Juan Pablo II pide una movilización para construir una nueva cultura de la vida

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Con el fin de facilitar una “guía” para la lectura de la encíclica Evangelium vitae, ofrecemos en una serie de preguntas y respuestas algunos de los puntos principales de su contenido (se indica, entre paréntesis, el número de parágrafo correspondiente).

¿Cuál es la finalidad de esta encíclica?

«Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes [referencia a la encíclica Rerum novarum, de León XIII, sobre la cuestión obrera], menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves (…). La presente encíclica (…) quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno en nombre de Dios» (5).

Opresión de los más débiles

¿Cuál es el aspecto más preocupante que ofrece en la actualidad la amenaza contra la vida?

«Presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos (…). Justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte» (18).

¿Dónde están las raíces de esa contradicción?

«El origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos humanos y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo (…) [y] acaba por ser la libertad de los ‘más fuertes’ contra los débiles.» (19).

«Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse (…). Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida» (20).

«En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la ‘cultura de la vida’ y la ‘cultura de la muerte’ (…) es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre (…); perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre» (21).

Ley civil y ley moral

¿Qué ocurre cuando esos criterios se plasman en leyes aprobadas democráticamente?

«El ‘derecho’ deja de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo, la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental (…). En realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases». (20)

«La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un ‘ordenamiento’ y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter ‘moral’ no es automático, sino que (…) depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve (…). El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el ‘bien común’ como fin y criterio regulador de la vida política» (70).

«Leyes de este tipo [que legitiman el aborto o la eutanasia] no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia» (73).

¿Cómo debe comportarse un católico parlamentario en un país donde el aborto está reconocido por la ley?

«Cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta: antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos» (73).

«Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres (…). No basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales» (90).

Autoridad doctrinal

¿Qué fórmula, en concreto, utiliza el Pontífice en la encíclica para ratificar la doctrina sobre el respeto a la vida?

«Con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en su propio corazón, es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (57). [Más adelante se añaden otras dos declaraciones específicas: una referida al aborto y otra a la eutanasia].

Legítima defensa y pena de muerte

¿Y cuando el ser humano no es «inocente»?

«Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia defensa (…). Por desgracia, sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al agresor que se ha expuesto con su acción» (55).

¿Cabe considerar la pena de muerte como «legítima defensa» de la sociedad?

«La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser admitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo, la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.

«Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes» (56).

«Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la del agresor injusto, el mandamiento ‘no matarás’ tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un ser humano débil e indefenso» (57).

Aborto: una condena bimilenaria

¿No caben excepciones en la condena del aborto?

«Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el mandamiento divino ‘no matarás» (…).

«A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda sobre la condena moral del aborto» (61).

«Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable. Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos -que en varias ocasiones han condenado el aborto y (…), aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina-, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario universal» (62).

Respeto al embrión humano

Sin embargo, la percepción de la gravedad del aborto se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos.

«La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre (…). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de ‘interrupción del embarazo’, que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizá este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar en las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento» (58).

¿El embrión es un ser humano?

«Desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre, la genética moderna otorga una preciosa confirmación (…).

«Está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano (…). La Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción» (60).

La maternidad en situaciones difíciles

¿Y qué decir de la madre que se somete al aborto empujada por una situación difícil?

«Es cierto que en muchas ocasiones, la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia (…). A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente» (58).

«Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas» (18).

¿Qué dice el Papa a las mujeres que han abortado?

«La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente, la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Os daréis cuenta de que nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo que ahora vive en el Señor. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida» (99).

Experimentos con embriones humanos

¿Cómo valorar los experimentos sobre embriones humanos, realizados a veces para hacer progresar la medicina?

«La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismo legítimos, comportan inevitablemente su destrucción (…). El uso de embriones o fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad como seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda persona.

«La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos -a veces ‘producidos’ expresamente para ese fin mediante la fecundación in vitro- sea como ‘material biológico’ para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable» (63).

La eutanasia, falsa piedad

Algunos presentan la eutanasia como un acto de amor: ayudar a morir para evitar sufrimientos inútiles.

«Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor (…).

«De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado ensañamiento terapéutico, o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo (…). Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos disponibles son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte (…).

«Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores, y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana» (65).

«La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante ‘perversión’ de la misma. En efecto, la verdadera ‘compasión’ nos hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar» (66).

Una gran estrategia a favor de la vida

A pesar del panorama descrito, ¿el Papa está esperanzado en la victoria de la «cultura de la vida»?

«No faltan signos que anticipan esa victoria en nuestras sociedades y culturas (…). Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no se presentan los signos positivos (…).

«Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en los medios de comunicación social» (26).

«La defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles» (91).

«Es urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida» (95).

«El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos» (101).

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