Aborto: El derecho a que los demás no decidan

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La legalización del aborto en España con la ley que acaba de aprobar el Congreso se justifica en el derecho de la mujer a “adoptar libremente decisiones que afectan a su vida sexual y reproductiva”. Es verdad que el embarazo no es más que el fruto de la libre decisión de mantener relaciones sexuales. Pero aunque con el aborto se intente anular las consecuencias de esa anterior decisión, lo más llamativo de esta ley es que para que la mujer elija hay que negar el derecho a decidir a otros muchos.

De entrada, el aborto niega siempre el derecho a intervenir al padre, como si no tuviera nada que ver con el embarazo. No tiene nada que decir ni que decidir.

La ley no tiene más remedio que admitir la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios, pues ya fue reconocida por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de 1985. Pero hace todo lo posible para restringirla, al reconocerla solo a “los profesionales sanitarios directamente implicados en la interrupción voluntaria del embarazo”. Pero el problema y la fuente de conflictos será determinar quiénes son los directamente implicados. ¿Sólo el médico que realiza el aborto? ¿Podrá objetar el anestesista? ¿Y el personal de enfermería?

El texto precisa que la objeción “debe manifestarse anticipadamente y por escrito”. Pero también podría darse que un profesional estuviera dispuesto, por ejemplo, a realizar un aborto en caso de malformación del feto, pero no en un caso de aborto por simple petición de la mujer o en el de una menor de 16 años que quiere abortar sin informar a sus padres. ¿Él no puede decidir en cada caso?

La ley pretende incluso imponer en los planes de estudio de las Facultades de Medicina y Enfermería la enseñanza de las técnicas abortivas. Por lo visto, la autonomía universitaria aquí no se aplica, cosa que ya ha sido contestada por algunas Facultades. Esto puede quedar en nada, puesto que los planes de estudio universitarios no se regulan por una ley que no tiene que ver con la educación, pero revela el talante impositivo de quienes han hecho esta ley. Para ellos, los estudiantes de ciencias de la salud tampoco pueden decidir.

La imposición en cascada llega también a los colegios, ya que la ley establece que los poderes públicos garantizarán “la información y la educación afectivo sexual y reproductiva en los contenidos formales del sistema educativo”. No es que la educación sexual sea una novedad en el sistema educativo, pues ya actualmente forma parte de los contenidos que se imparten de forma transversal en diferentes materias. Otra cosa es que se quiera imponer un tipo concreto de educación sexual, al margen de los deseos de las familias, que implique el reconocimiento del aborto como un derecho, también de las chicas de 16 años.

También hay repercusiones para el contribuyente, que se ve obligado a pagar de su bolsillo las libres decisiones de algunas mujeres sobre su vida sexual. Con esta ley, el aborto “estará incluido en la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud”. Es decir, pasa a ser una prestación pública y gratuita. A título comparativo, vale la pena tener en cuenta que la financiación pública del aborto está siendo uno de los temas más polémicos en los que ha tropezado la reforma sanitaria de Obama. Aquí ni se discute. Por si fuera poco, el gobierno se ha comprometido a sufragar en un 40% los anticonceptivos de última generación, aumentando así ese coste sanitario que siempre se dice que hay que frenar.

Pocas veces la libre decisión de unas ha supuesto tantas imposiciones a tantos otros.

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