba postulado para uno de los 605 escaños parlamentarios, el 100% de la votación (en 2013 ganó el voto de “apenas” el 98,04% de los electores).

Lo interesante en el caso cubano no es si se ha producido o no fraude en el sufragio. No es la preocupación y, además –creo poder afirmarlo– no se produce: se vota en una casilla tras una cortina y se deposita en una urna previamente revisada. Cuando, al final de la noche electoral, las papeletas se amontonan todas sobre la mesa, se procede a contarlas rigurosamente en presencia de varios observadores, que pueden ser unos vecinos cualesquiera, y se consigna el número de votos de cada candidato, así como el de aquellas boletas que se anulan –en 2013, un 1,21%– porque algunos traviesos votantes escriben en ellas “¡Libertad!”, o “¿Hasta cuándo es esto, chico?”.

 

Nadie debe esperar un golpe de timón cuando Díaz-Canel asuma el “mando”: ni le es posible ni, probablemente, se lo plantee

No hay pucherazos, insisto, por sistema. ¿Qué nombres aparecerán en la papeleta que no hayan sido previamente escogidos por comisiones de candidatura ligadas al Partido Comunista de Cuba (PCC), o a mano alzada, en asambleas de barrio, donde nadie desea que lo pongan entre ceja y ceja por postular a la persona “incorrecta”? Luego si todos los nombres impresos en la boleta lo están por merecer la confianza “de arriba”, ¿qué posibilidades hay de que el resultado afecte el futuro del país de manera distinta a la actual? Aquí no habría “trama rusa” que valiera, pues cualquier espía se pasaría la jornada electoral bostezando.

Quizás lo verdaderamente relevante de este ejercicio es que en un mes se reunirá la comisión parlamentaria que nominará al candidato a la presidencia, y que el escogido ya no será un señor de apellido Castro, ni un militar, ni un miembro de la “generación histórica”. El 19 de abril, día en que se cumplirán 57 años de la derrota de la invasión auspiciada por EE.UU. en Bahía de Cochinos –en la narrativa comunista, las fechas “gloriosas” marcan el ritmo–, se dará a conocer oficialmente el nombre del nuevo jefe del Estado.

“¡Y el ganador es…!”

Miguel Díaz-Canel Bermúdez. Salvo sorpresas, el actual primer vicepresidente, de 57 años, se convertirá en ese momento en el mandatario de la Isla, el primero nacido después de 1959. Llegará al cargo precedido por su fama de hombre sencillo –el día de la votación hizo cola como un ciudadano más–, que no transige con el burocratismo y que querría dinamizar la denominada “democracia socialista”.

Tipo carismático, este ingeniero es justo el reverso de la moneda del otro vicepresidente, José Ramón Machado Ventura, un señor gris del ala dura del PCC, que se llevaría a casa la momia de Lenin si la desalojaran del Kremlin. La batalla de la imagen, al menos, parece ganada.

 

Sobre las pymes pesa la amenaza de nuevas restricciones para que no terminen desbancando del todo a los operadores estatales de hoteles, restaurantes y transportes

Pero no equivocarse. De las grabaciones filtradas de reuniones con altos funcionarios cubanos, se colige que Díaz-Canel es tan inflexible como los “históricos” en temas como la libertad de prensa o la disidencia política. Por ejemplo, en uno de estos encuentros, a mediados de 2017, se refirió a los medios alternativos que han agrietado el monopolio informativo del PCC, sitios en los que escriben jóvenes periodistas graduados de las universidades cubanas, y señaló que tales plataformas desarrollaban una “ofensiva de bajo perfil” contra la Revolución, por lo que alguna de ellas sería bloqueada. “Y que se arme el escándalo que se quiera armar. Que digan que censuramos. Aquí todo el mundo censura”.

Asimismo, y muy en relación con los comicios, ha dado por buena la tradicional estrategia de no permitir que miembros de la oposición se presenten siquiera como candidatos a delegados (miembros de los parlamentos municipales). “Si salen delegados –apuntaba en 2017–, llegan a la Asamblea Municipal, y pueden llegar a la Asamblea Provincial, y a la Asamblea Nacional, y sería una manera de legitimar dentro de nuestra sociedad civil a la contrarrevolución. Ahora estamos dando todos los pasos para desacreditar eso”.

La pujanza de los privados

Con la casi segura mudanza de Díaz-Canel a la oficina más importante del Palacio de la Revolución se pondrá fin a los diez años de Raúl Castro al frente de los destinos del país; diez años en los que, a decir verdad, los cubanos pudieron tomar un respiro en cuanto a libertades económicas, habida cuenta de que el manual ideológico de Fidel Castro –retirado de la primera línea en 2006– era bastante más rígido que el de su hermano, a quien acompaña un aura de pragmatismo.

Bajo el gobierno de Raúl se eliminaron varias prohibiciones absurdas que, para Fidel, eran necesarias para hacer frente al “diversionismo ideológico” y el “pensamiento burgués”. Así, mientras un hijo del jefe de la Revolución podía ganar torneos de golf o pasearse en yate por el Mediterráneo, los cubanos no podían alojarse en los hoteles de la Isla, ni comprar móviles, casas ni coches, ni acceder a Internet, ni expandir sus pequeños negocios privados, ni viajar al exterior sin un costoso –y discrecional– permiso de salida.

Raúl eliminó prohibiciones absurdas que, para Fidel, eran necesarias para hacer frente al “pensamiento burgués”

Raúl eliminó –o aligeró– todas esas trabas, convencido de que el socialismo tenía que hacer algunos ajustes para sobrevivir en este siglo y de que no podía fiarse in aeternum del flujo petrolero que manaba desde Venezuela y que ha ido adelgazándose. Así, con algunas reformas, descargó al Estado de cientos de miles de sus empleados, a los que derivó hacia la pequeña empresa, que pasó de 150.000 a 580.000 autónomos entre 2008 y 2017. Además, en parte gracias al florecimiento de la hostelería privada y a los avances en la relación con EE.UU., el país vivió un repunte del turismo foráneo: de 2,1 millones de visitantes en 2007 a 4,7 millones en 2017.

“¿Y mi vaso de leche?”

La apertura económica, sin embargo, tiene límites: los que fija la ideología de la clase gobernante que, como en el relato del escorpión que atraviesa el río sobre la rana, no puede sustraerse al instinto de aguijonear a su benefactora. En un minucioso artículo publicado en Brookings, el economista Richard Feinberg apuntaba, por ejemplo, que la inversión de las empresas extranjeras es vital para Cuba, pero que aquellas no pueden ver multiplicarse la productividad y las ganancias porque el Estado insiste en ejercer de mediador y quedarse el 95% del sueldo de los contratados, quienes pierden motivación.

Asimismo, Feinberg se fija en la obsesión de control del gobierno sobre cualquier negocio, lo que demora el desarrollo de proyectos con compañías extranjeras. En el caso de las empresas estatales cubanas, el experto menciona el poco margen de maniobra de que disponen, acostumbradas a esperar indicaciones “de arriba”, y afirma que sobre las pymes revolotean ahora mismo nuevas restricciones para que, dada su competitividad, no terminen hiriendo de muerte a los operadores estatales de hoteles, restaurantes y transportes.

 

Díaz-Canel es tan inflexible como los “históricos” en temas como la libertad de prensa o la disidencia política

Con estos tics centralizadores, y con el temor ideológico a la “concentración de la propiedad”, el gobierno tampoco permite despegar a un sector vital: el de la agricultura. A los emprendedores se les entregan tierras en usufructo, pero por períodos cortos, lo que desestimula la inversión en profundidad y aleja cada vez más el objetivo enunciado por Raúl Castro en 2007: “Producir leche para que se la tome todo el que quiera tomarse un vaso”. 

Ahora que se va, los cubanos nos fijamos de nuevo en el vaso. Y sigue limpio. Transparente.

Dirección bicéfala

Una corrección: Raúl se va, pero no se va. Abandona el cargo de presidente de los consejos de Estado y de Ministros, pero se mantiene como primer secretario del PCC, organización que es, según la Constitución, “vanguardia organizada de la nación cubana” y “fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”.

Traducido: que en el ajedrez caribeño no se moverá un peón sin que el “rey emérito” lo decida. Castro, fiel a su regla no escrita de que nadie puede ejercer un alto cargo más de dos períodos, tendrá la batuta partidista hasta 2021. De ahí en adelante, o bien esa responsabilidad vuelve a las manos del presidente, o bien continúa la dirección bicéfala, con un Ejecutivo que, antes de tomar decisiones de calado, busque el del aparato ideológico, una variante que, puestos a buscar una analogía, sería parecida al modelo iraní.

 

El domingo 11 de marzo los cubanos fueron a elecciones generales. ¿Elecciones en Cuba? Pues sí. ¿Acaso no las celebraban Saddam o Ceaucescu? Además, a diferencia de lo que pasaba con estos dos, hay que decir que el actual presidente Raúl Castro no obtendrá previsiblemente, en el municipio por el que estaba postulado para uno de los 605 escaños parlamentarios, el 100% de la votación (en 2013 ganó el voto de “apenas” el 98,04% de los electores).

Para ello, sin embargo, aún falta tiempo, así que nadie debe esperar un golpe de timón cuando Díaz-Canel asuma el “mando”, tanto porque no le es posible como porque probablemente ni se lo plantea. A lo que sí habrá que estar atento es al momento en que quede él solo al frente de Cuba, o con otro “Pepito Grillo” dictándole pautas desde el PCC. En un sistema tan personalista, donde solo los Castro han podido hablar ex cátedra por haber encabezado la Revolución de 1959, a cualquiera le será fácil decir de cualquier otro que “no cuenta con legitimidad” para ejercer el poder, tratar de imponerse por la fuerza y generar inestabilidad.

Y habrá que aprender entonces, a toda prisa, las reglas de la democracia. Porque de momento vamos gateando.

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