El universo espiritual de un hombre de acción

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A comienzos del verano de 1973 el párroco de la iglesia de Santo Tomás Moro de Colonia se dirigió a Peter Berglar con una singular petición: escribir una biografía del gran santo y humanista inglés. Aceptó, pero no quería que el resultado de su trabajo fuese una biografía convencional, una de esas evocaciones un tanto nostálgicas de un héroe que a fuerza de aparecer sobrehumano conserva pocos rasgos de humanidad. Más bien quería hablar a sus lectores de La hora de Tomás Moro (1), y durante cinco años se empapó de un personaje del que le atraía especialmente su peculiar dicotomía -y no pocas veces tensión- entre lo laico y lo religioso, característica que impregna toda la vida de Moro.

Peter Berglar ejerció la medicina hasta 1966. Después estudió historia y fue profesor de la Universidad de Colonia hasta que falleció en 1989. Entre sus obras ocupan un lugar destacado las biografías, que le interesaban especialmente. Por eso no rechazó el reto de escribir sobre Tomás Moro, aunque reconocía no ser un experto en la Historia de Inglaterra y tampoco en el siglo XVI.

Un humanista cristiano

La publicación en castellano de La hora de Tomás Moro es una invitación a acercarnos a la vida de alguien que quería ser hombre de Dios en medio del mundo y que hizo de toda su existencia una lucha constante para ser fiel a sus creencias. Más allá del puro carácter histórico de la obra, el autor quiere que la biografía de este defensor de la libertad de las conciencias aparezca como un ejemplo también para los hombres de hoy.

Tomás Moro es el genuino representante de un humanismo cristiano insertado en un Renacimiento que se presenta como continuador del Medievo cristiano. Pero además de un hombre versado en estudios humanísticos, Moro fue un excelente jurista que ponderaba todas las cuestiones con el peso de la equidad. Es muy probable que en su concepto de la justicia fuera decisiva su formación de humanista cristiano, buen conocedor de la Historia y la Literatura. Peter Berglar, otro escritor humanista, resalta la formación de Moro tras las lecturas de los clásicos grecolatinos o los Padres de la Iglesia. Pero Moro también estaba atento a las novedades literarias de su tiempo, como los escritos del conde italiano Giovanni Pico della Mirandola, hombre del círculo de los Médicis, que dejarían en él profunda huella.

Peter Berglar elogia la capacidad reflexiva de Tomás Moro, que servía al humanista inglés para abordar las cosas con ojos nuevos. De esta manera, Moro dio una interpretación de La ciudad de Dios de San Agustín, obra de la que tantos se habían servido para construir teorías políticas de corte teocrático, y supo sacar de ella interesantes conclusiones sobre la presencia de Dios en la Historia. Nada tenían que ver las ideas de Moro con aquellas teorías que nacieron con una aspiración de eternidad para un mundo temporal y cuyo aparente triunfo proporcionaba una satisfacción engañosa. Con su sentido de la ironía, Moro debió de meditar pasajes como éste: «Es una felicidad que tiene el brillo y también la fragilidad del vidrio, en el cual se tiene siempre la desgracia de que se quiebra de repente» (De civitate Dei, 4, 3). Y efectivamente, los vientos tempestuosos de la Reforma y los nacionalismos echaron abajo el orden anterior que parecía firme.

Sentido práctico

Moro no fue nunca un intelectual especulativo como su amigo Erasmo de Rotterdam. Como hombre de sentido práctico, se esforzó para que su universo espiritual formara parte de su vida cotidiana. Y tampoco rehuyó el compromiso de participar en la vida pública, de suerte que llegó a ser consejero del rey y Lord Canciller de Inglaterra.

Su labor habría sido más grata si el príncipe a quien tuvo que servir no hubiera sido Enrique VIII. Este rey tenía una formación artística, filosófica y teológica; pero, como dice Berglar, estaba más cerca en sus actitudes de un Nerón o un Sardanápalo. Buena parte de los libros de Historia de Gran Bretaña han guardado agradecimiento a Enrique VIII por hacer de este país, entre otras cosas, una gran potencia naval. Esto es lo que los historiadores como Hilaire Belloc habrían llamado «una Historia de hombres satisfechos». Lo cierto es que hasta épocas relativamente recientes no se han escuchado en Inglaterra voces críticas sobre el reinado de Enrique VIII.

Suele suceder que los hombres de épocas posteriores dan una visión a su medida de los personajes del pasado, y que no guarda realidad con la auténtica realidad. En el caso de Tomás Moro, es de sobra conocido el interés de Marx, Kautsky o del pensamiento oficial soviético por su obra Utopía, ya que buscaban en ella un precedente del comunismo. Peter Berglar sale al paso de estas interpretaciones porque todas ellas olvidan que la palabra utopía significa precisamente «en ninguna parte». E incluso tiene la interesante idea de comparar la obra de Moro con el mundo misterioso de los relatos de Tolkien, en especial El señor de los anillos, con toda su carga de símbolos de contenido cristiano que abren al lector un amplio abanico de sugerencias.

La tormenta de la Reforma

Tomás Moro fue uno de los pocos que supieron captar la intensidad de la tormenta que se desató en el siglo XVI sobre la Cristiandad. Peter Berglar nos recuerda muy bien que la crisis no se dio por generación espontánea. A finales del siglo XIV, John Wyclef puede ser considerado un precursor del protestantismo. En su visión de la Iglesia y sus críticas al Papado, apenas supo pensar en otra cosa que en la imagen de la fortaleza medieval de Aviñón, símbolo de riquezas y poderío temporal.

Berglar señala que tanto Wyclef como más tarde Lutero desencadenaron procesos de insospechadas consecuencias. El rechazo a la jerarquía y a la Tradición de la Iglesia, lejos de acercar más al hombre a Dios por la eliminación de intermediarios, terminaría por distanciarle más aún. Después, las doctrinas sobre la predestinación acentuarían el divorcio entre la religión y la vida relegando lo espiritual al interior de las conciencias. Y el paso final del proceso, al que se llegó siglos más tarde, redujo a Dios a una inoperante abstracción y se terminó sustituyendo -con hechos más que con palabras- a Dios por el propio hombre.

Los reformadores del siglo XVI soñaban con una Iglesia poco menos que perfecta, pero es curioso que estos hombres acabaran adoptando actitudes más propias de justicieros del Antiguo Testamento que de seguidores del Nuevo, en el que se vino a llamar no a los justos sino a los pecadores. La historia de Inglaterra en los siglos XVI y XVII está llena de ejemplos de este estilo que luego tendrían su continuación en América del Norte.

Berglar señala asimismo cómo Tomás Moro nunca olvidó el sentido del misterio propio del cristianismo. Tenía en gran estima los sacramentos, unión de lo físico y lo espiritual. De igual modo, Moro puso al servicio de su fe la investigación, la ciencia o la intuición, fundidas intensamente en una vida espiritual cuyo último fundamento era un abandono filial y humilde en las manos de Dios.

Padre de familia

Es frecuente que una persona de grandes inquietudes y capacidad de trabajo se sienta tentada a descuidar su vida familiar. Berglar presenta a Moro como modelo en este tema para nuestro tiempo de los mil afanes y trabajos. Supo ser fiel a su padre, John, a pesar de la incomprensión de éste por sus inquietudes humanistas. Y le obedeció cuando quiso que estudiara Derecho. Sin duda le estuvo agradecido por la capacidad de relación social que le proporcionó el ejercicio de la abogacía, pese a que su mente luchara a veces por escaparse tras las lecturas de Platón o San Agustín.

Asimismo Moro, el hombre del que decía Erasmo que había sido «creado para la amistad», dio amplias muestras de cariño por su mujer y sus hijos. Estuvo casado dos veces; conoció el amor apasionado de Jane, la primera mujer, o el más reposado de Alice, la segunda. Y en una época en la que se hablaba menos que en la nuestra de la igualdad y la dignidad de la mujer, Moro fue un auténtico avanzado. No hizo ninguna diferenciación entre la educación de su hijo John y la de sus hijas Margaret, Elizabeth y Cicely. Todos fueron instruidos por igual en lenguas clásicas, filosofía y teología. Tomás Moro se hacía la sencilla consideración de que «las almas son iguales a los ojos de Dios». E hizo de su hogar, en expresión de Peter Berglar, «una academia platónica con fundamentos cristianos».

Afecto, buen humor, cultura y piedad sincera llenaban la residencia de los Moro en Chelsea. Esta unión familiar, tan afianzada en el cariño, daría sus mejores frutos en los años de persecución, cuando Margaret se convirtió en la íntima confidente de los últimos días de su padre.

Fiel a su conciencia

Los felices días de aquella familia terminaron cuando Enrique VIII impuso su voluntad en el asunto de su matrimonio con Catalina de Aragón. Moro presentía lo que iba a suceder y sabía muy bien que Enrique VIII sólo quería servirse del prestigio de su canciller para sus fines particulares. Por ello consideró más prudente dimitir antes de verse atrapado en una dinámica cuyo previsible final sería la ruptura con Roma.

Peter Berglar, al igual que André Prévost en su conocida obra Tomás Moro y la crisis del pensamiento europeo, señala que en aquellos decisivos momentos faltaron en Inglaterra teólogos para defender el catolicismo. Así pues, Moro se vio prácticamente solo frente al poder y frente a la actividad de las doctrinas protestantes.

En 1534 Moro es encarcelado en la Torre de Londres por negarse a prestar el juramento exigido por el rey como Jefe Supremo de la Iglesia. Moro definió su actuación con estas palabras: «No puedo hablar de manera distinta a lo que mi conciencia me sugiere». El problema surge cuando los que a su alrededor presumen de tener la «conciencia tranquila» le tachan de soberbio y arrogante.

En la última parte de su libro, Berglar nos habla de algunas de las obras escritas por Tomás Moro en la prisión y destaca de modo especial Diálogo de la fortaleza contra la tribulación, que desde un punto de vista formal recuerda a la clásica La consolación de la filosofía de Boecio, escrita en la prisión ostrogoda de Rávena. Pero hay una importante diferencia de fondo, pues Moro está más cerca de San Pablo en su prisión romana que del estoico Boecio, preocupado sobre todo por aceptar la muerte con dignidad.

Una época como la nuestra precisa de figuras atrayentes, personas de espíritu recio, pero de carne y hueso al mismo tiempo. Por ello ésta es también «la hora de Tomás Moro», ejemplo de la legítima decisión de ser uno mismo, pero no desde la afirmación individualista sino, como señala Berglar, desde el amor a Dios y a los hombres. Tomás Moro es ejemplo y programa para un mundo que será mucho más humano si sabe unir la justicia con la misericordia.

_________________________

(1) Peter Berglar. La hora de Tomás Moro. Solo frente al poder. Palabra. Madrid (1993). 435 págs. 3.200 ptas. (Die Stunde des Thomas Morus. Einer gegen die Macht, Walter-Verlag AG Olten, 1978).

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